Blog de Carlos López Mendoza

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Los raros - Max Nordau

MAX NORDAU

MI distinguido colega en «La Nación», Dr. Schimper, se ocupó el año pasado del primer volumen de «Entartung» de Max Nordau. Ha poco ha aparecido el segundo: la obra está ya completa. Una endiablada y extraña Lucrecia Borgia, doctora en medicina, dice en alemán, para mayor autoridad, con clara y tranquila voz, a todos los convidados al banquete del arte moderno: «Tengo que anunciaros una noticia, señores míos, y es que todos estáis locos.» En verdad Max Nordau no deja un solo nombre, entre todos los escritores y artistas contemporáneos, de la aristocracia intelectual, al lado del cual nos estriba la correspondiente clasificación diagnóstica: «imbécil», «idiota», «degenerado», «loco peligroso». Recuerdo que una vez al acabar de leer uno de los libros de Lombroso, quedé con la obsesión de la idea de una locura poco menos que universal. A cada persona de mi conocimiento le aplicaba la observación del doctor italiano y resultábame que, unos por fas, otros por nefas, todos mis prójimos eran candidatos al manicomio. Recientemente una obra nacional digna de elogio, «Pasiones», de Ayarragaray, llamó mi atención hacia la psicología de nuestro siglo, y presentó a mi vista el tipo del médico moderno que penetra en lo más íntimo del sér humano. Cuando la literatura ha hecho suyo el campo de la fisiología, la medicina ha tendido sus brazos a la región obscura del misterio.

Allá a lo lejos vense a Moliére y Lesage atacar a jeringazos a los esculapios. Había cierta inquina de los hombres de pluma contra los médicos, y el epigrama y la sátira teatral no desperdiciaban momento oportuno para caer sobre los hijos de Galeno. Sangredo había nacido, y no todo él del cerebro de su creador, pues sabemos por Max Simón que Sangredo vivió en carne y hueso en la personalidad del médico Hecquet. El mismo Max Simón hace notar la acrimonia especial con que el más ilustre de los poetas cómicos y el más grande de los novelistas de su época atacaron a los médicos. En uno y otro, dice, se nota un verdadero desprecio por el arte que profesan aquellos a quienes atacan. Moliére, irónico y fuerte, Lesage, injurioso y despreciativo, están siempre listos con sus aljabas. Monsieur Purgón, formalista, aparatoso y ciego de intelecto, y los dos Tomases Diafoirus aparecieron como encarnaciones de una ciencia tan aparatosa como falsa. Sangredo fué, según Walter Scott, el mismo Helvecio. En resumen, los ataques literarios se dirigían contra los doctores de sangría y agua tibia. Son los tiempos en que Hecquet publica «Le Brigandage de la Médecine», en el cual están en su base los principios de Gil Blas, y en el que eran más que comunes diálogos a la manera del que en una obra del gran cómico sostienen Desfonandrés y Tomes.

Si los médicos del siglo XVII se enconaron con las bromas de Moliére, los del siglo XVIII no fueron tan quisquillosos con las sátiras de Lesage[11]. En nuestro siglo, la última gran campaña literaria, el movimiento naturalista dirigido por Zola, tiene por padre a un médico, Claudio Bernard. En tanto que la literatura investiga y se deja arrastrar por el impulso científico, la medicina penetra al reino de las letras; se escriben libros de clínica tan amenos como una novela. La psiquiatría pone su lente práctico en regiones donde solamente antes había visto claro la pupila ideal de la poesía. Ante el profesor de la Salpetriére, junto con los estudiantes han ido los literatos. Y en el terreno crítico cierta crítica tiene por base estudios recientes sobre el genio y la locura: Lombroso y sus seguidores.

Guyau, el admirable y joven sabio, sacrificó en las aras de los nuevos ídolos científicos. El comprobó, como un profesor que toma el pulso, el estado patológico de su edad, el progreso de fiebre moral siempre en crecimiento. El juntó en un capítulo de un célebre libro a los neurópatas y delincuentes, como invasores, como conquistadores victoriosos en el reino de la literatura. «Et s’y font une place tous les jours plus grande»—, decía de ellos. Como principal síntoma del mal del siglo, señala la manifestación de un hondo sufrimiento, el impulso al dolor, que en ciertos espíritus puede llegar hasta el pesimismo. El tipo que el filósofo presenta es aquel infeliz Imbert Galloix, cuya pálida figura pasará al porvenir iluminada en su dolorosa expresión por un rayo piadoso de la gloria de Víctor Hugo. ¡Y bien! si la desgracia es desequilibrio, bien está señalado Imbert Galloix. Ese gran talento gemía bajo la más amarga de las desventuras. Sentirse poseedor del sagrado fuego y no poder acercarse al ara; luchar con la pobreza, estar lleno de bellas ambiciones y encontrarse solo, abandonado a sus propias fuerzas en un campo donde la fortuna es la que decide, es cosa áspera y dura. A propósito de un joven cubano poeta muerto recientemente en París—¡Augusto de Armas, uno de tantos Imbertos Galloix!—dice con gran razón el brillante Aniceto Valdivia: «Sólo un temperamento de toro, como el de Balzac, puede soportar sin rajarse, el peso de ese mundo de desdenes, de olvidos, de negaciones, de injustos silencios bajo el cual ha caído el adorable poeta de «Rimes Byzantines.» La autopsia espiritual que del desgraciado joven ginebrino hace el sereno analizador sociólogo, me parece de una impasible crueldad.

Aquí de las comparaciones que ofrece la nueva ciencia penal, entre los desequilibrados, locos y criminales. Porque un cierto Cimmino, bandido napolitano, se ha hecho tatuar en el pecho una frase de desconsuelo, quedan condenados a la comparación más curiosamente atroz todos los admirables melancólicos que representan la tristeza en la literatura. El nombre de Leopardi, por ejemplo, aparecerá en la más infame promiscuidad con el de cualquier número de penitenciaria o de presidio, por obra de tal razonamiento de Lacassagne o de tal opinión de Lombroso. En las especializaciones de Max Nordau la falta de justicia se hace notar, agravándose con una de las más extrañas inquinas que pueden caber en crítico nacido. Bien trae a cuento Jean Thorel un caso gracioso que aquí citaré con las mismas palabras del escritor: «Recuerdo haber leído una vez en una revista inglesa un largo estudio, muy concienzudo, de argumentación apretada e irrefutable, que probaba—que no se contentaba con afirmar, sino que probaba con numerosos ejemplos—que Víctor Hugo era un escritor sin talento y un execrable poeta. Para mejor convencer a sus lectores, el crítico que se había señalado la tarea de «demoler» a Víctor Hugo, había tenido cuidado de acompañar cada una de sus citas de una notita que hacía conocer el título de la obra de que se había extraído la cita, con todas sus indicaciones accesorias, lugar y año de publicación, número de la edición, cifra de la página cuyo era el verso citado, etcétera. Y se tenía inmediatamente el sentimiento de que si en verdad se hallaba en tal página de tal libro, el mal verso que se acaba de leer en la revista, Víctor Hugo era, realmente, un poeta lastimoso. Me decidí temblando a llevar a cabo esta verificación, y encontré que cada vez que el pícaro verso estaba en realidad en el libro indicado, descubría también al mismo tiempo que al lado de ése había diez, cien o mil versos que eran de una completa belleza.» Tiene razón Jean Thorel. Max Nordau condena el poema entero por un verso cojo o luxado; y al arte entero, por uno que otro caso de morbosismo mental. Para estimar la obra de los escritores a quienes ataca, pues principalmente por los frutos declara él la enfermedad del árbol, parte de las observaciones de los alienistas en sus casos de los manicomios. Al tratar Guyau de los desequilibrados, hablaba de «esas literaturas de decadencia que parecen haber tomado por modelos y por maestros a los locos y los delincuentes.» Nordau no se contenta con dirigir su escalpelo hacia Verlaine, el gran poeta desventurado o a uno que otro extravagante de los últimos cenáculos de las letras parisienses. El sentencia a decadentes y estetas, a parnasianos y diabólicos, a ibsenistas y neomísticos, a prerrafaelistas y tolstoistas, wagnerianos y cultivadores del yo; y si no lleva su análisis implacable con mayor fuerza hacia Zola y los suyos, no es por falta de bríos y deseos, sino porque el naturalismo yace enterrado bajo el árbol genealógico de los Rougon-Macquart.

Una de las cosas que señala en los modernos artistas como signo inequívoco de neuropatía, es la tendencia a formar escuelas y agrupaciones. Sería deliciosamente peregrino que por ese solo hecho todas las escuelas antiguas, todos los cenáculos, desde el de Sócrates hasta el de N. S. Jesucristo y desde el de Ronsard hasta el de Víctor Hugo, mereciesen la calificación inapelable de la nueva crítica científica.

Otras causas de condenación: amor apasionado del color: fecundidad: fraternidad artística entre dos; esta afirmación que nos dejará estupefactos, gracias a la autoridad del sabio Sollier: es una particularidad de los idiotas y de los imbéciles tener gusto por la música. Thorel señala una contradicción del crítico alemán que aparece harto clara. La música, dice éste, no tiene otro objeto que despertar emociones; por tanto, los que se entregan a ella son o están próximos a ser degenerados, por razón de que la parte del sistema nervioso que está dotada de la facultad de emotividad, es anterior atávicamente a la substancia gris del cerebro, que es la encargada de la representación y juicio de las cosas; y el progreso de la raza consiste en la superioridad que adquiere esta parte sobre la primera. Entretanto Nordau coloca entre los grandes artistas de su devoción a un gran músico: Beethoven. De más está decir que las ideas que Max Nordau profesa sobre el arte son de una estética en extremo singular y utilitaria. El carro de hierro, la ciencia, ha destruído según él los ideales religiosos. No va ese carro tirado, ciertamente, por una cuádriga de caballos de Atila. Y hoy mismo, en el campo de humanidad, después del paso del monstruo científico, renacen arboles, llenos de flores de fe. Tampoco el arte podrá ser destruído. Los divinos semi-locos «necesarios para el progreso,» vivirán siempre en su celeste manicomio consolando a la tierra de sus sequedades y durezas con una armoniosa lluvia de esplendores y una maravillosa riqueza de ensueños y de esperanzas.

Por de pronto, en «Degeneración,» los números de hospital, entre otros, son los siguientes: Tolstoï,—puesto que lleno de una santa pasión por el mujick, por el pobre campesino de su Rusia, se enciende en religiosa caridad y alivia el sufrimiento humano, queda señalado. Queda señalado también Zola, ese búfalo, Dante Gabriel Rossetti tiene su pareja en tal casa de orates, en tal lesionado que padece de alalia. Esto a causa de los motivos musicales de algunos de sus poemas que se repiten con frecuencia. Deben acompañar lógicamente en su desahucio, al exquisito prerrafaelista, los bucólicos griegos, los autores de himnos medioevales, los romancistas españoles y los innumerables cancioneros que han repetido por gala rítmica una frase dada en el medio o en el fin de sus estrofas. El admirado universalmente por su alta crítica artística, Ruskin, queda condenado: es la causa de su condenación el defender a Burne Jones y a la escuela prerrafaelista. En el proceso del libro, desfilan los simbolistas y decadentes. El ilustre jefe, el extraño y cabalístico Mallarmé con el pasaporte de su música encantadora y de sus brumas herméticas, no necesita más para el diagnóstico. Charles Morice, de larga cabellera y de grandes ideas, al manicomio. Lo mismo Regnier, el orgulloso ejecutante en el teclado del verso; Julio Laforgue, que con la introducción del verso falso ha hecho tantas exquisiteces; Paul Adam, que ya curado de ciertas exageraciones de juventud, escribe sus «Princesas Bizantinas;» Stuard Merril, prestigioso rimador yankee-francés; Laurent Tailhade, que resucita a Rabelais después de cincelar sus joyas místicas. No hay que negarle mucha razón a Nordau cuando trata de Verlaine, con quien—en cuanto al poeta,—es justo. Mas el que conozca la vida de Verlaine y lea sus obras, tendrá que confesar que hay en ese potente cerebro, no el grano de locura necesario, sino la lesión terrible que ha causado la desgracia de ese «poeta maldito.» En cuanto a Rimbaud—a quien un talento tan claro como el de Jorge Vanor coloca entre los genios,—tan orate como él, aunque menos confuso, y a Tristan Corbiere, a quien sus versos marinos salvan... Después René Ghil y su tentativa de instrumentación, Gustavo Khan y su apreciación del valor tonal de las palabras son más bien—a mi ver—excéntricos literarios llevados por una concepción del arte, en verdad abstrusa y difícil. Y por lo que toca a Moreas, cuyo talento es sólido é innegable, y a quien por buena amistad personal conozco íntimamente, puedo afirmar que lo que menos tiene dañado es el seso. Risueño, poeta, conocedor de su París, ha sabido cortarle la cola a su perro, y, nada más.

Los wagnerianos van en montón, con el olímpico maestro a la cabeza. No oye el médico de piedra el eco soberbio de la floresta de armonías. Mientras Max Nordau escribe su diagnóstico, van en fuga visionaria Sigfrido y Brunhilda, Venus desnuda, guerreros y sirenas, Wotan formidable, el marino del barco-fantasma; y, llevado por el blanco cisne, alada góndola de viva nieve, rubio como un Dios de la Walhalla, el bello caballero Lohengrin.

Pláceme la dureza del clínico para con el grupo de falsos místicos que trastruecan con extravagantes parodias los vuelos de la fe y las obras de religión pura.

Así también a los que, sin ver el gran peligro de las posesiones satánicas que en el vocabulario de la ciencia atea tienen también su nombre—penetran en las obscuridades escabrosas del ocultismo y de la magia, cuando no en las abominables farsas de la misa negra. No hay duda de que muchos de los magos, teósofos y hermetistas están predestinados para una verdadera alienación.

Todos los médicos pueden testificar que el espiritismo ha dado muchos habitantes a las celdas de los manicomios.

Por la puerta del egoísmo entran los parnasianos y diabólicos, los decadentes y estetas, los ibsenistas, y un hombre ilustre que, desgraciadamente, se volvió loco: Federico Nietzsche. ¿El egoísmo es un producto de este siglo? Un estudio de la historia del espíritu humano, demostrará que no.

No ha habido mejor defensor del egoísmo bien entendido, en este fin de siglo, que Mauricio Barrés. Ya Saint-Simón, en la aurora de estos cien años, combatía el patriotismo en nombre del egoísmo. Y en el estado actual de la sociedad humana, ¿quién podrá extrañar el aislamiento de ciertas almas estilitas, de pie sobre su columna moral, que tienen sobre sí la mirada del ojo de los bárbaros?

Entre los parnasianos, si no cita a todos los clientes de Lemerre, que con el oro de la rima le repletaran su caja de editor millonario, señala al soberbio Theo, que va a su celda, agitando la cabellera absalónica y junto con él Banville, el mejor tocador de lira de los anfiones de Francia. ¿Y Mendés?

On y rencontre aussi Mendés

A qui nul rythme ne resiste,

Qu’il chante l’Olimpe ou l’Ades.

También se encuentra allí Mendés, entre los degenerados, a causa de sus versos diamantinos y de sus floridas priapeas. Y al paso de los estetas y decadentes, lleva la insignia de capitán de los primeros Oscar Wilde. Sí, Dorian Gray es loco rematado, y allá va Dorian Gray a su celda. No puede escribirse con la masa cerebral completamente sana el libro «Intentions...» Y lo que son los decadentes,—¡Nordau como todos los que de ello tratan, desbarra en la clasificación!—van representados por Villiers de L’Isle-Adam, el hermano menor de Poe, por el católico Barbey d’Aurevilly... por el turanio Richepin; por Huyssmans, en fin, lleno de músculos y de fuerzas de estilo, que personificara en Des Esseintes el tipo finisecular del cerebral y del quintesenciado, del manojo de vivos nervios que vive enfermo por obra de la prosa de su tiempo. Si sois partidarios de Ibsen, sabed que el autor de «Hedda Gabler» está declarado imbécil. No citaré más nombres de la larga lista.

Después de la diagnosis, la prognosis; después de la prognosis, la terapia. Dada la enfermedad, el proceso de ella; luego la manera de curarla. La primera indicación terapéutica es el alejamiento de aquellas ideas que son causa de la enfermedad. Para los que piensan hondamente en el misterio de la vida, para los que se entregan a toda especulación que tenga por objeto lo desconocido, «no pensar en ello.» Cuando Ayarragaray entre nosotros señala el campo, la quietud, el retiro, «Cantaclaro» protesta. Nordau pasando sobre el hegelianismo y el idealismo trascendental de Ficht en persecución del «egoísmo morboso», explica etiológicamente la degeneración como un resultado de la debilidad de los centros de percepción o de los nervios sensitivos; cuando trata de la curación debe permitir que sus lectores abran la boca en forma de O. Receta: prohibición de la lectura de ciertos libros, y, respecto a los escritores «peligrosos», que se les aleje de los centros sociales, ni más ni menos como a los lazarinos y coléricos. Y «¡horresco referens!» que de no tomar tal medida, se les trate exactamente como a los perros hidrófobos. Este seráfico sabio trae a la memoria al autor de la «Modesta proposición para impedir que los niños pobres sean una carga para sus padres y su país, y medio de hacerles útiles para el público.» Ya se sabe cuál era ese medio que Swift proponía «with the tread and gaiety of an ogre», que dice Thackeray: comerse a los chicos. Mas cuando Max Nordau habla del arte con el mismo tono con que hablaría de la fiebre amarilla o del tifus; cuando habla de los artistas y de los poetas como de «casos», y aplica la thanathoterapia, quien le sonríe fraternalmente es el perilustre Dr. Tribulat Bonhomet, «profesor de diagnosis», que gozaba voluptuosamente apretándoles el pescuezo a los cisnes de los estanques. El, antes de la indicación del autor de «Entartung» había hecho la célebre «Moción respecto a la utilización de los terremotos.» El odiaba científicamente a «ciertas gentes toleradas en nuestros grandes centros, a título de artistas», «esos viles alineadores de palabras, que son una peste para el cuerpo social.» «Es preciso matarlos horriblemente», decía. Y para ello proponía que se construyese en lugares donde fuesen frecuentes los temblores de tierra, grandes edificios de techos de granito; y «allí invitaremos para que se establezca a toda la inspirada «ribambelle de ces pretendus Reveurs», que Platón quería, indulgentemente, coronar de rosas y arrojarlos de su República.» Ya instalados los poetas, los «soñadores», un terremoto vendría y el efecto sería el que caracterizaba Bonhomet con esta inquietante onomatopeya:

¡¡¡Krrraaaak!!!

Pero el viejo Tribulat no era tan cruel, pues ofrecía dar a sus condenados a aplastamiento, horizontes bellos, aires suaves, músicas armoniosas. Por tanto, yo, que adoro al amable coro de las musas, y el azul de los sueños, preferiría, antes que ponerme en manos de Max Nordau, ir a casa del médico de Clara Lenoir, quien me enviaría al edificio de granito, en donde esperaría la hora de morir saludando a la primavera y al amor, cantando las rosas y las liras y besando en sus rojos labios a Cloe, Galatea o Cidalisa!

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