IBSEN
NO hace mucho tiempo han comenzado las exploraciones intelectuales al Polo. Ya Leconte de Lisle había ido a contemplar la naturaleza y aprender el canto de las runoyas; Mendés a ver el sol de media noche y a hacer dialogar a Snorr y Snorra, en un poema de sangre y de hielo. Después, los Nordenskjöld del pensamiento descubrieron en las lejanas regiones boreales, seres extraños e inauditos: poetas inmensos, pensadores cósmicos. Entre todos, hallaron uno, en la Noruega; era un hombre fuerte y raro, de cabellos blancos, de sonrisa penosa, de miradas profundas, de obras profundas. ¿Estaba acaso en él el genio ártico? Acaso estaba en él el genio ártico. Parecería que fuese alto como un pino. Es chico de cuerpo. Nació en su país misterioso; el alma de la tierra en sus más enigmáticas manifestaciones, se le reveló en su infancia. Hoy, es ya anciano; ha nevado mucho sobre él; la gloria le ha aureolado, como una magnificente aurora boreal. Vive allá, lejos, en su tierra de fjords y lluvias y brumas, bajo un cielo de luz caprichosa y esquiva. El mundo le mira como a un legendario habitante del reino polar. Quienes, le creen un extravagante generoso, que grita a los hombres la palabra de su sueño, desde su frío retiro; quienes, un apostol huraño, quienes, un loco. ¡Enorme visionario de la nieve! Sus ojos han contemplado las largas noches y el sol rojo que ensangrienta la obscuridad invernal: luego miró la noche de la vida, lo obscuro de la humanidad. Su alma estará amargada hasta la muerte.
Maurice Bigeon, que le ha conocido íntimamente, nos le pinta: «La nariz es fuerte, los pómulos rojos y salientes, la barbilla vigorosamente marcada, sus grandes anteojos de oro, su barba espesa y blanca donde se hunde lo bajo del rostro, le dan «l’air brave homme», la apariencia de un magistrado de provincia, envejecido en el cargo. Toda la poesía del alma, todo el esplendor de la inteligencia, se han refugiado, aparecen en los labios finos y largos, un tanto sensuales, que forman en las comisuras una mueca de altiva ironía; en la mirada, velada y como abierta hacia adentro, ya dulce y melancólica, ya ágil y agresiva, mirada de místico y luchador, mirada turbadora, inquietante, atormentada, bajo la cual se tiembla, y que parece escrutar las conciencias. Y la frente, sobre todo, es magnífica, cuadrada, sólida, de potentes contornos, frente heroica y genial, vasta como el mundo de pensamientos que abriga. Y, dominando el conjunto, acentuando todavía más esta impresión de animalidad ideal que se desprende de su fisonomía toda, una crinada cabellera blanca, fogosa, indomable...
...Un hombre, en resumen, de esencia especial, de tipo extraño, que inquieta y subyuga, cuyo igual es inencontrable—un hombre, que no se podría olvidar aunque se viviese cien años.»
Pues todo hombre tiene un mundo interior y los varones superiores tiénenlo en grado supremo, el gran escandinavo halló su tesoro en su propio mundo. «Todo lo he buscado en mí mismo, todo ha salido de mi corazón.»
Es en sí propio donde encontró el mejor venero para estudiar el principio humano. Hizo la propia vivisección. Puso el oído a su propia voz y los dedos al propio pulso. Y todo salió de su corazón. ¡Su corazón!
El corazón de un sensitivo y de un nervioso. Palpitaba por el mundo. Estaba enfermo de humanidad.
Su organización vibradora y predispuesta a los choques de lo desconocido, se templó más en el medio de la naturaleza fantasmal, de la atmósfera extraña de la patria nativa. Una mano invisible le asió, en las tinieblas.
Ecos misteriosos le llamaron en la bruma. Su niñez fué una flor de tristeza. Estaba ansioso de ensueños, había nacido con la enfermedad. Yo me lo imagino, niño silencioso y pálido, de larga cabellera en su pueblo de Skien, de calles solitarias, de días nebulosos. Me lo imagino en los primeros estremecimientos producidos por el espíritu que debía poseerle, en un tiempo perpetuamente crepuscular, o en el silencio frío de la noche noruega. Su pequeña alma infantil, apretada en un hogar ingrato, los primeros golpes morales en esa pequeña alma frágil y cristalina, las primeras impresiones que le hacen comprender la maldad de la tierra y lo áspero del camino por recorrer. Después, en los años de la juventud, nuevas asperezas. El comienzo de la lucha por la vida, y la visión reveladora de la miseria social. ¡Ah, él comprendió el duro mecanismo; y el peligro de tanta rueda dentada; y el error de la dirección de la máquina; y la perfidia de los capataces y la universal degradación de la especie. Y su alma se hizo su torre de nieve. Apareció en él el luchador, el combatiente. Acorazado, casqueado, armado, apareció el poeta. Oyó la voz de los pueblos. Su espíritu salió de su restringido círculo nacional; cantó las luchas extranjeras; llamó a la unión de las naciones del norte; su palabra, que apenas se oía en su pueblo, fué callada por el desencanto; sus compatriotas no le conocieron; hubo para él, eso sí, piedras, sátira, envidia, egoísmo, estupidez: su patria, como todas las patrias, fué una espesa comadre que dió de escobazos a su profeta. De Skien a Grimstad, a Cristianía. De la mano de Welhaven su espíritu penetra en el mundo de una nueva filosofía. Después del desencanto, halla otra vez su joven musa cantos de entusiasmo, de vida, de amor. En los tiempos de las primeras luchas por la vida había sido farmacéutico. Fué periodista después. Luego, director de una errante compañía dramática. Viaja, vive. De Dinamarca vuelve a la capital de su país, y se ocupa también en cosas de teatro. En su trato con los cómicos—tal Guillermo Shakespeare—comienza a entrever el mundo de su obra teatral. Está pobre, no le importa; ama. Se enloquece de amor: tanto se enloquece que se casa. Una dulce hija de pastor protestante, fué su mujer. Imagínome que la buena Daë Thoresen debe de haber tenido los cabellos del más lindo oro, y los ojos divinamente azules.
Después de su «Catilina», simple ensayo juvenil, el autor dramático surge. La antigua patria renace en «La Castellana de Ostroett»; los que conocéis la obra ibseniana, oiréis siempre el grito final de Dame Ingegerd, agonizante: «¿Lo que yo quiero? Un ataúd, un ataúd cerca del de mi hijo.» Después «Los Guerreros de Helgeland» esa rara obra de visionario. Recordad:
«Hjordis.—El lobo, allí está, ¿lo ves? allí. No me deja nunca; me tiene clavados sus ojos rojos, incandescentes. ¡Ah, Sigurd, es un presagio! Tres veces se me ha aparecido, y seguramente eso quiere decir que moriré esta noche.
Sigurd.—¡Hjordis! ¡Hjordis!
Hjordis.—Acaba de desaparecer allá, en el suelo. Ahora, ya lo sé.
Sigurd.—¡Oh, Hjordis, ven, estás enfermo! Volvamos a casa.
Hjordis.—No: esperaré aquí. Tengo muy poco tiempo de vida.
Sigurd.—¿Pero qué tienes?
Hjordis.—¿Qué tengo? No sé. Pero ya lo ves, tú has dicho la verdad hoy. Gunuar y Daquy están allí, entre nosotros. Dejémosles. Dejemos esta vida; así podemos vivir juntos.
Sigurd.—¿Podemos? ¿Tú lo crees?
Hjordis.—Desde el día en que has tomado otra mujer, yo estoy sin patria en este mundo», etc.
«Los pretendientes a la corona», donde hay el admirable diálogo, entre el Poeta y el Rey, y el cual tiene que haber influído muy directamente en la forma dialogal característica de Maeterlink, en sus dramas simbólicos, seguida en parte por Eugenio de Castro en su suntuoso «Belkiss.» Véase:
El rey Skule.—Me hablarás de eso dentro de poco. Pero dime, Skalda, que has errado tanto por países extranjeros, ¿has visto una mujer que ame al hijo de otra? Y cuando digo amar, entiendo amar no con un sentimiento pasajero, sino amar con todas las ternuras del alma.
El poeta Jatgeir.—Eso no acontece sino a las mujeres que no tienen hijos.
El rey.—¿A ellas solamente?
El poeta.—Sobre todo a las que son estériles.
El rey.—¿Sobre todo a las que son estériles? ¿Aman entonces a los hijos de otra, con todas las ternuras de su alma?
El poeta.—Sí, a menudo.
El rey.—Y, ¿no es cierto? Sucede que esas mujeres estériles matan a los hijos de otra, despechadas de no haber tenido ellas.
El poeta.—Sí. Pero eso no es obrar prudentemente.
El rey.—¿Prudentemente?
El poeta.—No, no es obrar prudentemente, porque dan a aquellos cuyos hijos matan, el don del sufrimiento.
El rey.—Pero ¿crees tú que el don del sufrimiento sea una buena cosa?
El poeta.—Sí, señor.
El rey.—Islandés, hay como dos hombres en ti. Estás entre la muchedumbre, en algún alegre festín, y pones un manto sobre tus pensamientos. Se está a solas contigo, y te asemejas a los raros a quienes voluntariamente se escogería por amigos. ¿Por qué es así?
El poeta.—Señor, cuando os queréis bañar en el río, no os desvestís cerca de donde pasan los que van a la iglesia, sino que buscáis un lugar solitario...
El rey.—Naturalmente.
El poeta.—¡Y bien! yo también tengo el pudor del alma y por eso es que no me desvisto cuando hay tanta gente en la sala.
El rey.—¿Eh? Cuéntame, Jatgeir, cómo has llegado a ser poeta y quién te ha enseñado la poesía.
El poeta.—Señor, la poesía no se aprende.
El rey.—¡La poesía no se aprende! Entonces, ¿cómo has hecho?
El poeta.—He recibido el don del sufrimiento y así he llegado a ser poeta.
El rey.—Así, pues, ¿el don del sufrimiento es necesario al poeta?
El poeta.—Para mí fué necesario; pero hay otros a quienes ha sido concedida la alegría, la fe o la duda.
El rey.—¿Aun la duda?
El poeta.—Sí; pero es preciso que sea la duda de la fuerza y de la salud.
El rey.—¿Y cuál es la duda que no sea la de la fuerza y de la salud?
El poeta.—Es la duda que duda aún de su duda.
El rey.—Paréceme que eso debe ser la muerte.
El poeta.—Es más horrible que la muerte misma: son las tinieblas profundas», etc.
La «Comedia del Amor» marca el humor fino que hay también en Ibsen, siempre a propósito de errores sociales; y es una puerta de libertad, abierta al santo instinto humano de amor.
Con la hostilidad de los cómicos cuya dirección tenía, y el clamor de odio y de villanía que contra él alzaron unos cuantos periodistas, tuvo que mostrar hombros de hierro, cabeza resistente, puños firmes. Su tierra le desconocía, le desdeñaba, le odiaba, le calumniaba. Entonces, sacudió el polvo de sus zapatos. Se va, mordiendo versos contra el rebaño de tontos; se va, desterrado por la fosilizada familia de retardatarios y de puritanos. Así, más se ahonda en su corazón el sentimiento de la redención social.
El revolucionario fué a ver el sol de oro de las naciones latinas.
Después de este baño solar nacieron las otras obras que debían darle el imperio del drama moderno, y colocarle al lado de Wagner, en la altura del arte y del pensamiento contemporáneo. El había sido el escultor en carne viva, en su propia carne. Animó después sus extraños personajes simbólicos por cuyos labios saldría la denuncia del mal inveterado, en la nueva doctrina. Los pobres tendrán en él un gran defensor. Es un propósito de redención el que le impulsa. Es un gigantesco arquitecto que desea erigir su construcción monumental, para salvar las almas por la plegaria en la altura, de cara a Dios.
El hombre de las visiones, el hombre del país de los kobolds, encuentra que hay mayores misterios en lo común de la vida que en el reino de la fantasía: el mayor enigma está en el propio hombre. Y su sueño es ver la vida mejor, el hombre rejuvenecido, la actual máquina social despedazada. Nace en él el socialista; es una especie de nuevo redentor.
Así surgen «El pato salvaje», «Nora», «Los aparecidos», «El enemigo del pueblo», «Rosmersholm», «Hedda Gabler.» Escribía para la muchedumbre, para la salvación de la muchedumbre. La máquina recibía rudos golpes de su enorme martillo de dios escandinavo. Su martilleo se oye por todo el orbe. La aristocracia intelectual está con él. Se le saluda como a uno de los grandes héroes. Pero su obra no produce lo que él desea. Y su esfuerzo se vela de una sombra de pesimismo.
Fué a ver el sol de las naciones latinas.
Y en las naciones latinas encuentra luchas y horrores, desastres y tristezas: su alma padece por la amargura de Francia. Llega un momento en que juzga muerta el alma de la raza. Mas no se va del todo la esperanza de su corazón. Cree en la resurrección futura: «¿Quién sabe cuándo la paloma traerá en su pico el ramo precursor? Lo veremos. Por lo que a mí toca, hasta ese día, permaneceré en mi habitáculo enguatado de Suecia, celoso de la soledad, ordenando ritmos distinguidos. La multitud vagabunda se enojará sin duda alguna, y me tratará de renegado; pero esa muchedumbre me espanta, no quiero que el lodo me salpique; y deseo, en traje de himeneo, sin mancha, aguardar la aurora que ha de venir.» ¡Ah, la pobre humanidad perdida! ese extraño redentor quiere salvarla, encontrar para ella el remedio del mal y la senda que conduce al verdadero bien. Pero cada instante que pasa le da muerte a una ilusión. Los hombres están originalmente viciados. Su mismo organismo es un foco infectivo; su alma está sujeta al error y al pecado. Se va sobre lodazales o sobre cambroneras. La existencia es el campo de la mentira y el dolor. Los malos son los que logran conocer el rostro de la felicidad, en tanto que el inmenso montón de los desgraciados se agita bajo la tabla de plomo de una fatal miseria. Y el redentor padece con la pena de la muchedumbre. Su grito no se escucha, su torre no tiene el deseado coronamiento. Por eso su agitado corazón está de luto, por eso brotan de los labios de sus nuevos personajes palabras terribles, condenaciones fulminantes, ásperas y flagelantes verdades. Es pesimista por obra de la fuerza contraria. El ha entrevisto el ideal, como un miraje. Ha caminado tras él, ha despedazado sus pies en las piedras del camino, no ha logrado sino cosechas de decepciones, su fata-morgana se ha convertido en nada.
Y su progenie simbólica está animada de una vida maravillosa y elocuente. Sus personajes son seres que viven y se mueven y obran sobre la tierra, en medio de la sociedad actual. Tienen la realidad de la existencia nuestra. Son nuestros vecinos, nuestros hermanos. A veces nos sorprende oir salir de sus bocas nuestros propios íntimos pensamientos. Y es que Ibsen es el hermano de Shakespeare. El proceso shakespeareano de León Daudet tendría mejor aplicación si se tratase del gran escandinavo. Los tipos son observados, tomados de la vida común. La misma particularidad nacional, el escenario de la Noruega, le sirve para acentuar mejor los rasgos universales. Después, él, el creador, ha exprimido su corazón: ha sondeado su océano mental; ha penetrado en su obscura selva interior; es el buzo de la conciencia general, en lo profundo de su propia conciencia. Y había habido un día en que desde el vientre materno su alma se llenara de la virtud del arte. Su dolencia debía de ser la sublime dolencia del genio; de un genio peregrino, en que se juntarían las ocultas energías psíquicas de países remotos en los cuales parece que se encontrase, en ciertas manifestaciones, la realidad del Ensueño. Y ese «aristo», ese excelente, ese héroe, ese casi super-hombre, había de hacer de su vida un holocausto; había de ser el apóstol y el mártir de la verdad inconquistable, un inmenso trueno en el desierto, un prodigioso relámpago en un mundo de ciegas pupilas. Y buscó los ejemplos del mal por ser el ambiente del mal el que satura el mundo. Desde Job a nuestros días, jamás el diálogo ha sentido en su carne verbal los sacudimientos del espíritu que en las obras de Ibsen. Habla todo, los cuerpos y las almas. La enfermedad, el ensueño, la locura, la muerte toman la palabra; sus discursos vienen impregnados de más-allá. Hay seres ibsenianos en que corre la esencia de los siglos. Nos hallamos a muchos miles de leguas distantes de la literatura, esa agradable y alta rama de las Bellas Artes. Es un mundo distinto y misterioso, en que el pensador tiene la estatura de los arcángeles. Se siente, en lo obscuro vecino, una brisa que sopla de lo infinito, cuyo sordo oleaje oímos de tanto en tanto.
Su lenguaje está construído de lógica y animado de misterio. Es Ibsen, uno de los que más hondamente han escrutado el enigma de la psique humana. Se remonta a Dios. Parte la fuente de su pensar de la montaña de las ideas primordiales. Es el héroe moral. ¡Potente solitario! Sale de su torre de hielo para hacer su oficio de domador de razas, de regenerador de naciones, de salvador humano, su oficio, ay, ímprobo, porque cree que no será él quien verá el día de la transfiguración ansiada.
No os extrañéis de que sobre su obra titánica floten brumas misteriosas. Como en todos los espíritus soberanos, como en todos los jerarcas del pensamiento, su verbo se vela de humareda cual las fisuras de las solfataras y los cráteres de los volcanes.
Consagrado a su obra como a un sacerdocio, es el ejemplo más admirable que puede darse en la historia de la idea humana, de la unidad de la acción y del pensamiento.
Es el misionero formidable de una ideal religión, que predica con inaudito valor las verdades de su evangelio delante de las civilizadas flechas de los bárbaros blancos.
Si Ibsen no fuera un sublevado titán, sería un santo, puesto que la santidad es el genio en el carácter, el genio moral. Y ha sentido sobre su faz el soplo de lo desconocido, de lo arcano; a ese soplo ha obedecido su autoinvestigación en las tinieblas del propio abismo. Y va por la tierra en medio de los dolores de los hombres siendo el eco de todas las quejas. Los versos al cisne, recordados por Bigeon, cantan así: «Cisne cándido, siempre mudo, en calma siempre! Ni el dolor ni la alegría pueden turbar la serenidad de tu indiferencia; protector majestuoso del Elfo que se aduerme, tú te has deslizado sobre las aguas sin jamás producir un murmullo, sin jamás lanzar un cántico.
Todo lo que juntamos en nuestros pasos, juramentos de amor, miradas angustiosas, hipocresías, mentiras ¡qué te importaban! ¿Qué te importaban?
Y sin embargo, la mañana de tu muerte suspiraste tu agonía, murmuraste tu dolor...
¡Y eras un cisne!»
El olímpico pájaro de nieve cantado tan melancólicamente por el Poeta ártico—y que en su ciclo surgiera de manera tan mágica y armoniosa por obra del dios Wagner—es para Ibsen nuncio del ultraterrestre Enigma.
He ahí que la inviolada Desconocida aparecerá siempre envuelta en su impenetrable nube, fuerte y silenciosa; su fuerza, el fin de todas las fuerzas, y su silencio, la aleación de todas las armonías.
¿Cuál sería el poeta que apoyado en el muro kantiano ordenase con mayor soberanía el himno de la Voluntad? ¿Quién diría la voluntad del Mundo y el mundo de la Voluntad? Necesitaríase un Pitágoras moral. El Noruego ha comprendido esa armonía y sus cantos han sido seres vivos. Ha sido un intérprete de esa representación de Dios. Ha sido un incansable minador de prejuicios y ha ido a perseguir el mal en sus dos principales baluartes, la carne y el espíritu. La carne, que en su infierno contiene los indomables apetitos y las tormentosas consecuciones del placer, y el espíritu, que presa de vacilaciones o esclavo de la mentira o arrebatado del pecado luciferino, cae también en su infierno.
Autoridad, constitución social, convenciones de los hombres engañados o perversos, religiones amoldadas a usos viciados, injusticias de la ley y leyes de la injusticia; todo el viejo conjunto del organismo ciudadano; todo el aparato de cultura y de progreso de la colectividad moderna; toda la grande y monstruosa Jericó, oye sonar el desusado clarín del luminoso enemigo, pero sus muros no se conmueven, sus fábricas no caen. Por las ventanas y almenas adviértese cómo las caras rosadas de las mujeres que habitan la ciudad ríen y los hombres se encogen de hombros. Y el clarín enemigo suena contra los engaños sociales; contra los contrarios del ideal; contra los fariseos de la cosa pública; contra la burguesía, cuyo principal representante será siempre Pilatos; contra los jueces de la falsa justicia, los sacerdotes de los falsos sacerdocios; contra el capital cuyas monedas, si se rompiesen, como la hostia del cuento, derramarían sangre humana; contra la explotación de la miseria; contra los errores del estado; contra las ligas arraigadas desde siglos de ignominia para mal del hombre y aun en daño de la misma naturaleza; contra la imbécil canalla apedreadora de profetas y adoradora de abominables becerros; contra lo que ha deformado y empequeñecido el cerebro de la mujer, logrando convertirla, en el transcurso de un inmemorial tiempo de oprobio, en ser inferior y pasivo; contra las mordazas y grillos de los sexos; contra el comercio infame, la política fangosa y el pensamiento prostituído: así en «Los aparecidos», así en «Hedda Gabler», así en «El enemigo del pueblo», así en «Solness», así en «Las columnas de la sociedad», así en «Los pretendientes a la corona», así en «La Unión de los jóvenes», así en «El pequeño Eyolf».
El arcángel de la guarda del enorme Escandinavo tiene por nombre Sinceridad. Otros hay que le escoltan y se llaman Verdad, Nobleza, Bondad, Virtud. Suele también acompañarle el querubin Eironeia. Al final de las «Columnas de la sociedad», Lona proclama la grandeza de la Libertad y de la Sinceridad. Camille Mauclair decía al finalizar su conferencia sobre «Solness», cuando Lugne-Poe hacía a París el servicio que acaba de hacer a Buenos Aires Alfredo de Sanctis: «Seamos sinceros delante de nosotros mismos, cuidémonos del demonio tonto.» ¡Cuán elevado y provechoso consejo intelectual! Y Laurent Tailhade al predicar a su vez las excelencias de «El enemigo del pueblo», decía: «Si algo puede hacer perdonar al público de las primeras representaciones, mundanos y bolsistas, pilares de club y folicularios, bobos y snobs de todo pelaje, la asombrosa impericia que le distingue, el apetito monstruoso que muestra comunmente para toda especie de chaturas, es la acogida que ha hecho desde hace tres años a los dos genios, cuya amargura parece caber menos en lo que se llama tan justamente «el gusto francés»; me refiero a Ricardo Wagner y a Henrik Ibsen.» Si esto ha sido aplicado a París, pongan oído atento los centros pensantes de otras naciones. Surjan las excelencias del gusto nacional y asciéndase a las altas cimas de la Idea y del Arte; escúchese la doctrina de los señalados maestros conductores, exorcícese con ideal agua bendita al tonto demonio.
Ibsen no cree en el triunfo de su causa. Por eso la ironía le ha cincelado su especial sonrisa. ¿Pero quién podría afirmar que no pueden llegar todavía a ser dorados por el fulgor de la esperada aurora, los cabellos blancos e indomables de ese soberbio y hecatonquero Precursor del Porvenir?