FRA DOMENICO CAVALCA
NO tengo conocimiento de que se haya traducido a nuestra lengua ningún libro del «primitivo» Fra Domenico Cavalca, en cuyas obras en prosa y en verso brilla la luz sencilla y adorable, la expresión milagrosa de las pinturas de un Botticelli. Al menos, Estelrich, que es, en lo moderno, quien mejor se ha ocupado en su magnífica Antología, de las traducciones de obras italianas en idioma español, no cita en las noticias bibliográficas de su obra el nombre del fraile Cavalca, de cuyas producciones dice Manni, citado por Francisco Costero, hablando de las «Vite scelte dei santi padri», que son merecedoras de todo encomio, «non solamente pel fatto di nostra favella, ma exiandio per la materia stessa di erudizione, di buon costume, di ottimi esempli, di antichi riti e di profonda, sovrana dottrina fornita e ripiena»: Costero le coloca en el rango de primer prosista de su tiempo, apoyado en Barretti, y en la mayor parte de los críticos modernos.
Si la pintura «primitiva» ha dado vuelo a la inspiración de los prerrafaelitas, la poesía, la literatura trecentista y quatrocentista, resuena también en el laud de Dante Gabriel Rosseti, en la lira de Swinburne. En Francia ha inspirado a más de un poeta de las escuelas nuevas. Verlaine, Moreas, Vielli Griffin,—quien con su Oso y su Abadesa ha escrito una obra maestra,—son muestra de lo que afirmo. Ese mismo Laurent Tailhade, ese mismo poeta de las baladas anárquicas, ha escrito antes sus «Vitraux», en los cuales hallaréis oro y azul de misal viejo, sencillas pinceladas de Fra Angélico. Hay un tesoro inmenso de poesía en la gloriosa y pura falange de los místicos antiguos.
Cuando en nuestra Bolsa el oro se cotiza duramente, cuando no hay día en que no tengamos noticia de una explosión de dinamita de un escándalo financiero o de un baldón político, bueno será volar en espíritu a los tiempos pasados, a la Edad Media.
Le Moyen Age énorme et délicat...
He aquí a Cavalca, dulce y santo poeta que respiraba el aroma paradisíaco del milagro, que vivía en la atmósfera del prodigio, que estaba poseído del amor y de la fe en su Señor y rey Cristo. Antes que él, Fra Guittone d’Arezzo pedía en un célebre soneto a la Virgen, que le defendiese del amor terreno y le infundiese el divino; y el inmenso Dante, en medio de sus agitaciones de combatiente, ascendía por las graderías de oro de sus tercetos, al amor divino, conducido por el amor humano.
Eran los antiguos místicos prodigiosos de virtud; sus grandes almas parece que hubiesen tenido comunicación directa con lo sobrenatural; de modo que el milagro es para ellos simple y verdadero como la eclosión de una rosa o el amanecer del sol. ¡Y qué artistas, qué iluminadores! En la tela de la vida de un anacoreta, de un solitario, os bordan los paisajes más ideales, las flores más poéticamente sencillas que podáis imaginar. La caridad, la fe, la esperanza iluminan, perfuman, animan las obras. Es el tiempo del imperio de Cristo. Para aquellos corazones únicos, para aquellas mentes de excepción, la cruz se agiganta de tal manera que casi llena todo el cielo. El Padre mismo y la Paloma blanca del Espíritu están en el resplandor del Hijo. Y la Madre, la emperatriz María, pone con su sonrisa una aurora eterna en la maravilla del Empíreo.
La hagiografía fué en aquellos siglos ocupación de las mejores almas. Fra Domenico, si dejó escritos religiosos y teológicos, y vulgarizó más de una obra desconocida, si fué poeta en sus serventesios y laudes, lo que le ha señalado un puesto único en la literatura mística universal, son las «Vidas»; aunque ellas no sean originales sino arreglos y versiones. «Le Vite de Santi Padri» furono scritte parte de San Gerolamo, parte da Evagrio del Ponto e da Sant’ Atanasio, e Fra Domenico Cavalca le tradusse del latino», dice Costero. Pero hay tal encanto, tal ingenua gracia y tal animación en ese italiano antiguo; es tan nítido y suave el estilo de Fra Domenico, que la obra pasa a ser suya propia. No conozco las otras traducciones suyas de obras diversas, como el «Pangilingua» o «Suma de Vicios», de Guillermo de Francia, u otras de que habla Costero: Un diálogo y una epístola de San Gregorio, las «Ammonizione» de San Jerónimo a Santa Paula, un libro de Fra Simone de Cascia, el «Libro de Ruth», y «Tratado de Virtudes y Vicios.»
La musa de Cavalca, dice De Sanctis, es el amor. Respira, en efecto, amor todo aquello que brota de su pluma: el absoluto amor de Dios. La ternura rebosa en la vida de Santa Eugenia, que tanto entusiasmó a escritora como la Franceschi Ferrucci. En la de San Pablo, primer ermitaño, flota un ambiente de deliciosa fantasía. No creo equivocarme si digo que Anatole France ha leído a nuestro autor para escribir imitaciones tan preciosas como la «Leyenda» y «Celestín» de su «Etui de nacre.» Las creaciones del paganismo alternan con las figuras ascéticas. Pinturas hay de Fra Domenico que tienen toda la libertad de la inocencia, y que en boca de un autor moderno serían demasiado naturalistas. En la vida de San Pablo es donde se cuenta el caso de aquel mancebo que, tentado para pecar, por una «bellísima meretriz», sintiéndose ya próximo a faltar a la pureza, se cortó la lengua con los dientes y la arrojó sangrienta a la cara de la tentadora.
El viaje de San Antonio en busca de su hermano en Cristo, Pablo, que habitaba en el Yermo, es página curiosísima.
Allí es donde vemos afirmada la existencia real de los hipocentauros y de los faunos. El Santo peregrino encuentra a su paso un «mezzo uomo e mezzo cavallo», que conversa con él y le da la dirección que debe seguir para encontrar al eremita. Luego un sátiro, un «uomo piccolo, col naso ritorto e lungo, e con corna in fronte, e piedi quasi come di capra», le ofrece dátiles y le ruega que interceda por él y sus compañeros con el nuevo Dios, con el triunfante Cristo.
Para Fra Domenico, que era un digno poeta, la existencia de esos seres fabulosos es cosa indiscutible e indudable. Más aun, da en su apoyo citas históricas. «De estas cosas, dice, no hay que dudar, por creerlas increíbles o vanas; porque en tiempo del emperador Constantino, un semejante hombre vivo fué llevado a Alejandría, y después, cuando murió, su cuerpo fué conservado «(insalato)» para que el calor no le descompusiese, y llevado a Antioquía, al emperador, de lo cual casi todo el mundo puede dar testimonio.»
Pero nada como la odisea de los monjes Teófilo, Sergio y Elquino, cuando se propusieron, para edificación de la gente, narrar y escribir las admirables cosas que Dios les había hecho ver, en su viaje en busca del Paraíso terrenal. Esto se ve en la vida de San Macario. Habiendo renunciado al siglo, entraron a un monasterio de Mesopotamia de Siria, del cual era abad y rector Asclepione. El monasterio estaba situado entre el Eufrates y el Tigris. Teófilo un día en medio de una mística conversación, propuso a sus dos nombrados hermanos en Cristo ir en peregrinación por el mundo, «hasta llegar al lugar en que se junta el cielo con la tierra.» Partieron todos juntos, y la primera ciudad que encontraron después de muchos días de caminar fué Jerusalém, en donde adoraron la santa cruz y visitaron los lugares santos. Estuvieron en Belén, y en el monte de los Olivos. Después se dirigieron a Persia, el cual imperio recorrieron. Luego van a la India, y empiezan para ellos los encuentros raros, los peligros y las cosas extranaturales. Les rodean tres mil etiopes, en una casa deshabitada en la cual habían entrado a orar; les cercan de fuego, para quemarles vivos; oran ellos a Cristo; Cristo les salva; les encierran para darles muerte de hambre; Dios les saca libres y sanos. Pasan por montes obscuros, llenos de víboras y fieras. Caminan días enteros y pierden el rumbo. Un bellísimo ciervo llega de pronto y les sirve de guía. Vuelven a encontrarse solos, en un lugar lleno de tinieblas y de espantos: una paloma se les aparece y les conduce. Encuentran una tabla de mármol con una inscripción referente a Alejandro y a Darío. En la cual tabla miran escrita la dirección nueva que deben tomar. Cuarenta días más de peregrinación y caen rendidos de cansancio. Llaman a Dios, y adquieren nuevas fuerzas. Se levantan y ven un grandísimo lago lleno de serpientes que parecían arrojar fuego, «y oímos voces, dice la narración, salir estridentes de aquel lago, como de innumerables pueblos que gimiesen y aullasen.» Una voz del cielo les dijo que allí estaban los que negaron a Cristo.
Hallaron después a un hombre inmenso—una especie de Prometeo—encadenado a dos montes, y martirizado por el fuego. Su clamor doloroso «s’udiva bene quaranta miglia alla lunga...» Después en un lugar profundísimo, y horrible, y rocalloso y áspero—los adjetivos son del original—vieron una fea mujer desnuda a la cual apretaba un enorme dragón, y le mordía la lengua. Más adelante encuentran árboles semejantes a las higueras, llenos de pájaros que tenían voz humana y pedían perdón a Dios por sus pecados. Quisieron nuestros monjes saber qué era aquello, mas una voz celeste les reprendió: «Non ci conviene a voi conoscere li segreti giudici di Dio; andate alla vïa vostra.» Con esta franca indicación los buenos religiosos prosiguieron su camino. Hallan en seguida cuatro ancianos, hermosos y venerables, con coronas de oro y gemas, palmas de oro en las manos; ante ellos, fuego y espadas agudas. Temblaron los peregrinos; pero fueron confortados: «Seguid vuestro camino seguramente que nosotros estaremos en este lugar, por Dios, hasta el día del juicio.»
Anduvieron cuarenta días más, sin comer. Después viene la pintura de una visión semejante a las visiones, de los fuertes profetas—Ezequiel, Isaías—, pero en un lenguaje dulce y claro, de una transparencia cristalina. No es posible dar traducidas las excelencias originales. Dicen que, en su camino, escucharon como cantar la voz de un pueblo innumerable; y sintieron al mismo tiempo perfumes suavísimos, y una dulzura en el paladar como de miel.
Gozaban todos los sentidos santamente. Como en la bruma de un ensueño, vieron un templo de cristal, y un altar en medio, del cual brotaba una agua blanca como la leche, y alrededor hombres de aspecto santísimo que cantaban un canto celestial con admirable melodía. El templo, en su parte del mediodía, parecía de piedras preciosas; en su parte austral era color de sangre; en la del occidente, blanco como la nieve. Arriba estrellas, más radiantes que las que vemos en el cielo:—sol, árboles, frutas y flores y pájaros mejores que los nuestros; y este precioso detalle: «la terra medesima e dall’ uno lato bianca come neve e dall’ altro rosa.» No concluyen aquí las maravillas encontradas por estos divinos Marco Polos. Después de verse frente a frente con una tribu extrañísima—a la cual ponen en fuga de muy curiosa manera, gritando,—Dios calma sus hambres y sedes con hierbas que brotan de la tierra como cayó el maná bíblico del cielo.
Todo cubierto de cabellos blancos, «come l’uccello delle penne», aparece ante ellos el ermitaño San Macario. Si la blancura de sus cabellos ha sido comparada con la de la nieve, no obsta para compararla con la de la leche. El retrato del solitario: «Su faz parecía faz de ángel; y por la mucha vejez casi no se veían los ojos. Las uñas de los pies y de las manos cubrían todo el cuerpo; su voz era tan sutil y poca que apenas se oía, la piel del rostro casi como una piel seca.»
Así León Bloy dibujaría una de sus viñetas arcaicas, a imitación de los viejos maestros alemanes. Macario conversa con los peregrinos, después de reconocer en ellos a hijos y ministros de Dios, y les aconseja no proseguir en su intento de llegar al Paraíso.
El mismo ha querido hacer el viaje: lo ha hecho: ¡está tan cerca aquel lugar de delicias donde vivieron Adán y Eva! veinte millas, no más. Pero allá está el querubín con una espada de fuego en la mano, para guardar el árbol de la vida: sus pies parecen de hombre, su pecho de león, sus manos de cristal. Macario recomienda sus huéspedes a sus dos leones: «Hijitos míos, esos hermanos vienen del siglo a nosotros: cuidado con hacerles ningún mal.» Cenaron raíces y agua; durmieron. Al siguiente día ruegan a Macario que les narre su vida. Nuevos y mayores prodigios.
Macario, nacido en Roma, cuenta cómo dejó el lecho de sus nupcias, la propia noche de bodas, para consagrarse al servicio de Cristo.
Guías sobrenaturales, milagrosos senderos, hallazgos portentosos; todo eso hay en la vida del anciano. También él, perdido en el monte, tuvo por compañero a un onagro maravilloso, después de ser conducido por el arcángel Rafael; muéstrale el sendero que debe seguir luego un ciervo desmesurado; frente a frente con un dragón, el dragón le llama por su nombre y le conduce a su vez, mas ya transformado en un bellísimo joven. Halló una gruta y en ella dos leones, que desde entonces fueron sus compañeros. Esos dos leones escoltaron como pajes, un buen trecho, a los peregrinos, cuando se despidieron del santo eremita.
Al tratar de los demonios y sus costumbres, en las «Vidas», Fra Domenico es copioso en detalles. Deben haber consultado sus obras los Bodin, Gorres, Sinistrari, Lannes, Sprenger, Remigius, del Río, para escribir sus tratados demonológicos. En la vida de San Antonio Abad toma el Bajísimo formas diversas: ya es una mujer bellísima y provocativa; o un mozo horrible; o surge el diablo en forma de serpiente; y fieras, leones fantásticos, toros, lobos, basiliscos, escorpiones, leopardos y osos, que amenazan al solitario en una algarabía infernal. Después en otro capítulo, explícase cómo los demonios pueden venir en forma de ángeles luminosos, y parecer espíritus buenos. San Antonio cuenta de cuantas maneras se le aparecieron: en forma de caballeros armados, o de fieras o monstruos; de un gigante y de un santo monje. San Hilarión les oye llorar como niños, mugir como bueyes, gemir como mujeres, rugir como leones. San Abraham mira a Lucifer en su celda en medio de una maravillosa luz, o en forma de hombre furioso, de niño, de una agresiva multitud. A San Macario le tienta en figura de preciosa doncella, ricamente vestida. A San Patricio le arroja a un fuego demoníaco, del cual se libra por la oración. Pero casi siempre es en forma de mujer, o por medio de la mujer que Satán incita, pues según dice con justicia Bodin: «Satán par le moyen des femmes, attire les hommes a sa cordelle.» Y es probado.
Lo que se presenta con especial y primitiva gracia en las «Vite» son las adorables figuras de las santas. Semejan imágenes de altar bizantino, de vidrieras medioevales; la virgen Eufrasia; Eugenia, mártir; Eufrosina que vivió en un monasterio con hábito masculino, como murió Palagia; María Egipciaca, dulce pecadora que va a Dios y resplandece como una estrella en el cielo de la santidad; Reparada, que cambia en agua fría el plomo derretido y entra al horno ardiente y sale intacta.
Al acabar de leer la obra de Fra Domenico Cavalca siéntese la impresión de una blanda brisa llena de aromas paradisíacos y refrescantes. Hay algo de infantil que deleita y pone en los labios a veces una suave sonrisa.
Todas las literaturas europeas tienen esta clase de escritores—hagiógrafos o poetas,—por desgracia hoy demasiado olvidados e ignorados.—Raro es un Rémy de Gourmont que resucite y ponga en maravilloso marco las bellezas del latín místico de la Edad Media, por ejemplo. No son muchos—no digo entre nosotros; eso es claro—los que conocen joyeles como las «Secuencias» de santa Hildegarda, y otros tesoros de poesía mística antigua. Alemania posee el «Barlaam» y «Josaphat», el cántico de San Hannon, etcétera. Tieck intentó que la poesía alemana de su tiempo se abrevase en las límpidas aguas de Wackenroder y otros autores de su tiempo. Fué un precursor de Dante Gabriel Rossetti, del prerrafaelismo; y sufrió por sus intentos más de una picadura de las abejas de Heine.