AUGUSTO DE ARMAS
HACE algunos años un joven delicado, soñador, nervioso, que llevaba en su alma la irremediable y divina enfermedad de la poesía, llegó a París, como quien llega a un Oriente encantado. Dejaba su tierra de Cuba en donde había nacido de familia hidalga. Tenía por París esa pasión nostálgica que tantos hemos sentido, en todos los cuatro puntos del mundo; esa pasión que hizo dejar a Heine su Alemania, a Moreas su Grecia, a Parodi su Italia, a Stuart Merril su Nueva York. Hijo espiritual de Francia y desde sus primeros años dedicado al estudio de la lengua francesa, si llegó a escribir preciosos versos españoles, donde debía encontrar la expresión de su exquisito talento de artista, de su lirismo aristocrático y noble, fué en el teclado polífono y prestigioso de Banville.
¡Banville! Pocos días antes de morir aquel maestro maravilloso y encantador, recibió un libro de versos en cuya portada se leía: «Augusto de Armas—Rimes Byzantines.» Leyó las rimas cinceladas de Armas y entonces le escribió una carta llena de aliento y entusiasmo.
Theodore de Banville había escrito, a propósito de Wagner, estas palabras: «Le vrai, le seul, l’irrémisible défaut de son armure c’est qu’il a fait des vers français. L’homme de génie, qui doit tout savoir, doit savoir entre autres choses, que nul étranger ne fera jamais un vers français qui ait le sens commun. On t’en fricasse des filles commes nous! voilà ce que dit la Muse française á quiconque n’est pas de ce pays ci, et lorsqu’elle disait cela en se mettant les poings sur les hanches, Henri Heine, qui était un malin, l’a bien entendu.» Ciertamente, le escribió el gran poeta a Augusto de Armas,—he dicho eso; pero huélgome de confesar que vos sois la excepción de lo que afirmé.
Basta leer una sola de las poesías del refinado bizantino de Cuba, para reconocer que fué con justicia armado caballero de la musa francesa al golpe de la espada de oro de Banville. ¿Quién ha cantado en más ricos hemistiquios el oleaje sonoro de los alejandrinos? Como Carducci que lleno del fuego de su estro entona su cántico «¡Ave o Rima...!» como Sainte Beuve que a manera de Ronsard celebra ese mismo encanto musical de la consonancia, Augusto de Armas, con el más elevado deleite, alaba la forma del verso francés en que se han escrito tantas obras maestras y tantos tesoros literarios; alaba el instrumento que ha hecho resonar desde el «Poema de Alejandro» hasta las colosales harmonías de «La Leyenda de los siglos».
Su libro es labrado cofrecillo bizantino, lleno de joyas. Su verso es flor de Francia; su espíritu era completamente galo. Ha sido uno de los pocos extranjeros que hayan podido sembrar sus rosas en suelo francés, bajo el inmenso roble de Víctor Hugo. El abate Marchena no sé que haya hecho en francés nada como su curiosidad latina del falso Petronio; Menéndez Pelayo, pasmo de sabiduría, según se dice en España, dudo que se acomodase a las exigencias de las musas de Galia; Longfellow dejó muy medianejos ensayos, como su juguete «Chez Agassiz», Swinburne, que como Menéndez Pelayo versifica admirablemente en lenguas sabias, en sus versos franceses va como estrechado y sin la libertad y potencia de sus poesías en su lengua nativa. Lo mismo Dante Gabriel Rossetti.
Heine lo que escribió en francés fué prosa; lo propio Tourgueneff. Los casos que pueden citarse, semejantes al de Augusto de Armas, son el de su paisano José María de Heredia, que se ha colocado orgullosamente entre el esplendor de sus trofeos; el de Alejandro Parodi, que ha logrado hasta el laurel de las victorias teatrales: el de Jean Moreas, gran maestro de poesía; el de Stuart Merril, que sólo puede ser yankee porque como Poe nació en ese país que Peladan tiene razón en llamar de Calibanes; el de Eduardo Cornelio Price, distinguido antillano, el de García Mansilla, poeta y diplomático argentino que escribe envuelto en el perfume del jardín de Coppée. Pero José María de Heredia llegó a París muy joven, y apenas si tiene de americano el color y la vida que en sus sonetos surgen, de nuestros ponientes sangrientos, nuestras fuertes savias y nuestros calores tórridos. Heredia se ha educado en Francia; su lengua es la francesa más que la castellana. Parodi, por una prodigiosa asimilación, pertenece al Parnaso francés; Moreas llegó de Atenas, histórica hermana de París; Stuart Merrill, como Poe, brota de una tierra férrea, en un medio de materialidad y de cifra, y es un verdadero mirlo blanco; formando Poe, el pintor misterioso y él, la trinidad azul de la nación del honorable presidente Washington; Price, no pasa de lo mediano; y García Mansilla, me figuro, que a pesar de sus preciosas producciones, y con todo y creerle dominador de la rima francesa y poeta y refinado artista, me figuro, digo, que debe de ser un cultivador elegante de la poesía, un trovero gran señor que ritma y rima para solaz de los salones, versos que deben ser impresos en ediciones ricas y celebrados por lindas bocas en las bellas veladas de la diplomacia.
Augusto de Armas representaba una de las grandes manifestaciones de la unidad y de la fuerza del alma latina, cuyo centro y foco es hoy la luminosa Francia. El, que había nacido animado por la fiebre santa del arte, llevó al suelo francés la representación de nuestras energías espirituales, y Bánville pudo reconocer que el laurel francés, honra y gloria de nuestra gran raza, podía tener quien regase su tronco con agua de fuente americana, y que un americano de sangre latina podía ceñirse una corona hecha de ramas cortadas en el divino bosque de Ronsard.
¿Pero el soñador no sabía acaso que París, que es la cumbre, y el canto, y el lauro, y el triunfo de la aurora, es también el maelstrom y la gehenna? ¿No sabía que, semejante a la reina ardiente y cruel de la historia, da a gozar de su belleza a sus amantes y en seguida los hace arrojar en la sombra y en la muerte? ¡Pobre Augusto de Armas! Delicado como una mujer, sensitivo, iluso, vivía la vida parisiense de la lucha diaria, viendo a cada paso el miraje de la victoria y no abandonado nunca de la bondadosa esperanza. Entre los grandes maestros, encontró consejos, cariño, amistad. Dios pague a Sully Prudhomme, al venerable Leconte de Lisle, a Mendés y a José María de Heredia, los momentos dichosos que podían dar al joven americano, alimentando su sueño, su noble ilusión de poeta. Y también a los que fueron generosos y llevaron a la cama del hospital en que sufría el pálido bizantino de larga cabellera, el consuelo material y la eficaz ayuda. Entre estos diré dos nombres para que ellos sean estimados por la juventud de América: es el uno Domingo Estrada, el brillante traductor de Poe, y el otro M. Aurelio Soto, expresidente de la república de Honduras.