Blog de Carlos López Mendoza

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Los raros - Eugenio de Castro

EUGENIO DE CASTRO

(Conferencia leída en el Ateneo de Buenos Aires).

SEÑOR presidente, señoras, señores: Os saludo al comenzar esta conferencia sobre el poeta Eugenio de Castro y la literatura portuguesa. Es el asunto para mí gratísimo. Mi deseo es que al acabar de escuchar mis palabras llevéis con vosotros el encanto de un nuevo y peregrino conocimiento: el del joven ilustre que hoy representa una de las más brillantes fases del renacimiento latino, y que, como su hermano de Italia—el Ermete maravilloso—se mantiene en la consagración de su ideal «en la sede del arte severo y del silencio», allá en la noble y docta ciudad de Coimbra. Este nombre os despierta, desde luego, el recuerdo de una antigua vida escolar, los estudiantes tradicionales, la Fuente de los Amores, el Mondego, celebrado en los versos, y la figura dulce y trágica de aquella adorable señora que tuvo el mismo apellido que nuestro poeta: Inés de Castro, tan bella cuanto sin ventura. Es en aquella ciudad universitaria en donde ha surgido el admirable lírico que había de representar, el primero, a la raza ibérica, en el movimiento intelectual contemporáneo, que ha dado al arte espacios nuevos, fuerzas nuevas y nuevas glorias. Vogüe, que antes mirara el vuelo simbólico de las cigüeñas, anunciaba, no hace mucho tiempo, a propósito de la obra de Gabriele D’Annunzio, una resurrección del espíritu latino. Las harpas y las flautas sonaban del lado de Italia. Hoy la armonía se oye del lado de Iberia. Ya es un conjunto de músicas orientales; ya un son melodioso de siringa, semejante a los que la muerte ha venido a suspender en los labios del divino Panida de Francia, Paúl Verlaine; ya un heráldico trueno de trompetas de plata, que avisa el paso de una caravana salomónica. ¿Conocéis al prestigioso Gama que corona Camöens de esplendorosas gemas poéticas en los triunfos de sus «Lusiadas»? Es el viajero casi mitológico que vuelve de los países recónditos a donde su valor y su sed de cosas desconocidas le han llevado. A semejanza de aquellos antiguos atrevidos navegantes portugueses que iban a las playas distantes de las tierras asiáticas y africanas en busca de tesoros prodigiosos y volvían con las perlas arábigas, los diamantes de Golconda, las resinas y aromas y ámbares recogidos en los misteriosos continentes y en los hechiceros archipiélagos, trayendo al propio tiempo la impresión de sus visiones en la realidad de las leyendas, en las visitas a islas raras y penínsulas de encantamiento, Eugenio de Castro, bizarro y mágico Vasco de Gama de la lira, vuelve de sus incursiones a un Oriente de ensueño, de sus expediciones a los fantásticos imperios, a países del pasado, lleno de riquezas, dueño de raras piedras preciosas, conquistador y argonauta, vestido de suntuosos paramentos e impregnado de exóticos perfumes.

Señores: Mientras nuestra amada y desgraciada madre patria, España, parece sufrir la hostilidad de una suerte enemiga, encerrada en la muralla de su tradición, aislada por su propio carácter, sin que penetre hasta ella la oleada de la evolución mental de estos últimos tiempos, el vecino reino fraternal manifiesta una súbita energía; el alma portuguesa llama la atención del mundo, la patria portuguesa encuentra en el extranjero lenguas que la celebran y la levantan, la sangre de Lusitania florece en harmoniosas flores de arte y de vida: nosotros, latinos, hispano-americanos, debemos mirar con orgullo las manifestaciones vitales de ese pueblo y sentir como propias las victorias que consigue en honor de nuestra raza.

Es digno de todas nuestras simpatías ese bello y glorioso país de guerreros, de descubridores y de poetas. Una de las más gratas impresiones de mi vida ha sido la que produjo esa tierra en que florerecen los naranjos. Lisboa, hermosa y real, frente a su soberbia bahía, un cielo generoso de luz, una tierra perfumada de jardines, una delicia natural esparcida en el ambiente, una fascinación amorosa que invita a la vida, altivez nativa, nobleza ingénita en sus caballeros, y en sus damas una distinción gentilicia como corona de la belleza. Y consideraba al hollar aquella tierra, las proezas de tantos hijos suyos famosos, Magallanes cuyo nombre quedó para los siglos en el extremo sur argentino, Alburquerque, el que fué a la lejana Goa, Bartolomé Díaz y la figura dominante, aureolada de fuegos épicos, del gran Vasco.

Y evocaba la obra de la lira, los ingenuos balbuceos en la corte de Alfonso Henriquez, en donde la linda Doña Violante, antojábaseme harto cruel, con el pobre Egas Moniz, agonizante de amor, por aquel «corpo d’oiro»; los trovadores, formando sus ramilletes de serranillas; Don Diniz, el rey poeta y sapiente, semejante a Alfonso de España, y a quien Camoëns compara con el grande Alejandro:

Eis depois vem Dinis, que bem parece

Do bravo Afonso estirpe nobre e dina,

Com quem a fama grande se escurece

Da liberalidade Alexandrina.

Com este o Reino próspero florece

(Alcançada já a paz áurea divina)

Em constituições, leis e costumes,

Na terra já tranquila claros lumes.

Fez primeiro em Coimbra exercitar-se

O valeroso officio de Minerva;

E de Helicona as Musas fez passar-se

A pizar do Mondego a fertil herva.

Quanto pode de Athenas desejar-se,

Tudo o soberbo Apollo aqui reserva:

Aqui as capellas dá tecidas de ouro,

Do bacharo e do sempre verde louro.

«Y después viene Dionisio, que bien parece del bravo Alfonso estirpe noble y digna; por quien la fama grande se obscurece de la liberalidad Alejandrina: Con éste el reino próspero florece (ya alcanzada la áurea paz divina) en constituciones, leyes y costumbres, e iluminan claras luces la ya tranquila tierra. Hizo primero en Coimbra que se ejercitase el valeroso oficio de Minerva; y las musas del Helicón por él fueron a pisar la fértil hierba del Mondego. Cuanto puede de Atenas desearse, todo el soberbio Apolo aquí reserva: Aquí da las coronas tejidas de oro y de siempre verde laurel». Y luego los romanceros, el «Amadís» que despierta el «Quijote»; Mascías que muere por el amor, y tanto porta-lira que en tiempos propicios a las Musas las glorificaron en el suelo lusitano.

No había llegado aún a mis oídos el nombre de Eugenio de Castro, ni a mi mente el resplandor de su arte aristocrático. La literatura portuguesa ha sido hasta hace poco tiempo escasamente conocida. Existe cerca de nosotros un gran país, hijo de Portugal, cuyas manifestaciones espirituales son en el resto del continente completamente ignoradas; y hay, señores, en Portugal, y hay en el Brasil una literatura digna de la universal atención y del estudio de los hombres de pensamiento y de arte. En nuestra América española, el conocimiento de la literatura de lengua portuguesa se reduce al escaso número de los que han leído a Camoëns, la mayor parte en malas traducciones y vaya por lo antiguo. En cuanto a lo moderno, se sabe que ha existido un Herculano gracias a los versos de Núñez de Arce, y un Eça de Queiroz, por un «Primo-Basilio», que ha esparcido a los cuatro vientos, en castellano, una feroz casa editora peninsular.

No era poco el triste asombro del eminente Pinheiro Chagas, cuando en Madrid en la hospitalaria casa del conde de Peralta oía de mis labios la lamentación de semejante indiferencia. ¡Pero qué mucho, si en España misma, a pesar del esfuerzo de propagandistas como la Pardo Bazán y Sánchez Moguel, el alma lusitana es tanto o más desconocida que entre nosotros! Y de Gil Vicente a nuestros días, hay un teatro vario y rico. De Sa de Miranda y Camoëns, a João de Deus, el camino lírico está lleno de arcos triunfales. De Duharte Galvao a Alejandro Herculano la historia levanta monumentales y fuertes construcciones; la filosofía y la filología y la erudición están representadas por más de un nombre ilustre en los anales de la civilización humana; su lengua, que ha pasado por evoluciones distintas, ha llegado a ser en manos de Eugenio de Castro y de sus seguidores, el armonioso instrumento que nos da esas puras joyas del arte moderno, como «Sagramor» y «Belkiss».

Este siglo tuvo mal comienzo para el pensamiento portugués. Sus alas no se abrieron en el aire angustioso que esparciera la tempestad napoleónica. ¿Qué figuras vemos aparecer en esa agitada época? Una especie de Quintana, José Agustín de Macedo, que sopla su hueca trompa; una especie de Ponsard, Aguiar Leitao, que se pavonea entre la pobreza y sequedad de sus tragedias; y el curioso y desjuicido José Daniel, que a falta de Terencio y Plauto, se iba solo, por una senda poco envidiable. Manuel de Nascimiento, arrojado por una tormenta política, estaba en París. El obispo Lobo, a quien se ha comparado con de Maistre, señala el principio de una nueva era. Almeida Garret, que como Nascimiento había ido a París y había sido ungido por Hugo, llevó a su país la iniciación romántica. Eugenio de Castro reconoce en uno de sus escritos, cómo el fondo del alma portuguesa está impregnado de melancolía. Ciertamente, ese pueblo viril siente de modo hondo y particular el soplo de la tristeza. Los portugueses tienen esa palabra que indica una enfermiza y especial nostalgia, un sentimiento único, lleno de la más melancólica dulzura: «saudade.» Tal sentimiento forma gran parte del espíritu de la poesía de Almeida Garret, que había llevado su barca sobre las mansas y sonoras olas del lago lamartiniano. El es uno de los precursores del nuevo movimiento. El marca un nuevo rumbo a la generación literaria, afianzando en un sólido fundamento clásico, pero con largas vistas hacia el futuro. El prefacio de «Doña Branca», que Loiseau parangona con el de «Cronwell», fué un manifiesto que señaló definitivamente la renovación. El sentimentalismo de los románticos y las caballerescas aventuras están de triunfo. Doña Branca está en el castillo morisco con una hada, y Adozinda, pura como un lirio de nieve, es perseguida, cual la memorable italiana, por el incestuoso fuego paternal. Almeida Garret—sin que intente defender la perfección de su obra—ha quedado como uno de los grandes románticos, que a comienzos de esta centuria han iniciado una revolución en formas e ideas en el arte de escribir. Antonio Feliciano de Castilho se presenta, «enfant sublime», con su áulico «Epicedion» a los quince años; su obra posterior, si es de un romántico declarado, como que procede inmediatamente de Nascimiento, arranca en su fondo de antiguas fuentes clásicas, a punto de que se haya nombrado a propósito de su «Primavera», a Safo, Anacreonte y Ovidio. Y se yergue luego, altiva y majestuosa, la talla de quien, cuando cayó en la tumba, hizo brotar de la más bien templada lira castellana un célebre canto fúnebre: comprenderéis que me refiero a Alejandro Herculano. El gran historiador fué asimismo aficionado a las musas. Cuando vayáis por su jardín lírico, no dejéis de observar que por ahí ha pasado el Lamartine de las «Meditaciones.» Pero era un vigoroso, era un fuerte, y en la piedra fina y duradera de su prosa, supo construir más de un soberbio monumento. Si sus novelas y los que podíamos llamar con Galdós, episodios nacionales, son de notable valer, su fama se sienta sobre el pedestal de su obra histórica, al cual su violento liberalismo no alcanzó a producir raja alguna. Castello Branco dejó una producción copiosísima en donde se pueden encontrar algunos granos de oro. Nos hallamos en pleno período contemporáneo. La voz de Pinheiro Chagas resuena. Magalhaes Lima va agitar a París la bandera portuguesa; brillan los nombres de Casal Ribeiro, Machado, Oliveira Martins y tantos otros, entre los cuales despide excepcional luz el del noble y egregio Teófilo Braga. Conocemos algunas poesías de Antero de Quental. Doña Emilia nos informa desde Madrid, de cuando en cuando, que existen tales o cuales liras lusitanas.

Leopoldo Díaz, hábil husmeador de elegantes novedades, nos traduce una que otra poesía portuguesa; nos comienzan a llegar los ecos de un renacimiento en las letras brasileras y en notables revistas jóvenes; y de pronto un clamor doloroso nos anuncia al mismo tiempo que la muerte de Verlaine, la del gran poeta João de Deus.

El viejo João de Deus, «el poeta del amor», a quien Louis Pitate de Brinn Gaubast no ha vacilado en llamar «un Verlaine—con la pureza de un Lamartine», fué también un precursor de los artistas exquisitos que hoy han colocado a tan gran altura las letras portuguesas. Como en España, como entre nosotros, la exageración romántica, el lacrimoso, falso y grotesco lirismo personal que tuvo la fecundidad de una epidemia, halló en Portugal su falange en los seguidores de Palmeirim y João de Lemos.

Contra esos se opuso João de Deus, ayudado por el triste y malogrado Soares de Passos, que iniciaron algo semejante a la labor parnasiana de Francia, pero poniendo en el fondo del vaso buen vino de emoción. La obra de João de Deus, condénsala en pocas palabras Teófilo Braga: «volvió a la elocución más ideal por la naturalidad; dió al verso la armonía indefectible por la concordancia de los acentos métricos con la acentuación de las palabras; hizo de la rima una sorpresa y al mismo tiempo un colorido vivo; combinó nuevas formas estróficas, renovando también el soneto y el terceto camonianos, con un tinte de gracia de los modismos populares. En la fábula de la «Cabra» o «Carneiro e o Cebado,» resolvió magistralmente el problema presentido por los llamados nephelibatas, de la remodelación de la estructura del verso; encontró que el verso puede quebrarse en los hemistiquios más caprichosos, y aun sin sílabas definidas, pero siempre cayendo dentro de la armonía fundamental y orgánica del verso tal como el oído romántico lo estableció. La perfección de la forma no bastaba para que João de Deus ejerciese un influjo inmediato; sería admirado como artista, pero no tendría el invencible poder de sugestión en los espíritus. Además de esa perfección parnasista, sus versos expresan estados de alma, la pasión íntima, vaga y casi timorata de los antiguos trovadores; aspiraciones indefinidas, como las de los neoplatónicos o petrarquistas del Renacimiento; la unción mística, como la de los versos de los poetas extáticos españoles; y, finalmente, la sátira mordiente, como la de los «goliardos» y estudiantes de la tuna de las universidades medioevales, cuyo espíritu se advierte en las estrofas de «Dinheiro,» la «Lata» y la «Marmelada». La impresión que produjo cuando la poesía caía desacreditada por las exageraciones ultra románticas, fué grande, se hizo sentir en una rápida transformación de gusto y esmero en los nuevos poetas. Con verdad y justicia, João de Deus fué proclamado el maestro de todos nosotros.»

Muerto ese maestro ilustre, a quien con tanto amor celebra Teófilo Braga, y cuyos despojos se habían cubierto de blancas rosas frescas y de laureles, un joven le despide con un saludo glorioso, como se saluda a un pabellón, en el instituto de Coimbra. Ese joven era el mismo que enviara al féretro del consagrado cantor de amores, una corona de violetas y crisantemos, con esta leyenda: «A João de Deus, Eugenio de Castro.» Le despide con nobleza y orgullo principales, salvando la esencia lírica del maestro. Su ofrenda fué la presentación verdadera de la obra de João de Deus, libre de las tachas y aglomeraciones perturbadoras que impone la crítica indocta y fácil en la incompetencia de sus admiraciones. Lamentó con una honda voz de artista puro, la belleza poluta por la brutalidad de la moderna vida, por las bajas conquistas de interés y de la utilidad. «El americanismo reina absolutamente: destruye las catedrales para levantar almacenes: derrumba palacios para alzar chimeneas, no siendo de extrañar que transforme brevemente el monasterio de Batalha en fábrica de conservas o tejidos, y los Jerónimos en depósito de carbón de piedra o en club democrático, como ya transformó en cuartel el monumental convento de Mafra. Las multitudes triunfantes aclaman al progreso; Edison es el nuevo Mesías; las Bolsas son los nuevos templos. El humo de las fábricas ya obscurece el aire; en breve dejaremos de ver el cielo!» Tal es la queja; es la misma de Huysman en Francia, la queja de todos los artistas, amigos del alma; y considerad si se podría lanzar con justicia ese Clamor de Coimbra, en este gran Buenos Aires que con los ojos fijos en los Estados Unidos, al llegar a igualar a Nueva York, podrá levantar un gigantesco Sarmiento de bronce, como la libertad de Bartholdi, la frente vuelta hacia el país de los ferrocarriles.

Ese artista que de tal manera exclama «¡en breve dejaremos de ver el cielo!», es uno de los más exquisitos con que hoy cuenta la moderna literatura europea, o mejor dicho, la moderna literatura cosmopolita. Pues existe hoy ese grupo de pensadores y de hombres de arte que en distintos climas y bajo distintos cielos van guiados por una misma estrella a la morada de su ideal; que trabajan mudos y alentados por una misma misteriosa y potente voz, en lenguas distintas, con un impulso único. ¿Simbolistas? ¿Decadentes? Oh, ya ha pasado el tiempo, felizmente, de la lucha por sutiles clasificaciones. Artistas, nada más, artistas a quienes distingue principalmente la consagración exclusiva a su religión mental, y el padecer la persecución de los Domicianos del utilitarismo; la aristocracia de su obra, que aleja a los espíritus superficiales, o esclavos de límites y reglamentos fijos. Entre las acusaciones que han padecido, ha sido la de la obscuridad. Se les adjudicó el imperio de las tinieblas. Las gentes que se nutren en los periódicos les declararon incomprensibles. En los países del sol, se dijo: «son cosas de los países del Norte. Esos hombres trabajan en las nieblas; sigamos nuestras tradiciones de claridad.» Y resulta por fin, que la luz también pertenece a esos hombres, y que los palacios sospechosos de encantamiento que se divisaban entre las brumas de Escandinavia y en tierras donde sueñan seres de cabellos dorados y ojos azules, alzan también sus cúpulas entre las fragancias y esplendores del mediodía, y en tierras en que los divinos sueños y las prodigiosas visiones penetran también por las pupilas negras.

En los tiempos que corren, dice de Castro, el diletantismo literario, ese joyero de piedras falsas, dejó de ser un monopolio de los burgueses, ha pasado hasta las más bajas clases populares. Cuando las otras ocupaciones intelectuales, la filosofía y el derecho, las matemáticas y la química, por ejemplo, son respetadas por el vulgo, no hay por ahí «boni frate» que no se juzgue con derecho de invadir el campo literario, exponiendo opiniones, distribuyendo diplomas de valer o de mediocridad.

Lo cierto es, sin embargo, que la literatura es sólo para los literatos, como las matemáticas son sólo para los matemáticos y la química para los químicos. Así como en religión sólo valen las fes puras, en arte sólo valen las opiniones de conciencia, y para tener una concienzuda opinión artística, es necesario ser un artista.

¿Ha tenido que luchar Eugenio de Castro? Indudablemente, sí. No conozco los detalles de su campaña intelectual; pero no impunemente se llega a tan justa gloria a su edad, ni se producen tan admirables poemas. La gloria suya, la que debe satisfacer su alma de excepción, no es por cierto la ciega y panúrgica fama popular, tan lisonjera con las medianías; es la gloria de ser comprendido por aquellos que pueden comprenderle; es la gloria en la comunidad de los «aristos.» Su nombre no resuena sino desde hace poco tiempo en el mundo de los nuevos. Su «Oaristos» apareció hace apenas seis años. Después se sucedieron «Horas,» «Sylva,» «Interlunios.» No he leído sus obras sino después que conocí al poeta por la crítica de Italia y Francia. Abonado por Remy de Gourmont y Vittorio Pica, encontró abiertas de par en par las puertas de mi espíritu. Leí sus versos. Desde el primer momento reconocí su iniciación en el nuevo sacerdocio estético y la influencia de maestros como Verlaine. Y en veces su voz era tan semejante a la voz verleniana, que junté en mi imaginación el recuerdo de de Castro, al del amado y malogrado Julián del Casal, un cubano que era por cierto el hijo espiritual de «Pauvre Lelian». Eran versos de la carne y versos del alma, versos caldeados de pasión, o de fe; ya reflejos de la roja hoguera swinborniana o de los incensarios y cirios de «Sagesse.»

Oid:

«Tu frialdad acrece mi deseo: cierro los ojos para olvidarte, y cuanto más procuro no verte, cuanto más cierro los ojos, más te veo.

Humildemente tras de ti sigo, humildemente, sin convencerte, cuanto siento por mí crecer el gélido cortejo de tus desdenes.

Sé que jamás te poseeré, sé que «otro» feliz venturoso como un rey abrazará tu virginal cuerpo en flor.

Mi corazón entretanto no se detiene: aman a medias los que aman con esperanza—: amar sin esperanza es el verdadero amor.»

Ya en «Horas» el tono cambia.

«No perpetuemos el dolor, seamos castos de una castidad elevada. Tú como Inés, la santa de los tupidos cabellos, yo como el purísimo San Luis Gonzaga.

¡La Pureza conviene a almas como las nuestras, las mucosas tientan solamente a las almas vulgares, la sonrisa con que me encantas sea rosa mística! y sean las miradas tuyas el argentino «pax tecum».

No son ya tus gráciles gracias de doncella las que me cautivan. Del Arcángel la espada reluciente decapitó a la Lujuria que hiere y que hiela: lo que adoro es tu corazón.»

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Después llegó a mis manos, en el «Mercure de France», un poema simbólico y extraño, de un sentimiento profundamente pagano, hondo y audaz. «Sagramor» y «Belkiss» me hechizaron luego.

«Sagramor» comienza en prosa, en la prosa musical y artística de de Castro. Sagramor es un pastor al principio. Luego, caballero, recorrerá todas las cimas de la vida, en busca de la felicidad. Goza del amor, de las grandezas mundanas, de la variedad de paisajes y cielos, de las victorias de la fama: Como un eco del Eclesiastés debía repetirle a cada instante la vanidad de las cosas humanas. ¿Qué le consolará de la desesperanza, cuando ha hallado polvo y ceniza? Ni la ciencia, ni la luz del creyente, ni la voz de la triste Naturaleza. Hay una virgen fiel que podría salvarle y acogerle: la Muerte; pero la Muerte no le abre sus brazos. A través de soberbios episodios, en mágicos versos, desfila una sucesión de visiones y de símbolos que va a parar al obscuro reino de la invencible Desilusión, a la fatal miseria del Tedio. En lo más amargo del desencanto, Sagramor quiere consolarse con el recuerdo de su primera y dulce pasión, Cecilia, que apenas surge un instante, «creatura bella bianco vestita», y desaparece. Oid las voces que llegan de tanto en tanto, a invitarle al goce de la existencia:

PRIMERA VOZ

O viandante que estáis llorando, ¿por qué lloras? Ven conmigo; reiremos cantando las horas. ¡Ven, no tardes; yo soy el Amor; quiero dar alas a tus deseos! ¡De lindas bocas, copas en flor, beberás dulces, suaves besos!

SAGRAMOR

¿Besos...? Los besos, hojas vertiginosas, son venenos. Deshojan rosas sobre las bocas, pero abren llagas en el corazón...

SEGUNDA VOZ

He aquí oro, llénate de oro, toma, no llores... Con los ducados de este tesoro, tendrás palacios, gemas y flores... Mira, ve cuán rubio es el oro y cómo resplandece...

SAGRAMOR

¿Oro...? ¿y para qué? La Felicidad no la vende nadie.

TERCERA VOZ

¿Por qué lanzas tan lamentables quejas, con tan tétrico y angustioso tono? ¡Viajemos! gozaremos bellos días...

SAGRAMOR

El mundo es pequeño. Lo he recorrido ya todo.

CUARTA VOZ

Soy la Gloria, alegre genio de un radioso país solar... ¡Tú serás el mayor poeta del mundo!

SAGRAMOR

Dicen que el mundo está para concluir...

QUINTA VOZ

Serás un sabio: desde mi albergue verás pronto aclarado todo.

SAGRAMOR

Si hubiera conservado mi ignorancia, no me habría sentido tan desventurado...

SEXTA VOZ

Yo soy la muerte victoriosa, madre del misterio, madre del secreto...

SAGRAMOR

¡Oh, no me toques! ¡Vete! ¡Tengo miedo de ti!

SÉPTIMA VOZ

¡Yo soy la vida! Ya que el morir te da miedo, te daré mil años.

SAGRAMOR

¡No, Dios mío! ¡No he sufrido ya tantos atroces desengaños!

MUCHAS VOCES

¿Quieres los más raros, los más dulces placeres? ¿Quieres ser estrella, quieres ser rey? Responde. ¿Qué quieres?

SAGRAMOR

No sé... No sé...

Un delicado poema suyo:—«La Monja y el Ruiseñor», que dedicó a su amigo el conde Robert de Montesquiou-Fezensac,—otro exquisito de Francia. Os traduciré fielmente esos preciosos versos.

De los argentinos plátanos a la sombra

La linda monja, que antes fuera princesa,

Deja vagar sus ojos por el paisaje...

Vese el monasterio, a lo lejos, entre las hojas...

Allá, en un balcón que domina las aguas,

Las otras monjas ríen, contemplando

El polífono mar, tan agitado,

Que de las olas los límpidos aljófares

Sobre la tela de los hábitos cintilan,

Dando a aquellas pobrecillas el aspecto

De reinas que se divierten en una boda.

La princesa real, que se hizo monja,

Que una corona trocó por cilicios,

Y las fiestas por la dulce paz del claustro,

Lejos de las compañeras sonrientes

Jamás a las diversiones de ellas se junta.

Cuando no duerme o reza, su vida

Es vagar por el encierro,

Tan ajena a sí misma, tan suspensa

Cual si las nieblas de un sueño atravesase...

La monja piensa...

Un día, siendo novicia,

Al despertar, sus claros ojos vieron

Cerca de sí un ruiseñor dulcísimo

Que le dijo:

«Soy yo, el alma tuya,

Que esta forma tomé, para, volando,

Recorrer distantes, luminosos países,

Cuyos prodigios mil y mil encantos

Vendré a contarte en las serenas noches...»

Entonces, el ruiseñor batió las alas;

Pero nunca más volvió a su dueña

Que por volverle a ver se desespera,

Sufriendo tanto que llorosa juzga

Haber tenido quizá dos almas,

Porque, huyendo la una, no sentiría

Tales penas, si no le quedase otra.

Apágase el día...

He aquí que al nacer la luna

Entre las aves que vuelven a sus nidos

A la esbelta monja se acerca un ruiseñor

Mirándola y remirándola, hasta que rompe

En un argentino cantar:

«¿No me conoces?

Soy yo, tu alma... ten paciencia

Si de ti me he apartado por tanto tiempo.

¡Ah! Pero tú no calculas, amiga mía,

Cuán lindas cosas he visto, qué lindas cosas

Traigo que contarte...»

La paz de la noche

Se aterciopela por los tranquilos prados;

Y entonces la monja que en transporte lánguido

Parece oir allí celestes coros,

A la linda monja cuyos ojos mansos

Se van cerrando en mística voluptuosidad,

El airoso ruiseñor cuenta los viajes

Que hizo por las estrellas diamantinas...

¡Oh! ¡qué dulce cantar! Cantar tan lindo

Que el sol nació, subió, y en fin hundióse,

Sin que la monja en su curso reparase

Toda abstraída al oir el divino canto...

¡Y el canto no termina! Y la luna blanca

De nuevo surge en el aire, de nuevo expira,

Nuevamente el sol brilla y palidece,

Y siempre el canto encanta a la monja.

El canto celestial la va llevando

Por divinos jardines maravillosos

Donde los pálidos ángeles sonrientes,

Con aéreos vestidos de perfumes,

Andan curando heridas mariposas.

Llévala el canto por la vía láctea,

Donde hay floresta, blancas, todas blancas,

Y donde en lagos de leche pasan cisnes

Arrastrando de los serafines extáticos

Las barcas de cristal llenas de lirios...

¡Y el ruiseñor no cesa! Cuenta, cuenta

Maravillas, prodigios, esplendores...

Y la linda monja, al oirlo, sueña, sueña...

Sin comer ni dormir, días y días...

Muere por fin el otoño, llega el invierno,

Cae nieve, el frío corta, mas la monja

Sólo oye al ruiseñor... y nada siente...

Muere el invierno, llega la primavera,

Retorna el verano y pasan meses,

Pasan años, ciclones, tempestades,

¡Y el ruiseñor no cesa! cuenta... canta...

Y la linda monja al oirlo, sueña, sueña...

¡Oh, qué delicia aquella! ¡Qué delicia!

De sus compañeras queda apenas

El frío polvo en las frías sepulturas,

Y el fuego destruyó todo el convento

—¡Y sin embargo, la monja no sabe nada!

Oyendo al ruiseñor no vió el incendio

Ni los dobles oyó que anunciaran

De las otras monjas la distante muerte...

Nuevos años se extinguen...

Una guerra

Tuvo lugar allí, muy cerca de ella,

Que nada oyó ni vió, escuchando el canto:

Ni el funesto estridor de las granadas,

Ni los suspiros vanos de los moribundos,

Ni la sangre que a sus pies iba corriendo...

¡Un día, al fin, el ruiseñor se calló!

De los argentinos plátanos a la sombra

La monja despertó, suavemente

Y murió, como un niño que se duerme,

Mientras el ruiseñor volaba, ledo,

Para el país que tanto le deslumbrara...

El ruiseñor había cantado trescientos años...

Si no habéis podido juzgar de la melodía original del verso, de seguro os habrá complacido esa deliciosa fábula. Si os fijáis bien, podréis encontrar que ese ruiseñor es hermano de aquel que oyó el monje de la leyenda; pero confesaréis que ambos pájaros paradisíacos cantan unánimes con igual divina gracia.

Y he aquí que llegamos a la obra principal de Eugenio de Castro, «Belkiss», traducida ya a varios idiomas y celebrada como una verdadera obra maestra.

Léese en el «Libro de los Reyes», en la parte del reinado de Salomón: «Et ingressa Jerusalem multo cum comitatu, et divitiis, camelis portantibus aromata, et aurum infinitum nimis, et gemmas pretiosas, venit ad regem Salomonen, et locuta est ei universa quæ habebat in corde suo.» Y más adelante: «Rex autem Salomon, dedit reginæ Saba omnia quæ voluit et petivit ab eo; exceptis his, quæ ultro obtulerat ei numere regio. Quæ reserva est, et abiit in terram suam cum servis suis.» Es esa reina de Saba, la Makheda de la Etiopía de cuya descendencia se gloria el negus Menelik, la Belkiss arábiga. Al solo nombrar a la reina de Saba sentiréis como un soplo perfumado de ungüentos bíblicos, miraréis en vuestra imaginación un espectáculo suntuoso de poderío oriental; tiendas regias, camellos enjaezados de oro, desnudas negras adolescentes con flabeles de plumas de pavos-reales; piedras preciosas y telas de incomparable riqueza. ¡Y bien! Eugenio de Castro ha evocado mágicamente la misteriosa y bella persona. La reina de Saba de Axum y del Hymiar se anima, llena de una vida ardiente, en fabulosas decoraciones, imperiosa de amor, simbólica víctima de una fatalidad irreductible.

Es un poema dialogado, en prosa martillada por un Flaubert nervioso y soñador, y en donde la reminiscencia de Mæterlink queda inundada en un torbellino de luz milagrosa, y en una harmonía musical, cálida y vibrante. Lo pintoresco, las acotaciones, en su elegancia arqueológica nos llevan a recodar ciertas páginas, de «Herodias» o de la «Tentación de San Antonio.» Belkiss en sus suntuosos triunfos, habrá de padecer después el ineludible dolor. Para que David nazca ella pasará sobre la experiencia y sabiduría de Jophesamin, su mentor o ayo; y sentirá primero la tempestad de amor en su sexo y en su corazón; y hará el viaje a Jerusalem, entre prodigios y misterios, y sentirá por fin el beso del adorado rey, y temblará cuando contemple bajo sus pies las azucenas sangrientas.

Una sucesión de escenas fastuosas se desarrolla al eco de una wagneriana orquestación verbal. Puede asegurarse sin temor a equivocación, que los primeros «músicos,» en el sentido pitagórico y en el sentido wagneriano, del arte de la palabra, son hoy Gabriel D’Annunzio y Eugenio de Castro.

Quisiera daros una idea de ese poema—que ha rendido la indiferencia oficial en Portugal,—donde a los veintisiete años ha sido su autor elegido miembro de la Real academia de Lisboa, y que ha arrancado aplausos fraternales en todos los puntos del globo en que existen cultivadores del arte puro. Mas tendría que ser demasiado profuso, y prefiero aconsejaros, como quien recomienda una especie rara de flor, o un delicioso licor exótico, que leáis Belkiss, en la versión de Picca, en italiano, que es de todo punto admirable, o, en el bello librito arcaico impreso en Coimbra por Francisco Franca Amado. Y tened presente que hay que acercarse a nuestro autor con deseo, sinceridad y nobleza estéticas. Os repetiré las palabras del crítico italiano: «Ciertamente, la poesía de Eugenio de Castro es poesía aristocrática, es poesía decadente, y por lo tanto, no puede gustar sino a un público restricto y selecto, que, en los refinamientos de las ideas y de las sensaciones, en la variedad sabia y musical de los ritmos, halla una singular voluptuosidad del espíritu. El común de los lectores, acostumbrados a los azucarados jarabes de los poetitas sentimentales, o solamente de gusto austero y que no aprecian sino la leche y el vino vigoroso de los autores clásicos, vale más que no acerquen los labios a las ánforas curiosamente arabescadas y pomposamente gemadas de los cantos ya amorosos, ya místicos, ya desesperados del poeta de Coimbra; ya que en ellos está contenido un violento licor que quema y disgusta a quien no está hecho a las fuertes drogas de cierta refinada y excepcional literatura modernísima.»

Se trata, pues, de un «raro.» Y será asombro curioso el de aquellos que lean a Eugenio de Castro con la preocupación de moda de los que creen que toda obra simbolista es un pozo de sombra. «Belkiss» está lleno de luz.

Señores: He concluído esta conferencia sobre el poeta Eugenio de Castro y la literatura portuguesa.

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