Blog de Carlos López Mendoza

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Los raros - El conde Matías Augusto de Villiers de L’Isle Adam

EL CONDE MATÍAS AUGUSTO DE VILLIERS DE L’ISLE ADAM

¡Va oultre!

(Divisa de los Villiers de L’Isle Adam.)

ESTE era un rey...» Así, como en los cuentos azules, hubiera debido empezar la historia del monarca raté, pero prodigioso poeta, que fué en esta vida el conde Matías Felipe Augusto de Villiers de l’Isle Adam. Puédese construir este fragmento de historia ideal: «Por aquel tiempo—fué a mediados del indecoroso siglo XIX,—el país de Grecia vió renacer su esplendor. Un príncipe semejante a los príncipes antiguos, se coronó en Atenas, y brilló como un astro real. Era descendiente de los caballeros de Malta; había en él algo del príncipe Hamlet y mucho del rey Apolo; hacía anunciar su paso con trompetas de plata; recorría los campos en carrozas heroicas, tiradas por cuadrillas de caballos blancos; echó de su reino a todos los ciudadanos de los Estados Unidos de Norte América; pensionó magníficamente a pintores, escultores y rimadores, de modo que las abejas áticas se despertaban a un sonido de cinceles y de liras; pobló de estatuas los bosques; hizo volver a los ojos de los pastores la visión de las ninfas y de las diosas; recibió la visita de un soberano soñador que se llamaba Luis de Baviera, señor hermoso como Lohengrin, y a quien amaba Loreley y vivía junto a un lago azul nevado de cisnes; llevó a Wagner a la harmoniosa tierra del Olimpo, de modo que el bello sol griego puso su aureola de oro en la divina frente de Euforión; envió embajadas a los países de Oriente y cerró las puertas del reino a los bárbaros occidentales; volvió gracias a él la gloria de las musas; y cuando murió no se supo si fué un águila o un unicornio quien llevó su cuerpo a un lugar misterioso.»

Pero la suerte, ¡oh, sire, oh excelso poeta! no quiso que se realizase ese adorable sueño, en este tiempo que ha podido envolver en la más alta apoteosis la abominable figura de un Franklin!

Villiers de l’Isle Adam es un sér raro entre los raros. Todos los que le conocieron conservan de él la impresión de un personaje extraordinario.

A los ojos del hermético y fastuoso Mallarmé es un tipo de ilusión, un solitario,—como las más bellas piedras y las más santas almas:—además, en todo y por todo, un rey; un rey absurdo si queréis, poético, fantástico; pero un rey. Luego un genio. «El joven más magníficamente dotado de su generación», escribe Henry Laujol. Mendés exclama a propósito de Villiers, en 1884:

«¡Desgraciados los semidioses! Están demasiado lejos de nosotros para que les amemos como hermanos y demasiado cerca para que les adoremos como a maestros.» El tipo del semi-genio, descripto por el poeta de «Panteleia», es verdadero. Más de una vez habréis pensado en ciertos espíritus que hubieran podido ser, como una chispa más del fuego celeste con que Dios forma los genios, genios completos, genios totales; pero que, águilas de cortas alas, ni pueden llegar a la suprema altura, como los condores, ni revolar en el bosque, como los ruiseñores.

Van más allá del talento los semi-genios; pero no tienen voz para decir, como en la página de Hugo, a las puertas de lo infinito: «Abrid; yo soy el Dante.» Por lo tanto flotan aislados sin poder subir a las fortalezas titánicas de Shakespeare, ni acogerse a los kioscos floridos de Gautier. Y son desgraciados.

Hoy, ya publicada toda la obra de Villiers de l’Isle Adam, no hay casi vacilación alguna en poder saludarle entre los espíritus augustos y superiores. Si genio es el que crea, y el que ahonda más en lo divino y misterioso, Villiers fué genio.

Nació para triunfar y murió sin ver su triunfo; descendiente de nobilísima familia, vivió pobre, casi miserable; aristócrata por sangre, arte y gustos, tuvo que frecuentar medios impropios de su delicadeza y realeza. Bien hizo Verlaine en incluirle entre sus poetas Malditos. Aquel orgulloso, del más justo orgullo; aquel artista que escribía: ¿«Qué nos importa la justicia? Quien al nacer no trae en su pecho su propia gloria no conocerá nunca la significación real de esa palabra»,—hizo su peregrinación por la tierra acompañado del sufrimiento, y fué un maldito.

Según Verlaine, y sobre todo, según su biógrafo y primo R. du Pontavice de Heussey, comenzó por escribir versos. Despertó a la poesía en la campaña bretona, donde, como Poe, tuvo un amor desgraciado, una ilusión dulce y pura que se llevó la muerte. Es de notarse que casi todos los grandes poetas han sufrido el mismo dolor: de aquí esa bella constelación de divinas difuntas que brillan milagrosamente en el cielo del arte, y que se llaman Beatrice, Lady Rowena de Tremain; y la dama sublime que hizo vibrar con melodiosa tristeza el laud de Dante Gabriel Rossetti. Villiers a los diecisiete años, cantaba ya:

¡Oh! vous souvenez vous, forêt délicieuse,

de la jolie enfant qui passait gracieuse,

souriant simplement au ciel, à l’avenir,

se perdant avec moi dans ces vertes allées?

¡Eh bien! parmi les lis de vos sombres vallées

vous ne la verrez plus venir.

Villiers no volvió a amar con el fuego de sus primeros años; esa casi infantil pasión, fué la más grande de su vida.

Advierte Gautier, al hablar en sus «Grotesques», de Chapelain, cómo la familia de éste, contrariando el natural horror que los padres tienen por la carrera literaria, se propuso dedicarle a la poesía. El resultado fué dotar a las letras francesas de un excelente mal poeta. No fué así por cierto el caso de Villiers. Sus padres le alentaron en sus luchas de artista; desde los primeros años; por ley atávica existía en toda esa familia el sentimiento de las grandezas y la confianza en todas las victorias. Jamás dejaron de tener esperanza los buenos viejos,—principalmente ese soberbio marqués, buscador de tesoros,—en que la cabeza de su Matías estaba destinada para la corona, ya fuese la de los reyes, o la verde y fresca de laurel. Si apenas logró entrever ésta en los últimos días de su existencia,—a punto de que Verlaine le llamase «tres glorieux»—la de crucificado del arte llevó siempre clavada, el infeliz soñador.

Cuando Villiers llegó a París era el tiempo en que surgía el alba del Parnaso. Entre todos aquellos brillantes luchadores su llegada causó asombro. Coppée, Dierx, Heredia, Verlaine, le saludaron como a un triunfante capitán. Mallarmé dice: «¡Un genio!» Así lo comprendimos nosotros. El genio se reveló desde las primeras poesías, publicadas en un volumen dedicado al conde Alfred de Vigny. Luego, en la «Revue Fantaisiste» que dirigía Catulle Mendés, dió vida al personaje más sorprendente que haya animado la literatura de este siglo: el Dr. Tribulat Bonhomet. Solamente un soplo de Shakespeare hubiera podido hacer vivir, respirar, obrar de ese modo, al tipo estupendo que encarna nuestro incomparable tiempo.

El Dr. Tribulat Bonhomet, es una especie de Don Quijote trágico y maligno, perseguidor de la Dulcinea del utilitarismo y cuya figura está pintada de tal manera, que hace temblar. La influencia misteriosa y honda de Poe ha prevalecido, es innegable, en la creación del personaje.

Oigamos a Huyssmans: habla de Des Esseintes: «Entonces se dirigía a Villiers de l’Isle Adam, en cuya obra esparcida notaba observaciones aún sediciosas, vibraciones aún espamóticas; pero que ya no dardeaban—a excepción de su Claire Lenoir, al menos—un horror tan espantable...»

La historia de «discréte et scientifique personne, dame veuve Claire Lenoir», que es la misma en que aparece el Dr. Bonhomet, tiene páginas en que se cree ver un punto más allá de lo desconocido.

Shakespeare y Poe han producido semejantes relámpagos, que medio iluminan, siquiera sea por un instante, las tinieblas de la muerte, el obscuro reino de lo sobrenatural. Este impulso hacia lo arcano de la vida persiste en obras posteriores, como los «Cuentos crueles», los «Nuevos cuentos crueles», «Isis» y una de las novelas más originales y fuertes que se hayan escrito: «La Eva futura.» Espiritualista convencido, el autor, apoyado en Hegel y en Kant, volaba por el orbe de las posibilidades, teniendo a su servicio la razón práctica, mientras tomaba fuerza para ascender y asir de su túnica impalpable a Psiquis. Tullia Fabriana, primera parte de «Isis», acusa en Villiers, a los ojos de la crítica exigente, exageración romántica.

A esto no habría que decir sino que Tullia Fabriana fué el «Han de Islandia» de Villiers de l’Isle Adam.

Su vida es otra novela, otro cuento, otro poema. De ella veamos, por ejemplo, la leyenda del rey de Grecia, apoyados en las narraciones de Laujol, Verlaine y B. Pontavice de Heussey. Dice el último: «En el año de gracia de 1863, en la época en que el gobierno imperial irradiaba con su más fulgurante brillo, faltaba un rey al pueblo de los helenos. Las grandes potencias que protegían a la heroica y pequeña nación a que Byron sacrificó su vida, Francia, Rusia, Inglaterra, se pusieron a buscar un joven tirano constitucional para darlo a su protegida. Napoleón III tenía en esta época voz preponderante en los congresos, y se preguntaban con ansiedad si él presentaría un candidato y si éste sería francés. En fin, los diarios aparecían llenos de decires y comentarios sobre ese asunto palpitante: la cuestión griega estaba a la orden del día. Los noticieros podían sin temor dar rienda suelta a la imaginación, pues mientras que las otras naciones parecían haber definitivamente escogido al hijo del rey de Dinamarca—el emperador, tan justamente llamado «el príncipe taciturno» por su amigo de días sombríos, Carlos Dickens, el emperador, digo, continuaba callado y haciendo guardar su decisión. Así estaban las cosas, cuando una mañana de principios de Marzo, el gran marqués (habla del padre de Villiers) entra como huracán en el triste salón de la calle Saint-Honoré, blandiendo un diario sobre su cabeza y en un indescriptible estado de exaltación que pronto compartió toda la familia. He aquí en efecto la extraña noticia que publicaban esa mañana muchas hojas parisienses: «Sabemos de fuente autorizada que una nueva candidatura al trono de Grecia acaba de brotar. El candidato esta vez es un gran señor francés, muy conocido de todo París: el conde Matías Augusto de Villiers de l’Isle Adam, último descendiente de la augusta línea que ha producido al heroico defensor de Rodas y al primer gran maestre de Malta. En la última recepción íntima del emperador, habiéndole a éste preguntado uno de sus familiares sobre el éxito que pudiera tener esta candidatura, su majestad ha sonreído de una manera enigmática. Todos nuestros votos al nuevo aspirante a rey.» «Los que me han seguido hasta aquí se figurarán seguramente el efecto que debió producir en imaginaciones como las de la familia de Villiers semejante lectura, etc., etc.» Hasta aquí Pontevice. Sea, pase que haya habido en la noticia antes copiada, engaño o broma de algún mistificador; pero es el caso que en las Tullerías se le concedió una audiencia al flamante pretendiente, para tratar del asunto en cuestión. He allí que bien trajeado—¡no, ah, con el manto, ni la ropilla, o la armadura de sus abuelos!—fué recibido el conde en el palacio real, por el duque de Bassano. Villiers vivía en el mundo de sus ensueños, y cualquier monarca moderno hubiera sido un buen burgués delante de él, a excepción de Luis de Baviera, el loco. Matías I, el poeta, desconcertó con sus rarezas al chambelán imperial; creyó ser víctima de ocultos enemigos, pensó una tragedia shakespeariana en pocos minutos; no quiso hablar sino con el emperador. «Il vous faudra done prendre la peine de venir une autre fois, monsieur le comte, dis le duc en se levant; sa majesté était occupée et m’avait chargé de vous recevoir[8].» Así concluyó la pretensión al trono de Grecia, y los griegos perdieron la oportunidad de ver resucitar los tiempos de Píndaro, bajo el poder de un rey lírico que hubiera tenido un verdadero cetro, una verdadera corona, un verdadero manto; y que desterrando las abominaciones occidentales—paraguas, sombrero de pelo, periódicos, constituciones, etc.,—la Civilización y el Progreso, con mayúsculas, haría florecer los viejos bosques fabulosos, y celebrar el triunfo de Homero, en templos de mármol, bajo los vuelos de las palomas y de las abejas, y al mágico son de las ilustres cigarras.

Hay otras páginas admirables en la vida de este magnífico desgraciado. Los comienzos de su vida literaria los han descripto afectuosamente y elogiosamente, Coppée, Mendés, Verlaine, Mallarmé, Laujol; los últimos momentos de su vida, nadie los ha pintado como el admirable Huyssmans. El asunto del progreso con motivo de «Perrinet Lecrerc», drama histórico de Lockroy y Anicet Bourgeois, dió cierto relieve al nombre de Villiers; pues únicamente una alma como la suya hubiera intentado, con todo el fuego de su entusiasmo, salir a la defensa de un tan antiguo antepasado como el mariscal Jean de l’Isle Adam, difamado en la pieza dramática antes nombrada. Después el duelo con el otro Villiers militar, que desdeñándole antes, al llegar el momento del combate, le abraza y reconoce su nobleza.

Algunas anécdotas y algunas palabras de Coppée:

Se refiere a la llegada de Villiers al cenáculo parnasiano: «Súbitamente en la asamblea de poetas un grito jovial fué lanzado por todos: ¡Villiers! ¡Es Villiers! Y de repente un joven de ojos azul pálido, piernas vacilantes, mordiendo un cigarro, moviendo con gesto capital su cabellera desordenada y retorciendo su corto bigote rubio, entra con aire turbado, distribuye apretones de mano distraídos, ve el piano abierto, se sienta, y, crispados sus dedos sobre el teclado, canta con voz que tiembla, pero cuyo acento mágico y profundo jamás olvidará ninguno de nosotros, una melodía que acaba de improvisar en la calle, una vaga y misteriosa melopea que acompañaba duplicando la impresión turbadora, el bello soneto de Beaudelaire:

Nous aurons des lits pleins d’odeurs légers.

Des divans profonds comme des tombeaux, etc.

Después, cuando todo el mundo está encantado, el cantor, mascullando las últimas notas de su melodía, se interrumpe bruscamente, se levanta, se aleja del piano, va como a ocultarse a un rincón del cuarto, y enrollando otro cigarrillo, lanza a su auditorio estupefacto un vistazo desconfiado y circular, una mirada de Hamlet a los pies de Ofelia, en la representación del asesinato de Gonzaga. Tal se nos apareció, hace diez y ocho años en las amistosas reuniones de la rue de Douai, en casa de Catulle Mendés, el conde Auguste Villiers de l’Isle Adam.»

El año de 1875 se promovió un concurso en París, para premiar con una fuerte suma y una medalla, «al autor dramático francés que en una obra de cuatro o cinco actos, recordara más poderosamente el episodio de la proclamación de la independencia de los Estados Unidos, cuyo centésimo aniversario caía en 4 de julio de 1876.» El tema habría regocijado al Dr. Tribulat Bohomet. Villiers se decidió a optar al premio y a la medalla.

El jurado estaba compuesto de críticos de los diarios, de Augier, Feuillet, Legouvé, Grenville, Murray, del «Herald» de New York, Perrin y, como presidente de honor, Víctor Hugo. El conde Matías creó una obra ideal en un terreno prosaico y difícil.

No lo hubiera hecho de distinto modo el autor de los «Cuentos extraordinarios.» En resumen, y, naturalmente, no se ganó el premio.

Furioso, fulminante, se dirigió nada menos que a casa del dios Hugo, que en aquellos días estaba en la época más resplandeciente y autocrática de su imperio. Entró y lanzó sus protestas a la faz del César literario, a quien llegó a acusar de deslealtad, y a cuya chochez aludió.

Un señor había allí entre los príncipes de la corte, que se encaró con Villiers y le arrojó esta frase: «¡La probidad no tiene edad, señor!»

Villiers le midió con una vaga mirada, y muy dulcemente respondió al viejo: «Y la tontería tampoco, señor[9].»

Cuando Drumont hizo estallar su primer torpedo antisemita, con la publicación de la France juive, los poderosos israelitas de París buscaron un escritor que pudiese contestar victoriosamente la obra formidable del panfletista. Alguien indicó a Villiers, cuya pobreza era conocida; y se creyó comprar su limpia conciencia, y su pluma. Enviáronle con este objeto un comisionado, sujeto de verbo y elegancia, comerciante y hombre de mundo. Este penetró a la humilde habitación del poeta insigne, le babeó sus adulaciones mejor hiladas, le puso sobre el techo de la sinagoga, le expuso las injusticias persistentes e implacables del rabioso Drumont y, por último, suplicó al descendiente del defensor de Rodas, dijese cuál era el precio de sus escritos, pues éste sería pagado en buenos luises de oro inmediatamente. Quizá no habría comido Villiers ese día en que dió esta incomparable respuesta: «¿Mi precio, señor? No ha cambiado desde Nuestro Señor Jesucristo: ¡treinta dineros!»

A Anatole France, cuando llegó un día a pedirle datos sobre sus antepasados:

«—¡Cómo! ¡queréis que os hable del ilustre gran maestre y del célebre mariscal, mis antepasados, así no más, en pleno sol y a las diez de la mañana!»

En la mesa del pretendido delfín de Francia Naundorff, con motivo de un rasgo de soberbia y de desprecio que tuvo aquél para con un buen servidor, el conde de F... y en momentos en que este pobre anciano se retiraba llorando avergonzado:

«—Sire, bebo por vuestra majestad. Vuestros títulos son decididamente indiscutibles. ¡Tenéis la ingratitud de un rey!»

En sus últimos días, a un amigo:

«—¡Mi carne está ya madura para la tumba!»

Y como estas, innumerables frases, arranques, originalidades que llenarían un volumen.

Su obra genial forma un hermoso zodiaco, impenetrable para la mayoría: resplandeciente y lleno de los prestigios de la iniciación, para los que pueden colocarse bajo su círculo de maravillosa luz. En los «Cuentos crueles», libro que con justicia Mendés califica de «libro extraordinario», Poe y Swift aplauden.

El dolor misterioso y profundo se os muestra, ya con una indescriptible, falsa y penosa sonrisa, ya al húmedo brillo de las lágrimas. Pocos han reído tan amargamente como Villiers. «Le Nouveau Monde», ese drama confuso en el cual cruza como una creación fantástica la protagonista—obra ante la cual Maeterlink debe inclinarse, pues si hay hoy, drama simbolista, quien dió la nota inicial fué Villiers—, «Le Nouveau Monde», digo, aunque difícilmente representable, queda como una de las manifestaciones más poderosas de la moderna dramática. El esfuerzo estético principal consiste a mi modo de ver, en la presentación de un personaje como mistress Andrews—en el medio norteamericano, de suyo refractario a la verdadera poesía—, tipo rodeado de una bruma legendaria, hasta convertirse en una figura vaporosa, encantada y poética. A Edilh Evandale sonríen cariñosa y fraternalmente las heroínas de las baladas sajonas. La Eva Futura no tiene precedente ninguno; es obra cósmica y única; obra de sabio y de poeta; obra de la cual no puede hablarse en pocas palabras. Sea suficiente decir que pudieran en su frontispicio grabarse, como un símbolo, la Esfinge y la Quimera; que la andreida creada por Villiers no admite comparación alguna, a no ser que sea con la Eva del Eterno Padre; y que al acabar de leer la última página, os sentís conmovidos, pues creéis escuchar algo de lo que murmura la Boca de Sombra. Cuando Edison estuvo en París en 1889, alguien le hizo conocer esa novela en que el Brujo es el principal protagonista. El inventor del fonógrafo quedó sorprendido. «He aquí dijo, un hombre que me supera: ¡yo invento; él crea!» «Ellen» y «Morgane», dramas. La fantasía despliega sus juegos de colores, sus irisados abanicos. «Akedysseril», la India con sus prestigios y visiones; coros de guerreras y guerreros, el himno de Iadnour-Veda y la palabra de la felicidad; evocaciones de antiguos cultos y de liturgias suntuosas y bárbaras; sacrificios y plegarias; un poema de Oriente, en el cual la reina Akedysseril aparece, hierática y suprema, vencedora en su esplendorosa majestad.

No cabría en los límites de este artículo una completa reseña de las obras de Villiers; pero es imposible dejar de recordar a «Axel», el drama que acaba de presentarse en París, gracias a los esfuerzos de una noble y valiente escritora: Madame Tola Doirán.

«Axel», es la victoria del deseo sobre el hecho; del amor ideal sobre la posesión. Llégase hasta renegar—según la frase de Janus—de la naturaleza, para realizar la ascensión hacia el espíritu absoluto. Axel como Lohengrin, es casto; fin de esa pasión ardorosa y pura, no puede tener más desenlace que la muerte.

Ese poema dramático, escrito en un luminoso, diamantino lenguaje, representado por excelentes artistas, y aplaudido por una muchedumbre de admiradores de poetas, de oyentes escogidos—sin que dejase de haber, según las crónicas, gentes «malfilatres», como diría el inmortal maestro,—hubiera sido para él conquista soberana en vida. ¡Mas quien fué tan desventurado, no tuvo ni esa realización de uno de sus más fervientes deseos, en tiempos en que se ponía los pantalones de su primo y tomaba por todo alimento diario una taza de caldo!

En 1889, en el establecimiento de los hermanos de San Juan de Dios, de París, el conde Matías Augusto de Villiers de l’Isle Adam, descendiente de los señores de Villiers de l’Isle Adam, de Chailly, originarios de la Isla de Francia; quien tuvo entre sus antepasados a Pedro, gran maestre y porta-oriflama de Francia; a Felipe gran maestre de la orden de Malta y defensor de la isla de Rodas en el sitio impuesto por la fuerza de Solimán; y a Francisco, marqués, «gran louvetier de France» en 1550; se unía, en matrimonio, en el lecho de muerte, a una pobre muchacha inculta con la cual había tenido un hijo. El reverendo padre Silvestre, que había ayudado a bien morir a Barbey d’Aurevilly, casó al conde con su humilde y antigua querida, la cual le había amado y servido con adoración en sus horas amargas de enfermo y de pobre;—y el mismo fraile preparóle para el eterno viaje. Luego, después de recibir los sacramentos, rodeado de unos pocos amigos, entre los cuales Huyssmans, Mallarmé y Dierx, entregó su alma a Dios el excelso poeta, el raro artista, el rey, el soñador. Fué el 20 de Agosto de 1889. Sire, «¡Va oultre!»

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