Blog de Carlos López Mendoza

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Los raros - Paul Adam

PAUL ADAM

DE cuando en cuando, la primera página del «Journal» viene como pesada. Dos, tres, cuatro columnas nutridas, negras, casi de una sola pieza, hacen ya adivinar la firma. Y el lector avisado se prepara, alista bien su cabeza, limpia los cristales del entendimiento, y recibe el regalo con placer y confianza. Es el artículo de Paul Adam. Y es como salir al campo, o a la orilla del mar. Hay, pues, algo más que el aposento perfumado, los senos lujuriosos, los chismes de la condesa, los cancanes de la política, las piernas de las bailarinas y las evoluciones del protocolo. La sensación es de extrañeza al propio tiempo que de satisfacción. Salir de la perpetua casa de cita, del perpetuo bar, de los perpetuos bastidores, del perpetuo salón «coú l’on flirte»; dejar la compañía de lechuguinos canijos y de vírgenes locas de su cuerpo, por la de un hombre fuerte, sano, honesto, franco y noble que os señala con un hermoso gesto un gran espectáculo histórico, un vasto campo moral, un alba estética, es ciertamente consolador y vigorizante. Los politiqueros de la patriotería dan vueltas cada mañana al mismo cantar. Rochefort redobla cotidianamente en su viejo tambor, furioso; Drumont destaza su semita de costumbre; Coppée, inválido lírico metido a sacristán, se pone a la par del ridículo Dérouléde; los escritores de la literatura, explotan sus distintos lenocinios; M. Jean Lorrain cuenta sus historias viciosas de siempre; Mendés, cuya pornografía de color de rosa no está ya de moda, hace la crítica teatral, generalmente plástica; Fouquier, el maestro periodista, da lecciones útiles y generosas;—entre todos, más alto, más joven, más enérgico, más vigoroso, Paul Adam aparece,—al lado de Mirbeau;—llega con su misión, obligatoria y dignificadora, y ara en la prensa, en el campo malsano de esta prensa, con su deber, firme arado.

Yo admiro profundamente a M. Paul Adam. Noble por familia y origen, se ha consagrado a una tarea de solidaridad humana cuyos frutos se vierten para los de abajo. Dueño de una voluntad, propietario de un carácter, fecundo de ideas, pletórico de conocimientos, archimillonario de palabras, ha desdeñado la parada de un Barrés, que le hubiera conducido a una diputación, ha rechazado los flonflones de la literatura fácil, la «gloriole» de los éxitos azucarados; ha podado su antiguo estilo de ramas superfluas; ha puesto su cuño de pensamientos circulantes en pleno sol, en plena claridad; se ha ido a vivir fuera de París, para trabajar mejor; y diciendo la verdad, clamando al porvenir, recorriendo lo pasado, estudiando lo presente, sacudiendo la historia, escarbando naciones, da, periódicamente, su ración de bien para quien sepa aprovecharla.

No haya vacilación en creer que éstos son pocos. Para los de abajo la elevación mental, la frase simplificada y amacizada de M. Paul Adam no es fácilmente accesible; para los puros ideólogos, este organizador, este lógico, este filósofo de combate, no inspira completa confianza. Por otra parte, la media intelectualidad halla la selva demasiado tupida, y la pereza es enemiga del hacha, encuentra el mar muy peligroso, y cree más agradable fumar, sentada en una piedra de la orilla, por donde los ensueños pasan y se cogen con la mano.

Hablando recientemente con el poeta Moreas, cuyos olímpicos juicios son conocidos y sonreídos, preguntéle, su opinión sobre su antiguo colaborador y amigo. Con las condiciones que él suele establecer, el amable descontentadizo me concedió: «Mais il est tres fort, tout de même!» Sabido es que M. Paul Adam comenzó en el grupo de los que en un tiempo ya lejano se llamaron simbolistas y decadentes, y que escribió en unión de Moreas «Les demoiselles Goubert» y «Le thé chez Miranda», con un estilo ultra exquisito, jeroglífico casi y quintaesenciado, obras en que se llevaba al extremo un propósito intelectual, para dejar mejor asentadas las doctrinas entonces flamantes que producirían en lo futuro muchos fracasados, pero algunos nombres que ilustran la prosa y la poesía francesas contemporáneas, y que, recorriendo el mundo, causarían en todos los países y lenguas civilizados, movimientos provechosos. ¿Quién reconocería al pintor extraño de aquellas decoraciones y al tejedor de aquellas sutiles telas de araña, en el musculoso manejador de mazas dialécticas, fundidor de ideas regeneradoras y trabajador triptolémico de ahora?

Amontona en la balanza del pensamiento francés, libro sobre libro, y ya su obra pesa como la carga de cien graneros. Esta transformación la ha operado la voluntad guiadora de la labor; la labor ordenada que lleva su propósito, y la conciencia que hace cumplir con la tarea que se creó una obligación, una obligación para con su propia personalidad, que se difunde en el bien de su patria, la Francia, y por lo tanto en favor de toda la estirpe humana.

Desde «Soi», hasta sus novelas de alta psicología histórica, una obra enorme atestigua la potencia de ese singular entendimiento. Sus reconstrucciones bizantinas son de un encanto dominador, y junto a lo concreto de la época, brilla el lujo de un tesoro verbal único, de un decir que no admite complementos, total. Batallista, arregla, táctico del estilo, sus escenas y su decoración, con una magistralidad soberbia y matemática. Y, conciso en lo abundoso, rico de perspectivas, de líneas y colores, con dos o tres pincelazos planta su cuadro a la vista, neto, definitivo. En sus estudios del alma de las muchedumbres, como en sus análisis de tipos psíquicos, su fino espíritu ahonda y aclara, en súbitos golpes de luz, los más hondos recodos. Y jamás el soplo nórdico, la cosa germana, o la cosa escandinava, o la cosa rusa, le han perturbado o fascinado en su camino. M. Paul Adam permanece francés, nada más que francés, y lleno del soplo de su época, cumple con su deber actual, pone su contingente en la labor de ahora, y hace lo que puede por ver si no es imposible la regeneración, la consecución de un ideal de grandeza futura, humano, seguro y positivo.

No creáis que porque su amor a la justicia y su pasión de belleza y de verdad le conduzcan a la exaltación de las ocultas fuerzas populares, haya en él ni un solo momento, un adulador de muchedumbres, ni un político de oportunidades, ni un cantor de marsellesas y carmañolas. Moralmente, es un aristócrata, y no confundirá jamás su alma superior, en el mismo rango o en la misma oleada que la de los rebaños pseudosocialistas. El obra en pro de los trabajadores; lleva su utopia por el sendero en que se suele encontrar el casi imposible sueño de la supresión de la miseria y del desaparecimiento de los ejércitos guerreros. Un crítico sutil y penetrante, M. Camille Mauclair, concentra en estas palabras la sociología de M. Paul Adam:

«Para él no hay más que un asunto en los libros y en la vida: la lucha de la fuerza y del espíritu. El opone la fuerza creadora a la destrucción, la fecundidad activa al nihilismo de la guerra, el internacionalismo al «chauvinismo», los conflictos de clases a los conflictos de naciones, el intelectualismo al militarismo, Lucifer y Prometeo a Júpiter y a Jehová, dioses de la fuerza brutal.»

M. Paul Adam es un intelectual, en el único sentido que debía tener esta palabra. El pone en el intelecto la fuente del perfeccionamiento, y da a la idea su valor de multiplicación vital, y de repartidora de bienes en la muchedumbre humana.

Si M. Paul Adam, guiado por su voluntad de siempre, quisiese un día ir a la acción política, a la lucha directa, sería un gran conductor de pueblos; pero me temo mucho que tuviese la suerte de un héroe ibseniano. En las muchedumbres no tienen éxito los cerebrales; el sentimentalismo priva en seres casi instintivos. El pueblo oye y entiende con mayor placer y facilidad las tiradas tricolores de un Coppée, que las altas palabras de quien se desinteresa de las bajas aventuras presentes, y desea formar caracteres, hacer vibrar noblemente las conciencias y asentar y rehacer y solidificar la patria.

Una de las fases más simpáticas y sobresalientes de M. Paul Adam, es su faz de periodista. El «Triomphe des mediocres» es una obra maestra en su género. Sin la escandalosa escatología pátmica de León Bloy, sin las farsas, o compadrerías de un Drumont, o de un Rochefort, ha blandido las más bien templadas ideas, ha herido mucho y bien en esas carnes sociales, ha flagelado costumbres, se ha burlado duramente de los carnavales políticos, de las paradas monarquistas, de la caridad falsa, de la ciencia abotonada y de palmarés; ha denunciado a inicuos, a sinvergüenzas y mercaderes de patriotismo, falsos socialistas, aristocráticas fantochesas, cepilladores de moral y remendones de la virginidad literaria.

¡Y qué hermosa prosa, de un lirismo sofrenado, que va latigueando a un lado y otro, sin desbocarse, sin sobresaltos, sin caídas, que dice lo que hay que decir, y nada más; que tiene el adverbio justo, el verbo propio, y que clava el adjetivo como un rejón, de manera que queda vibrante, arraigado y seguro! No hay duda de que M. Paul Adam es uno de los maestros de la prosa contemporánea, en ese maridaje estupendo de la claridad con la energía, la vivacidad con la fiereza y el ímpetu con la ponderación.

Y este vigoroso que tiene la medula de un sabio y las alas de un artista, llena su misión con la mayor serenidad y tranquilidad, no lejos del sonoro y ronco maelstrom de París. Uno de los mayores bienes que su personalidad esparce, es ese continuo ejemplo de actividad, esa incesante campaña, esa inextinguible ansia de trabajar, y de trabajar bien. «La lucha por el pan, por el oficio de escritor y de periodista, salva a los fuertes de la abstracción estéril», dice M. Mauclair. Y dice bien. A pesar de su alejamiento de centros y camarillas, o por esto mismo, creo que se le respeta y se le reconoce como el más potente y el más noble. Al verle así, en su aislada residencia, sin mezclarse en las locuras y chismes y revueltas parisienses, cultivando su vasto talento con tanta voluntad y tanto tino, me suelo imaginar a uno de esos gentiles hombres de la campaña, que mientras la ciudad danza y se prostituye, siembran sus campos, tranquilos y laboriosos, y llenan, llenan sus trojes; y cuando la peste llega y llega el hambre a la ciudad, dan la limosna de sus graneros, abren sus depósitos, brindan sus almacenes.

Y quizá muy pronto tenga hambre Francia.

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