PAUL VERLAINE
Y al fin vas a descansar; y al fin has dejado de arrastrar tu pierna lamentable y anquilótica, y tu existencia extraña llena de dolor y de ensueños, ¡oh, pobre viejo divino! Ya no padeces el mal de la vida, complicado en ti con la maligna influencia de Saturno.
Mueres, seguramente en uno de los hospitales que has hecho amar a tus discípulos, tus «palacios de invierno», los lugares de descanso que tuvieron tus huesos vagabundos, en la hora de los implacables reumas y de las duras miserias parisienses.
Seguramente, has muerto rodeado de los tuyos, de los hijos de tu espíritu, de los jóvenes oficiantes de tu iglesia, de los alumnos de tu escuela, ¡oh, lírico Sócrates de un tiempo imposible!
Pero mueres en un instante glorioso: cuando tu nombre empieza a triunfar, y la simiente de tus ideas, a convertirse en magníficas flores de arte, aun en países distintos del tuyo; pues es el momento de decir que hoy, en el mundo entero, tu figura, entre los escogidos de diferentes lenguas y tierras, resplandece en su nimbo supremo, así sea delante del trono del enorme Wagner.
El holandés Bivanck se representa a Verlaine como un leproso sentado a la puerta de una catedral, lastimoso, mendicante, despertando en los fieles que entran y salen, la compasión, la caridad. Alfred Ernst le compara con Benoit Labre, viviente símbolo de enfermedad y de miseria; antes León Bloy le había llamado también el Leproso en el portentoso tríptico de su «Brelan», en donde está pintado en compañía del Niño Terrible y del Loco: Barbey d’Aurevilly y Ernesto Hello. ¡Ay, fué su vida así! Pocas veces ha nacido de vientre de mujer un sér que haya llevado sobre sus hombros igual peso de dolor. Job le diría: «¡Hermano mío!»
Yo confieso que después de hundirme en el agitado golfo de sus libros, después de penetrar en el secreto de esa existencia única; después de ver esa alma llena de cicatrices y de heridas incurables, todo al eco de celestes o profanas músicas, siempre hondamente encantadoras; después de haber contemplado aquella figura imponente en su pena, aquel cráneo soberbio, aquellos ojos obscuros, aquella faz con algo de socrático, de pierrotesco y de infantil; después de mirar al dios caído, quizá castigado por olímpicos crímenes en otra vida anterior; después de saber la fe sublime y el amor furioso y la inmensa poesía que tenían por habitáculo aquel claudicante cuerpo infeliz, sentí nacer en mi corazón un doloroso cariño que junté a la grande admiración por el triste maestro.
A mi paso por París, en 1893, me había ofrecido Enrique Gómez Carrillo presentarme a él. Este amigo mío había publicado una apasionada impresión que figura en sus «Sensaciones de Arte», en la cual habla de una visita al cliente del hospital de Broussais. «Y allí le encontré siempre dispuesto a la burla terrible, en una cama estrecha de hospital. Su rostro enorme y simpático cuya palidez extrema me hizo pensar en las figuras pintadas por Ribera, tenía un aspecto hierático. Su nariz pequeña se dilata a cada momento para aspirar con delicia el humo del cigarro. Sus labios gruesos que se entreabren para recitar con amor las estrofas de Villón o para maldecir contra los poemas de Ronsard, conservan siempre su mueca original, en donde el vicio y la bondad se mezclan para formar la expresión de la sonrisa. Sólo su barba rubia de cosaco, había crecido un poco y se había encanecido mucho.»
Por Carrillo penetramos en algunas interioridades de Verlaine. No era éste en ese tiempo el viejo gastado y débil que uno pudiera imaginarse, antes bien, «un viejo robusto.» Decíase que padecía de pesadillas espantosas y visiones en las cuales los recuerdos de la leyenda obscura y misteriosa de su vida, se complicaban con la tristeza y el terror alcohólicos. Pasaba sus horas de enfermedad, a veces en un penoso aislamiento, abandonado y olvidado, a pesar de las bondadosas iniciativas de los Mendés o de los León Deschamps.
¡Dios mío! aquel hombre nacido para las espinas, para los garfios y los azotes del mundo, se me apareció como un viviente doble símbolo de la grandeza angélica y de la miseria humana. Angélico, lo era Verlaine; tiorba alguna, salterio alguno, desde Jacopone de Todi, desde el Stabat Mater, ha alabado a la Virgen con la melodía filial, ardiente y humilde de «Sagesse»; lengua alguna, como no sean las lenguas de los serafines prosternados, ha cantado mejor la carne y la sangre del Cordero; en ningunas manos han ardido mejor los sagrados carbones de la penitencia; y penitente alguno se ha flagelado los desnudos lomos con igual ardor de arrepentimiento que Verlaine cuando se ha desgarrado el alma misma, cuya sangre fresca y pura ha hecho abrirse rítmicas rosas de martirio.
Quien lo haya visto en sus «Confesiones», en sus «Hospitales», en sus otros libros íntimos, comprenderá bien al hombre—inseparable del poeta—y hallará que en ese mar tempestuoso primero, muerto después, hay tesoros de perlas. Verlaine fué un hijo desdichado de Adán, en el que la herencia paterna apareció con mayor fuerza que en los demás. De los tres Enemigos, quien menos mal le hizo fué el Mundo. El Demonio le atacaba; se defendía de él, como podía, con el escudo de la plegaria. La Carne sí, fué invencible e implacable. Raras veces ha mordido cerebro humano con más furia y ponzoña la serpiente del Sexo. Su cuerpo era la lira del pecado. Era un eterno prisionero del deseo. Al andar, hubiera podido buscarse en su huella, lo hendido del pie. Se extraña uno no ver sobre su frente los dos cuernecillos, puesto que en sus ojos podían verse aún pasar las visiones de las blancas ninfas, y en sus labios, antiguos conocidos de la flauta, solía aparecer el rictus del egipán. Como el sátiro de Hugo, hubiera dicho a la desnuda Venus, en el resplandor del monte sagrado: «¡Viens nous en...!» Y ese carnal pagano aumentaba su lujuria primitiva y natural a medida que acrecía su concepción católica de la culpa.
Mas ¿habéis leído unas bellas historias renovadas por Anatole France de viejas narraciones hagiográficas, en las cuales hay sátiros que adoran a Dios, y creen en su cielo y en sus santos, llegando en ocasiones hasta ser santos sátiros? Tal me parece Pauvre Lelian, mitad cornudo flautista de la selva, violador de hamadriadas, mitad asceta del Señor, eremita que, extático, canta sus salmos. El cuerpo velloso sufre la tiranía de la sangre, la voluntad imperiosa de los nervios, la llama de la primavera, la afrodisia de la libre y fecunda montaña; el espíritu se consagra a la alabanza del Padre, del Hijo, del Santo Espíritu, y, sobre todo, de la maternal y casta Virgen; de modo que al dar la tentación su clarinada, el espíritu ciego, no mira, queda como en sopor, al son de la fanfarria carnal; pero tan luego como el sátiro vuelve del boscaje y el alma recobra su imperio y mira a la altura de Dios, la pena es profunda, el salmo brota. Así, hasta que vuelve a verse pasar a través de las hojas del bosque, la cadera de Kalixto...
Cuando el Dr. Nordau publicó la obra célebre digna del Dr. Triboulat Bonhoment, «Entartung», la figura de Verlaine, casi desconocida para la generalidad—y en la generalidad pongo a muchos de la élite en otros sentidos—surgió por la primera vez, en el más curiosamente abominable de los retratos. El poeta de «Sagesse» estaba señalado como uno de los más patentes casos demostrativos de la afirmación pseudocientífica de que los modos estéticos contemporáneos son formas de descomposición intelectual. Muchos fueron los atacados: se defendieron algunos. Hasta el cabalístico Mallarmé descendió de su trípode para demostrar el escaso intelectualismo del profesor austro alemán, en su conferencia sobre la Música y la Literatura dada en Londres. Pauvre Lelian no se defendió a sí mismo. Comentaría cuando más el caso con algunos ¡dam! en el François I o en el D’Harcout. Varios amigos discípulos le defendieron; entre todos con vigor y maestría lo hizo Charles Tennib, y su hermoso y justificado ímpetu correspondió a la presentación del «caso» por Max Nordau:
«Tenemos ante nosotros la figura bien neta del jefe más famoso de los simbolistas. Vemos un espantoso degenerado, de cráneo asimétrico y rostro mongoloide, un vagabundo impulsivo, un dipsómano... un erótico... un soñador emotivo, débil de espíritu, que lucha dolorosamente contra sus malos instintos y encuentra a veces en su angustia conmovedores acentos de queja, un místico cuya conciencia humosa está llena de representaciones de Dios y de los santos; y un viejo chocho, etc.»
En verdad que los clamores de ese generoso De Amicis contra la ciencia que acaba de descuartizar a Leopardi después de denventrar al Tasso, son muy justos, e insuficientemente iracundos.
En la vida de Verlaine hay una nebulosa leyenda que ha hecho crecer una verde pradera en que ha pastado a su placer el «pan-muflisme.» No me detendré en tales miserias. En estas líneas escritas al vuelo, y en el momento de la impresión causada por su muerte, no puedo ser tan extenso como quisiera.
De la obra de Verlaine, ¿qué decir? El ha sido el más grande de los poetas de este siglo. Su obra está esparcida sobre la faz del mundo. Suele ya ser vergonzoso para los escritores apteros oficiales, no citar de cuando en cuando, siquiera sea para censurar sordamente, a Paul Verlaine. En Suecia y Noruega los jóvenes amigos de Jonas Lee, propagan la influencia artística del maestro. En Inglaterra, a donde iba a dar conferencias, gracias a los escritores nuevos, como Symons, y los colaboradores del Yellow Book, el nombre ilustre se impone; la New Rewiew daba sus versos en francés. En los Estados Unidos antes de publicarse el conocido estudio de Symons en el «Harpers’s»—«The decadent movement in literature»—la fama del poeta era conocida. En Italia, D’Annunzio reconoce en él a uno de los maestros que le ayudaran a subir a la gloria; Vittorio Pica y los jóvenes artistas de la Tavola Rotonda exponen sus doctrinas; en Holanda la nueva generación literaria—nótese un estudio de Werwey—le saludan en su alto puesto; en España es casi desconocido y serálo por mucho tiempo: solamente el talento de Clarín creo que lo tuvo en alta estima; en lengua española no se ha escrito aún nada digno de Verlaine; apenas lo publicado por Gómez Carrillo; pues las impresiones y notas de Bonafoux y Eduardo Pardo, son ligerísimas.
Vayan, pues, estas líneas, como ofrenda del momento. Otra será la ocasión en que consagre al gran Verlaine el estudio que merece. Por hoy, no cabe el análisis de su obra.
«Esta pata enferma me hace sufrir un poco: me proporciona, en cambio, más comodidad que mis versos, que me han hecho sufrir tanto! Si no fuese por el reumatismo yo no podría vivir de mis rentas. Estando bueno, no lo admiten a uno en el hospital.»
Esas palabras pintan al hermano trágico de Villón.
No era mala, estaba enferma su animula, blandula, vagula... ¡Dios la haya acogido en el cielo como en un hospital!