Blog de Carlos López Mendoza

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Los raros - Teodoro Hannon

TEODORO HANNON

...M. Théodre Hannon, un poéte

de talent, sombré, sans excuse de

misère, a Bruxelles, dans la cloaque

des revues de fin d’année et les

nauséeuses ratatouilles de la basse

presse.

J. K. Huysmans.

ARTHUR Symons?... no estoy seguro; pero es en libro de escritor inglés donde he visto primeramente la observación de que la mayor parte de los poetas y escritores «fin de siglo» de París, decadentes, simbolistas, etc., han sido extranjeros y, sobre todo, belgas.

Escribo hoy sobre Theodore Hannon, quien si no tiene el renombre de otros como Maeterlink, es porque se ha quedado en Bruselas, de revistero de fin de año y periodista, cosa que a Des Esseintes provoca náuseas.

¡Raro poeta, este Theodore Hannon! Apareció entre la pacotilla pornográfica que hizo ganar al editor Kistemackers, propagador de todas las cantáridas e hipomanes de la literatura. Fueron los tiempos de las nuevas ediciones de antiguos libros obscenos; de la reimpresión del «En 18...» de los Goncourt, con las partes que la censura francesa había cercenado. Paul Bonnetain daba a luz su «Charlot s’amuse», Flor O’squarr su «Cristiana», que le valdría unos cuantos golpes del knut de León Bloy, Poetevin, Nizet, Caze... la falange escandalosa se llamaba en verdad legión. Entonces surgió Hannon con su «Manneken-pis», anunciado como «curiosísimo y originalísimo volumen.» Amédée Lynen le había ilustrado con dibujos «ingenuos.» No siendo suficiente esa campanada, dió a luz el «Mirliton.» El diablo de las ediciones, Kistemacker, no podía estar más satisfecho rabudo y en cuclillas, sobre las carátulas. «Las Rimas de Gozo» nos muestran ya un Theodore Hannon, si no menos tentado por el demonio de todas las concupiscencias, suavizado por los ungüentos y perfumes de una poesía exquisita. Depravada, enferma, sabática si queréis, pero exquisita.

He ahí primero ese condenado suicidio del herrero, que dió tema a Felicien Rops para abracadabrante aguafuerte, que no aconsejo ver a ninguna persona nerviosa propensa a las pesadillas macabras. Esos versos del ahorcado, parécenme la más amarga y corrosiva sátira que se ha podido escribir contra la literatura afrodisíaca. No tendría Theodore Hannon esas intenciones; pero es el caso que le resultaron así.

Discípulo de Baudelaire «su alma flota sobre los perfumes», como la del maestro. Busca las sensaciones extrañas, los países raros, las mujeres raras, los nombres exóticos y expresivos. Me imagino el enfermizo gozo de Des Esseintes al leer las estrofas al Opoponax: «¡Opoponax! nom très bizarre—et parfum plus bizarre encore!» Tráele el perfume de apelación exótica, visiones galantes, tentadores cuadros, maravillosos conciertos orgiásticos; la nota de ese aroma poderoso sobrepasa a las de los demás, en un efluvio victorioso.

Gusta del opoponax porque viene de lejanas regiones, donde la naturaleza parece artificial a nuestras miradas; cielos de laca, flores de porcelana, pájaros desconocidos, mariposas como pintadas por un pintor caprichoso: el reinado de lo postizo. El poeta de lo artificial se deleita con los vuelos de las cigüeñas de los paisajes chinos, los arrozales, los boscajes ocultos y misteriosos impregnados de vagos almizcles. Estrofas inauditas como esta:

La chinoise aux lueurs des bronzes

En allume ses ongles d’or

Et sa gorge citrine où dort

Le désir insensé des bonzes.

La japonaise en ses rançons

Se sert de tes âcres salives.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Luego se dirigirá a Marión, la adorada que adora el opoponax. (El amor en la obra de Hannon no existe sino a condición de ser epidérmico). Para adular a la mujer de su elección le canta, le arrulla, lo diré con la palabra que mejor lo expresa, le maulla letanías de sensualidad, collares de epítetos acariciadores, comparaciones pimentadas, frases mordientes y melifluas... Es el gato de Baudelaire, en una noche de celo, sobre el tejado de la Decadencia. El opoponax es su tintura de valeriana.

Como paisajista es sorprendente. Nada de Corot; para hallar su procedimiento es preciso buscarlo entre los últimos impresionistas. Tal pinta una tarde obscura de tempestad y nubarrones; mar brava, negros oleajes, vuelo de pájaros marinos; o un florecimiento de nieve, los acuosos vidrios del hielo, la blancura de las nevadas; sinfonías en blanco, inmensos y húmedos armiños. Pero de todo brota siempre el relente de la tentación, el soplo del tercer enemigo del hombre, más formidable que todos juntos: la carne.

Solamente en Swinburne puede hallarse, entre los poderosos, esta poética y terrible obsesión. Mas en el inglés reina la antigua y clásica furia amorosa, el Líbido formidable que azotaba con tirsos de rosas y ortigas a la melodiosa y candente Safo. Theodore Hannon es un perverso, elegante y refinado; en sus poemas tiembla la «histeria mental» de la ciencia, y la «delectación morosa» de los teólogos. Es un satánico, un poseído. Mas el Satán que le tienta, no creáis que es el chivo impuro y sucio, de horrible recuerdo, o el dragón encendido y aterrorizador, ni siquiera el Arcángel maldito, o la Serpentina de la Biblia, o el diablo que llegó a la gruta del santo Antonio, o el de Hugo, de grandes alas de murciélago, o el labrado por Antokolsky, sobre un picacho, en la sombra. El diablo que ha poseído a Hannon es el que ha pintado Rops, diablo de frac y «monocle», moderno, civilizado, refinado, morfinómano, sadista, maldito, más diablo que nunca.

Si Gorres escribiese hoy su «Mística diabólica», no pintaría al Enemigo, «alto, negro, con voz inarticulada, cascada, pero sonora y terrible... cabellos erizados, barba de chivo...» antes bien: buen mozo, elegante, perfumado con aromas exóticos, piel de seda y rosa, bebedor de ajenjo, sportman, y, si literato, poeta decadente. Este es el de Theodore Hannon, el que le hace rimar preciosidades infernales y cultivar sus flores de fiebre, esas flores luciferinas que tienen el atractivo de un aroma divino que diera la eterna muerte.

Hannon pagó tributo a la chinofilia y tejió sedosos encajes rimados en alabanza del Imperio Celeste y del Japón... Allá le llevó el amor acre y nuevo de la mujer amarilla y el opio sublime y poderoso, según la expresión de Quincey. También, como al autor de las «Flores del Mal», le persigue el spleen. Luego, lanza en esas horas cansadas y plúmbeas, su desdén al amor ideal. Rompe los moldes en que su poesía pudiese formar este o aquel verso de oro en honor de la pasión espiritual y pura; fleta un barco para Cíteres, y arroja al paso ramos de rosas a las mujeres de Lesbos. La vendedora de amor será glorificada por él y corre hacia el abismo de las delicias en una especie de fatal e ineludible demencia. Va como si le hubiese aguijoneado los riñones una abeja del jardín de Petronio.

Héle allí bajando a la bodega de los abuelos, a buscar el buen vino viejo que le pondrá sol y sangre en las venas; o en el tren expreso que va a llevarle a saborear los labios deseados; o admirando en una íntima noche de Diciembre, la estatua viviente de las voluptuosidades felinas. De pronto un efecto de luna en un mar de duelo, en un fondo negro de tinieblas. El «odor di femmina» se encuentra en una serie de versos, como esos perfumes concentrados en los «sachets» de las damas. A veces creyérase en una vuelta a la naturaleza, a las frescas primaveras, pues brilla sobre la harmonía de una estrofa, la sonrisa de Mayo. Es una nueva forma de la tentación, y si oís el canto de un mirlo será una invitación picaresca. Como su maestro de una malabaresa, Hannon se prenda de una funámbula, para la cual decora un interior a su capricho, y a la que ofrece la sonata más amorosamente extravagante del harpa loca de sus nervios. Todo, para este sensual, es color, sonido, perfume; línea, materia. Baudelaire hubiera sonreído al leer este terceto:

Le sandrigham, l’Ylang-Ylang, la violette

de ma pâle Beauté font une cassolette

vivante sur laquelle errent mes sens rôdeurs.

Si hay celos son celos del mar, que envuelve en un beso inmenso el cuerpo amado. He visto cuadros, muchos, que representan sugerentes escenas de baños de mar; pero ningún pintor ha llegado, a mi juicio, a donde este maldito belga que hasta en el agua inmensa y azul vierte filtros amatorios, como un brujo. En ocasiones es banal, emplea símiles prosaicos, como ferroviarios y geográficos. Pero cuando canta las medias, esas cosas prosaicas, os juro que no hay nada más original que esa poesía audaz y fugitiva; sobre una alfombra de seda e hilos de Escocia, danza la musa Serpentina uno de sus pasos más prodigiosos. Cuando llega Mayo, madrigaliza el poeta tristemente. No es raro: «Omnia animal post...» etc.

A Louise Abbema dedica una linda copia rítmica de su cuadro «Lilas blancas»; ¡suave descanso! Pero es para, en seguida, abortar una estúpida y vulgar blasfemia. ¿Hannon ha querido imitar ciertos versos de Baudelaire? Baudelaire era profunda y dolorosamente católico, y si escribió algunas de sus poesías «pour épater les bourgeois», no osó nunca a Dios. Pasa Theodore Hannon con sus bebedoras de fósforo: esas son las musas y las mujeres que le llevan la alegría de sus rimas; dedica ciertos limones a Cheret, y el pintor de los joviales «affiches» gustará de esas limonadas; quema lo que él llama «incienso femenino», en una copa de Venus con carbones del Infierno; pinta mares de espumosas ondas lesbianas y celebra a su amada de figura andrógina; es bohemio y errabundo, soñador y noctámbulo; prefiere las flores artificiales a las flores de la primavera; labra joyas, verdaderas joyas poéticas, para modistas y perdularias; dice sus desengaños prematuros; nos describe a Jane, una diablesa; nos lleva a un taller de pintor en donde un pobre viejo modelo sufre su martirio; los «Sonetos sinceros» son tres canciones del amor moderno, llenas de rosas y de besos, y sus iconos bizantinos son obras maestras de «degeneración.» Tomando por modelo las letanías infernales de Baudelaire, escribe las del Ajenjo, que a decir verdad, le resultaron más que medianas. Su histerismo estalla al cantar la Histeria; su «Mer enrhumée» es una extravagancia. Canta a unos ojos negros y diabólicos que le queman el alma; canta el pecado. Nos presenta un cuadro de «toilette» que es adorable de arte y abominable de vicio; en sus versos se sienten todos los perfumes, y se miran todos los afeites y menjurjes de un tocador femenino, desde el coldcream diáfano, la leche de Iris, la Crema Ninon, el blanco Emperatriz, el polvo divino, el polvo vegetal, hasta la azurina, el carmín, Ixor, new-mownhay, frangipane, steplanotis... ¡qué sé yo! todo en los más cristalinos, diamantinos, tallados, cincelados, admirables frascos. ¡Raro poeta este Theodore Hannon!

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