LEON BLOY
Je suis escorté de quelqu’un qui me chuchote sans cesse que la vie bien entendue doit être une continuelle persécution, tout vaillant homme un persécuteur, et que c’est la seule manière d’être vraiment poète. Persécuteur de soi-même, persécuteur du genre humain, persécuteur de Dieu. Celui qui n’est pas cela, soit en acte, soit en puissance, est indigne de respirer.
León Bloy. (Prefacio de «Propos d’un entrepreneur de démolitions».)
CUANDO William Ritter llama a León Bloy «el verdugo de la literatura contemporánea», tiene razón.
Monsieur de París vive sombrío, aislado, como en un ambiente de espanto y de siniestra extrañeza. Hay quienes le tienen miedo; hay muchos que le odian; todos evitan su contacto, cual si fuese un lazarino, un apestado; la familiaridad con la muerte ha puesto en su sér algo de espectral y de macabro; en esa vida lívida no florece una sola rosa. ¿Cuál es su crimen? Ser el brazo de la justicia. Es el hombre que decapita por mandato de la ley. León Bloy es el voluntario verdugo moral de esta generación, el Monsieur de París de la literatura, el formidable e inflexible ejecutor de los más crueles suplicios; él azota, quema, raja, empala y decapita; tiene el knut y el cuchillo, el aceite hirviente y el hacha: más que todo, es un monje de la Santa Inquisición, o un profeta iracundo que castiga con el hierro y el fuego y ofrece a Dios el chirrido de las carnes quemadas, las disciplinas sangrientas, los huesos quebrantados, como un homenaje, como un holocausto. «¡Hijo mío predilecto!» le diría Torquemada.
Jamás veréis que se le cite en los diarios; la prensa parisiense, herida por él, se ha pasado la palabra de aviso: «silencio.»
Lo mejor es no ocuparse de ese loco furioso; no escribir su nombre, relegar a ese vociferador al manicomio del olvido... Pero resulta que el loco clama con una voz tan tremenda y tan sonora, que se hace oir como un clarín de la Biblia. Sus libros se solicitan casi misteriosamente; entre ciertas gentes su nombre es una mala palabra; los señalados editores que publican sus obras, se lavan las manos; Tresse, al dar a luz «Propos d’un entrepreneur de démolitions», se apresura a declarar que León Bloy es un rebelde, y que si se hace cargo de su obra, «no acepta de ninguna manera la solidaridad de esos juicios o de esas apreciaciones, encerrándose en su estricto deber de editor y de «marchand de curiosités litteraires.»
León Bloy sigue adelante, cargado con su montaña de odios, sin inclinar su frente una sola línea. Por su propia voluntad se ha consagrado a un cruel sacerdocio. Clama sobre París como Isaías sobre Jerusalén: «¡Príncipes de Sodoma, oid la palabra de Jehová; escuchad la ley de nuestro Dios, pueblo de Gomorra!» Es ingenuo como un primitivo, áspero como la verdad, robusto como un sano roble. Y ese hombre que desgarra las entrañas de sus víctimas, ese salvaje, ese poseído de un deseo llameante y colérico, tiene un inmenso fondo de dulzura, lleva en su alma fuego de amor de la celeste hoguera de los serafines. No es de estos tiempos. Si fuese cierto que las almas transmigran, diríase que uno de aquellos fervorosos combatientes de las Cruzadas, o más bien, uno de los predicadores antiguos que arengaban a los reyes y a los pueblos corrompidos, se ha reencarnado en León Bloy, para venir a luchar por la ley de Dios y por el ideal, en esta época en que se ha cometido el asesinato del Entusiasmo y el envenenamiento del alma popular. El desafía, desenmascara, injuria. Desnudo de deshonras y de vicios, en el inmenso circo, armado de su fe, provoca, escupe, desjarreta, estrangula las más temibles fieras: es el gladiador de Dios. Mas sus enemigos, los «espadachines del Silencio», pueden decirle, gracias a la incomparable vida actual:
«los muertos que vos matáis,
gozan de buena salud.»
¡Ah, desgraciadamente es la verdad! León Bloy ha rugido en el vacío. Unas cuantas almas han respondido a sus clamores; pero mucho es que sus propósitos de demoledor, de perseguidor, no le hayan conducido a un verdadero martirio, bajo el poder de los Dioclecianos de la canalla contemporánea. Decir la verdad es siempre peligroso, y gritarla de modo tremendo como este inaudito campeón es condenarse al sacrificio voluntario. El lo ha hecho; y tanto, que sus manos capaces de desquijadar leones, se han ocupado en apretar el pescuezo de más de un perrillo de cortesana. He dicho que la gran venganza ha sido el silencio. Se ha querido aplastar con esa plancha de plomo al sublevado, al raro, al que viene a turbar las alegrías carnavalescas con sus imprecaciones y clarinadas. Por eso la crítica oficial ha dejado en la sombra sus libros y sus folletos. De ellos quiero dar siquiera sea una ligera idea.
¡Este Isaías, o mejor, este Ezequiel, apareció en el «Chat Noir!»
«Llego de tan lejos como de la luna, de un país absolutamente impermeable a toda civilización como a toda literatura. He sido nutrido en medio de bestias feroces, mejores que el hombre, y a ellas debo la poca benignidad que se nota en mí. He vivido completamente desnudo hasta estos últimos tiempos, y no he vestido decentemente sino hasta que entré al «Chat Noir.»[10] Fué Rodolfo Salis, «le gentil homme cabaretier», quien le ayudó a salir a flote en el revuelto mar parisiense.
Escribió en el periódico del «cabaret» famoso, y desde sus primeros artículos se destacaron su potente originalidad y su asombrosa bravura. Entre las canciones de los cancioneros y los dibujos de Villete, crepitaban los carbones encendidos de sus atroces censuras; esa crítica no tenía precedentes; esos libelos resplandecían; ese bárbaro abofeteaba con manopla de un hierro antiguo; jinete inaudito, en el caballo de Saulo, dejaba un reguero de chispas sobre los guijarros de la polémica. Sorprendió y asustó. Lo mejor, para algunos, fué tomarlo a risa. ¡Escribía en el «Chat Noir!» Pero llegó un día en que su talento se demostró en el libro; el articulista «cabaretier» publicó «Le Revelateur du Globe», y ese volumen tuvo un prólogo nada menos que de Barbey d’Aurevilly.
Sí, el condestable presentó al verdugo. El conde Roselly de Lorgues había publicado su «Historia de Cristóbal Colón» como un homenaje; y al mismo tiempo como una protesta por la indiferencia universal para con el descubridor de América. Su obra no obtuvo el triunfo que merecía en el público ébrio y sediento de libros de escándalo; en cambio, Pío IX la tomó en cuenta y nombró a su autor postulante de la Causa de Beatificación de Cristóbal Colón, cerca de la Sagrada Congregación de los Ritos. La historia escrita por el conde Roselly de Lorgues y su admiración por el «Revelador del Globo» inspiraron a León Bloy ese libro que, como he dicho, fué apadrinado por el nobilísimo y admirable Barbey d’Aurevilly. Barbey aplaudió al «obscuro», al olvidado de la Crítica. Hay que advertir que León Bloy es católico, apostólico, romano intransigente—, acerado y diamantino. Es indomable e inrayable: y en su vida íntima no se le conoce la más ligera mancha ni sombra. Por tanto, repito, estaba en la obscuridad, a pesar de sus polémicas. No había nacido ni nacería el onagro con cuya piel pudiera hacer sonar su bombo en honor del autor honrado, el periodismo prostituído.
La fama no prefiere a los católicos. Hello y Barbey, han muerto en una relativa obscuridad. Bloy, con hombros y puños, ha luchado por sobresalir, ¡y apenas si lo ha logrado! En su «Revelador del Globo» canta un himno a la Religión, celebra la virtud sobrenatural del Navegante, ofrece a la iglesia del Cristo una palma de luz. Barbey se entusiasmó, no le escatimó sus alabanzas, le proclamó el más osado y verecundo de los escritores católicos, y le anunció el día de la victoria, el premio de sus bregas. Le preconizó vencedor y famoso. No fué profeta. Rara será la persona que, no digo entre nosotros, sino en el mismo París, si le preguntáis: «¿Avez-vous la Baruch?» ¿ha leído usted algo de León Bloy? responda afirmativamente. Está condenado por el papado de lo mediocre: está puesto en el índice de la hipocresía social; y, literariamente, tampoco cuenta con simpatías, ni logrará alcanzarlas, sino en número bastante reducido. No pueden saborearle los asiduos gustadores de los jarabes y vinos de la literatura a la moda, y menos los comedores de pan sin sal, los porosos fabricantes de crítica exegética, cloróticos de estilo, raquíticos o cacoquimios. ¡Cómo alzará las manos, lleno de espanto, el rebaño de afeminados, al oir los truenos de Bloy, sus fulminantes escatalogias, sus «cargas» proféticas y el estallido de sus bombas de dinamita fecal!
Si el «Revelador del Globo» tuvo muy pocos lectores, los «Propos», con el atractivo de la injuria circularon aquí, allá; la prensa, naturalmente, ni media palabra. Aquí se declara Bloy el perseguidor y el combatiente. Vese en él una ansia de pugilato, un gozo de correr a la campaña semejante al del caballo bíblico, que relincha al oir el son de las trompetas. Es poeta y es héroe y pone al lado del peligro su fuerte pecho. El escucha una voz sobrenatural que le impulsa al combate. Como San Macario Romano, vive acompañado de leones, mas son los suyos fieros y sanguinarios y los arroja sobre aquello que su cólera señala.
Este artista—porque Bloy es un grande artista—se lamenta de la pérdida del entusiasmo, de la frialdad de estos tiempos para con todo aquello que por el cultivo del ideal o los resplandores de la fe nos pueda salvar de la banalidad y sequedad contemporánea. Nuestros padres eran mejores que nosotros, tenían entusiasmo por algo; buenos burgueses de 1830, valían mil veces más que nosotros. Foy, Beranger, la Libertad, Víctor Hugo, eran motivos de lucha, dioses de la religión del Entusiasmo. Se tenía fe, entusiasmo por alguna cosa. Hoy es el indiferentismo como una anquilosis moral; no se piensa con ardor en nada, no se aspira con alma y vida a ideal alguno. Eso poco más o menos piensa el nostálgico de los tiempos pasados, que fueron mejores.
Una de las primeras víctimas de «Propos» elegida por el Sacrificador, es un hermano suyo en creencias, un católico que ha tenido en este siglo la preponderancia de guerrero oficial de la Iglesia, por decir así, Luis Veuillot. A los veintidós días de muerto el redactor de «L’Univers», publicó Bloy en la «Nouvelle Revue» una formidable oración fúnebre, una severísima apreciación sobre el periodista mimado de la curia. Naturalmente, los católicos inofensivos protestaron, y el innumerable grupo de partidarios del célebre difunto señaló aquella producción como digna de reproches y excomuniones. Bloy no faltó a la caridad—virtud real e imperial en la tierra y en el cielo—; lo que hizo fué descubrir lo censurable de un hombre que había sido elevado a altura inconcebible por el espíritu de partido, y endiosado a tal punto que apagó con sus aureolas artificiales los rayos de astros verdaderos como los Hello y Barbey. Bloy no quiere, no puede permanecer con los labios cerrados delante de la injusticia; señaló al orgulloso, hizo resaltar una vez más la carneril estupidez de la Opinión—esfinge con cabeza de asno, que dice Pascal—, y demostró las flaquezas, hinchazones, ignorancias, vanidades, injusticias y aun villanías del celebrado y triunfante autor del «Perfume de Roma.» Si a los de su gremio trata implacable León Bloy, con los declarados enemigos es dantesco en sus suplicios; a Renán ¡al gran Renán! le empala sobre el bastón de la pedantería; a Zola le sofoca en un ambiente sulfídrico. Grandes, medianos y pequeños son medidos con igual rasero. Todo lo que halla al alcance de su flecha, lo ataca ese sagitario del moderno Bajo Imperio social e intelectual. Poctevin, a quien él con clara injusticia llama «un monsieur Francis Poctevin», sufre un furibundo vapuleo; Alejandro Dumas padre es el «hijo mayor de Caín»; a Nicolardet le revuelca y golpea a puntapiés; con Richepin es de una crueldad horrible; con Jules Vallés despreciativo e insultante; flagela a Willette, a quien había alabado, porque prostituyó su talento en un dibujo sacrílego; no es miel la que ofrece a Coquelin Cadet; al padre Didon le presenta grotesco y malo; a Catulle Mendés... ¡qué pintura la que hace de Mendés!; con motivo de una estatua de Coligny, recordando «La cólera del Bronce», de Hugo, en su prosa renueva la protesta del bronce colérico... azota a Flor O’Squarr, novelista anticlerical; la fracmasonería recibe un aguacero de fuego. Hay alabanzas a Barbey, a Rollinat, a Godeau, a muy pocos. Bloy tiene el elogio difícil. De «Propos» dice con justicia uno de los pocos escritores que se hayan ocupado de Bloy, que son el testamento de un desesperado, y que después de escribir ese libro, no habría otro camino, para su autor, si no fuese católico, que el del suicidio. No hay en León Bloy injusticia sino exceso de celo. Se ha consagrado a aplicar a la sociedad actual los cauterios de su palabra nerviosa e indignada. Donde quiera que encuentra la enfermedad la denuncia. Cuando fundó «Le Pal», despedazó como nunca. En este periódico que no alcanzó sino a cuatro números, desfilaban los nombres más conocidos de Francia bajo una tempestad de epítetos corrosivos, de frases mordientes, de revelaciones aplastadoras. El lenguaje era una mezcla de deslumbrantes metáforas y bajas groserías, verbos impuros y adjetivos estercolarios. Como a todos los grandes castos, a León Bloy le persiguen las imágenes carnales; y a semejanza de poetas y videntes como Dante y Ezequiel, levanta las palabras más indignas e impronunciables y las engasta en sus metálicos y deslumbrantes períodos.
«Le Pal» es hoy una curiosidad bibliográfica, y la muestra más flagrante de la fuerza rabiosa del primero de los «panfletistas» de este siglo.
Llegamos a «El Desesperado», que es a mi entender la obra maestra de León Bloy. Más aun: juzgo que ese libro encierra una dolorosa autobiografía. «El Desesperado» es el autor mismo, y grita denostando y maldiciendo con toda la fuerza de su desesperación.
En esa novela, a través de pseudónimos transparentes y de nombres fonéticamente semejantes a los de los tipos originales, se ven pasar las figuras de los principales favoritos de la Gloria literaria actual, desnudos, con sus lunares, cicatrices, lacras y jorobas. Marchenoir, el protagonista, es una creación sombría y hermosa al lado de la cual aparecen los condenados por el inflexible demoledor, como cadena de presidiarios. Esos galeotes tienen nombres ilustres: se llaman Paul Bourget, Sarcey, Daudet, Catulle Mendés, Armand Silvestre, Jean Richepin, Bergerat, Jules Vallés, Wolff, Bounetain y otros, y otros. Nunca la furia escrita ha tenido explosión igual.
Para Bloy no hay vocablo que no pueda emplearse. Brotan de sus prosas emanaciones asfixiantes, gases ahogadores. Pensaríase que pide a Ezequiel una parte de su plato, en la plaza pública... Y en medio de tan profunda rabia y ferocidad indomable, ¡cómo tiembla en los ojos del monstruo la humedad divina de las lágrimas; cómo ama el loco a los pequeños y humildes; cómo dentro del cuerpo del oso arde el corazón de Francisco de Asis! Su compasión envuelve a todo caído, desde Caín hasta Bazaine.
Esa pobre prostituta que se arrepiente de su vida infame y vive con Marchenoir, como pudiera vivir María Egipciaca con el monje Zózimo, en amor divino y plegaria, supera a todas las Magdalenas. No puede pintarse el arrepentimiento con mayor grandeza y León Bloy, que trata con hondo afecto la figura de la desgraciada, en vez de escribir obra de novelista ha escrito obra de hagiografo, igualando en su empresa, por fervor y luces espirituales, a un Evagrio del Ponto, a un San Atanasio, a un Fra Domenico Cavalca. Su arrepentida es una santa y una mártir: jamás del estiércol pudiera brotar flor más digna del paraíso. Y Marchenoir es la representación de la inmortal virtud, de la honradez eterna, en medio de las abominaciones y de los pecados; es Lot en Sodoma. «El desesperado» como obra literaria encierra, fuera del mérito de la novela, dos partes magistrales: una monografía sobre la Cartuja, y un estudio sobre el Simbolismo en la historia, que Charles Morice califica de «único», muy justamente.
«Un brelan d’excomunniés», tríptico soberbio, las imágenes de tres excomulgados: Barbey d’Aurevilly, Ernest Hello, Paul Verlaine: «El Niño terrible», «El Loco» y «El Leproso.» ¿No existe en el mismo Bloy un algo de cada uno de ellos? El nos presenta a esos tres seres prodigiosos; Barbey, el dandy gentilhombre, a quien se llamó el duque de Guisa de la literatura, el escritor feudal que ponía encajes y galones a su vestido y a su estilo, y que por noble y grande hubiera podido beber en el vaso de Carlomagno; Hello, que poseyó el verbo de los profetas y la ciencia de los doctores; Verlaine, Pauvre Lelian, el desventurado, el caído, pero también el harmonioso místico, el inmenso poeta del amor inmortal y de la Virgen. Ellos son de aquellos raros a quienes Bloy quema su incienso, porque al par que han sido grandes, han padecido naufragios y miserias.
Como una continuación de su primer volumen sobre el «Revelador del Globo», publicó Bloy, cuando el duque de Veraguas llevó a la tauromaquia a París, su libro «Christophe Colombo devant les taureaux.» El honorable ganadero de las Españas no volverá a oir sobre su cabeza ducal una voz tan terrible hasta que escuche el clarín del día del juicio. En ese libro alternan sones de órgano con chasquidos de látigos, himnos cristianos y frases de Juvenal; con un encarnizamiento despiadado se asa al noble taurófilo en el toro de bronce de Falaris. La Real Academia de la Historia, Fernández Duro, el historiógrafo yankee Harisses, son también objeto de las iras del libelista. Dé gracias a Dios el que fué mi buen amigo don Luis Vidart de que todavía no se hubiesen publicado en aquella ocasión sus folletos anticolombinos. Bloy se proclamó caballero de Colón en una especie de sublime quijotismo, y arremetió contra todos los enemigos de su Santo genovés.
Y he aquí una obra de pasión y de piedad, «La caballera de la muerte.» Es la presentación apologética de la blanca paloma real sacrificada por la Bestia revolucionaria, y al propio tiempo la condenación del siglo pasado, «el único siglo indigno de los fastos de nuestro planeta, dice William Ritter, siglo que sería preciso poder suprimir para castigarle por haberse rebajado tanto.» En estas páginas, el lenguaje, si siempre relampagueante, es noble y digno de todos los oídos.
El panegirista de María Antonieta ha elevado en memoria de la reina guillotinada un mausoleo heráldico y sagrado, al cual todo espíritu aristocrático y superior no puede menos que saludar con doloroso respeto.
Los dos últimos libros de Bloy son «Le Salut par les juifs» y «Sueur de sang.»
El primero no es por cierto en favor de los perseguidos israelitas; más también los rayos caen sobre ciertos malos católicos: la caridad frenética de Bloy comienza por casa. El segundo es una colección de cuentos militares, y que son a la guerra francoprusiana lo que el aplaudido libro de d’Esparbés a la epopeya napoleónica; con la diferencia de que allá os queda la impresión gloriosa del vuelo del águila de la leyenda, y aquí la Francia suda sangre... Para dar una idea de lo que es esta reciente producción, baste con copiar la dedicatoria:
A LA MÉMOIRE DIFFAMÉE
de
François-Achille Bazaine
Maréchal de l’Empire
Qui porta les péchés de toute la France.
Están los cuentos basados en la realidad, por más que en ellos se llegue a lo fantástico. Es un libro que hace daño con sus espantos sepulcrales, sus carnicerías locas, su olor a carne quemada, a cadaverina y a pólvora. Bloy se batió con el alemán de soldado raso; y odio como el suyo al enemigo, no lo encontraréis. «Sueur de sang» fué ilustrado con tres dibujos de Henry de Groux, macabros, horribles, vampirizados.
Robusto, como para las luchas, de aire enérgico y dominante, mirada firme y honrada, frente espaciosa coronada por una cabellera en que ya ha nevado, rostro de hombre que mucho ha sufrido y que tiene el orgullo de su pureza: tal es León Bloy.
Un amigo mío, católico, escritor de brillante talento, y por el cual he conocido al Perseguidor, me decía: «Este hombre se perderá por la soberbia de su virtud, y por su falta de caridad.» Se perdería si tuviese las alucinaciones de un Lamennais, y si no latiese en él un corazón antiguo, lleno de verdadera fe y de santo entusiasmo.
Es el hombre destinado por Dios para clamar en medio de nuestras humillaciones presentes. El siente que «alguien» le dice al oído que debe cumplir con su misión de Perseguidor, y la cumple, aunque a su voz se hagan los indiferentes los «príncipes de Sodoma» y las «Archiduquesas de Gomorra». Tiene la vasta fuerza de ser un fanático. El fanatismo, en cualquier terreno, es el calor, es la vida: indica que el alma está toda entera en su obra de elección. ¡El fanatismo es soplo que viene de lo alto, luz que irradia en los nimbos y aureolas de los santos y de los genios!