GEORGE D’ESPARBÉS
COMO el hecho no demuestra sino la oportunidad de una ocurrencia de poeta, que en todo caso no merece sino aplausos, y como me fué narrado delante de Jean Carrere, que aprobaba con su sonrisa, no creo ser indiscreto al comenzar estas líneas contando la historia de un telegrama de Atenas, leído en el reciente banquete de Víctor Hugo y firmado George D’Esparbés, telegrama que reprodujo toda la prensa de París.
Jean Carrere, en unión de otros jóvenes brillantes y entusiastas, literatos, poetas, quisieron manifestar que no era cierta la fea calumnia levantada contra la juventud literaria de Francia, que ha sido tachada de irrespetuosa para con Víctor Hugo.
Para ello, y con motivo de la nueva publicación de «Toute la Lyre», organizaron un banquete que tuvo la correspondiente resonancia; un banquete que pudiérase llamar de desagravio.
Fueron ágapes a que asistió gran parte del París literario—viejos románticos, parnasianos y escuelas nuevas, y de las que brotó, maldita flor de discordia—a pistola, treinta pasos, sin resultado—un duelo entre Catulle Mendés y Jules Bois, quienes no hace mucho tiempo eran excelentes amigos. Fué la fiesta una deuda pagada, una ceremonia cumplida con el dios, y la cual, con gran pompa, y por contribución internacional, debería realizarse anualmente. Esta es una idea poético-gastronómica que dejo a la disposición de los hugólatras.
En la mesa, cuando el espíritu lírico y el champaña hacían sentir en el ambiente un perfume de real mirra y de glorioso incienso, en medio de los vibrantes y ardientes discursos en honor de aquél que ya no está, corporalmente, entre los poetas, después de los brindis de los maestros, y de los versos leídos por Carrere y Mendés, se pronunció por allí el nombre de George D’Esparbés. D’Esparbés no estaba en el banquete, él, que ama la gloria del Padre, y que como él ha cantado, en una prosa llena de soberbia y de harmonía, los hechos del «cabito», la epopeya de Napoleón. Jean Carrere, el soberbio rimador, se levanta y ausenta por unos segundos. Luego, vuelve triunfante, mostrando en sus manos un despacho telegráfico que acababa de recibir, un despacho firmado D’Esparbés.
¿Pero dónde está ahora él? Nadie lo sabe. Está en Atenas, dice Carrere. Y lee el telegrama, una corona de flores griegas que desde el Acrópolis envía el fervoroso escritor a la mesa en que se celebra el triunfo eterno de Hugo. Pocas palabras, que son acogidas con una explosión de palmas y vivas. Nadie estaba en el secreto. Cuando aparezca D’Esparbés no hay duda de que «reconocerá» su telegrama.
Y ahora hablemos de esa portentosa «Leyenda del Aguila» napoleónica.
La «Leyenda del Aguila» es un poema, con la advertencia de que D’Esparbés canta en cuentos. La epopeya es toda una, mas cada cuento está animado por su llama propia, en que el lirismo y la más llana realidad se confunden.
No hace falta el verso, pues en esta prosa marcial cada frase es un toque de música guerrera, las palabras suenan sus fanfarrias de clarines, hacen rodar en el ambiente sus redobles de tambores, son a veces un cántico, un trueno, un ¡ay!, un omnisonante clamor de victoria.
También el final es triste, al doble sonoro y doloroso de las campanas que tocan por la caída del imperio. Napoleón no aparece aumentado, no es un Napoleón mítico y de fantasía; antes bien, algunas veces como que el poeta se complace en achicar más su tan conocida pequeña estatura.
Pensaríase en ocasiones un joven Aquiles comandando un ejército de cíclopes, guiando a la campaña batallones de gigantes. Porque si emplea el lente épico D’Esparbés, es cuando pinta las luchas, el decorado, el campamento, los soldados imperiales. Los soldados crecen a nuestra vista, aparecen enormes, sobrehumanos, como si fuesen engendrados en mujeres por arcángeles o por demonios. Sus talantes se destacan orgullosa y heroicamente. Tienen formas homéricas, son verdaderos androleones; llega a creerse que al caer uno de ellos herido, debe temblar alrededor la tierra, como en los hexámetros de la Iliada.
Tal húsar es inmenso; tal granadero podría llamarse Amico o Polifemo; tal escuadrón de caballería podría entrar en el versículo de un profeta, terrible y devastador como una «carga» de Isaías. Y en todo esto una sencillez serena y dominadora. Podría intercalarse en este libro, sin que se notase diferencia en tono y fuerza, el episodio de Hugo en que vemos a Marius asomarse a la ventana y lanzar un ¡viva al emperador! al viento y a la noche.
D’Esparbés ha elegido para su obra el cuento, este género delicado y peligroso, que en los últimos tiempos ha tomado todos los rumbos y todos los vuelos. La prosa, animada hoy por los prestigios de un arte deslumbrador y exquisito, juntando los secretos, las bizarrías artísticas de los maestros antiguos o los virtuosísimos modernos, es para él un rico material con que pinta, esculpe, suena y maravilla. Batallista de primer orden, conciso, nervioso y sugestivo, supera en impresiones y sensaciones de guerra a Stendhal y a Tolstoi, y si existe actualmente quien puede igualarle—alguno diría superarle—en campo semejante, es un escritor de España, Pérez Galdós, el Pérez Galdós de los «Episodios Nacionales.»
Desde que comienza el poema, con el cuento de los tres soldados; tres húsares altos como encinas, viene un potente soplo que posee, que arrebata la atención. Estamos enfrente de tres máquinas de carne de cañón, tres soldados, rudos y musculosos como búfalos, tres grandes animales crinados del rebaño de leones del pastor Bonaparte. Porque es de ver cómo esos sangrientos luchadores, esos fieros hombres del invencible ejército, hablan del «emperadorcito», del pequeño y real ídolo, como de un divino pastor, como de un David. Así cuando se pronuncia su nombre, las fauces bárbaras, los fulminantes ojazos, se suavizan con una dulce y cariñosa humedad. Son tres soldados que después de la jornada de Jena, tienen, lo que es muy natural en un soldado después de una batalla, tienen hambre.
Ingenuamente y «necesariamente» feroces, esos tres hombres degüellan a uno del enemigo, con la mayor tranquilidad, pero sufren y se inquietan cuando sus caballos no comen.
Por eso cuando hallan un cura que les hospeda, en Saalfeld, del lado de Erfurth, y les da buena vianda y buen pan, lo que está conforme con la lógica militar es que sus tres cabalgaduras, también hambrientas, entren a comer en los mismos platos de ellos, espantando a la criada, y haciendo que el sacerdote medite, y vea el alma de esos hombres; y no se extrañe. Es uno de los mejores cuentos del poema. No resisto a citar una frase.
Los soldados comen como desesperados de apetito. El cura les contempla, meditabundo y sacerdotal. De cuando en cuando les hace preguntas. Ha tiempo que están en armas. Desde jóvenes han oído las trompetas de las campañas. No saben de nada más. Y sobre todo, Napoleón se alza delante de ellos semejante a una inmortal divinidad. El cura dice a uno:
«—Y vos, hijo mío, ¿creéis en Dios padre todopoderoso?»
El soldado no comprende bien. Piensa: «Dios padre... Dios hijo... Dios...»
«—¡Y bien!—grita de repente:
«—¡Todo eso...! ¡eso es la familia del Emperador!»
Después surge a nuestra vista un colosal tambor mayor del ejército de Italia, «alto como una torre y tierno como un saco de pan.» Su nombre es un verdadero nombre de gigante, más hermoso y tremendo que el de Cristóbal o el de Fierabrás, o el de Goliat; se llama Rougeot de Salandrouse. Un gallardo bruto, que cuando reía, «il montrait comme les bêtes une épaisse gueule de chair rouge qui semblait saigner.»
Este bello monstruo que gustaba de las viejas historias de guerra y de las sublimes mitologías, amaba sobre todo la harmonía musical, las cornetas, los parches del combate. Bonaparte le nombró subteniente, teniente y capitán; después de lo de Arcola, después de lo de Mantua, después de lo de Trebia. Pero el hijo de Apolo cifraba su ambición en las pompas radiantes, en los compases, en el bastón que guiaba a los tambores: quería ser tambor mayor. Lo fué después de mucho pedirlo al emperador; y el titánico testarudo saludó con su admirable uniforme y sus vanidosos gestos, el triunfal sol de Austerlitz. Le vió Lannes desde su caballo, le vió Soult, le vió Bernadotte, le vió el insigne caballero Murat: y junto con Berthier y Janot, le vió, sonriendo, el «petit caporal», príncipe y dueño del Aguila. Y cuando llega la áspera brega, en medio de los choques, de la confusión sangrienta y de la muerte, la figura de Salandrouse, guiando sus tambores, adquiere proporciones legendarias.
Herido, soberbio, incomparable, hace que los parches no cesen de tocar un son de victoria; y hay que ir a arrancarle de su puesto, donde se yergue, maravilloso como un dios, al canto ronco y sordo de los pellejos cribados.
El desdén de la muerte, el respeto de la consigna, el amor a la vida militar, y sobre todo, la adoración por el que ellos miran como favorecido de la omnipotencia divina;—conquistador victorioso, señor del mundo, Napoleón,—forman el alma de estos épicos relatos.
Ya es el conde subteniente que sufre sin gemir, y muere oyendo leer, cual si fuese un santo breviario, un libro de oro de la nobleza heroica; ya es el grupo de bravos rústicos que no sabían cargar los fusiles en medio de la más horrible carnicería, y que luego fueron condecorados; ya son los rudos gascones que luchan como tigres y gritan como diablos; ya es la marcha que bate un tamborcito casi femenil, para que desfilen ante los ojos aquilinos de Bonaparte ciento veinticinco hombres, resto de los treinta y ocho mil de Elkingen, o la visión de los cascos coronados por penachos de cabellos de mujeres españolas; o «Le Kenneck», valiente y fiel, delante del rey de Prusia; o el águila del Imperio que sale, apretando el rayo con las garras, del vientre del caballo muerto; o esta orden trágica, casi macabra, dada en lo más duro de la batalla: «En avant, les cadavres...!» o el capellán que parafrasea la Biblia al ruido de las descargas; o ese cuadro cuya sencilla magnificencia impone, asombra y encanta, cuando el Cabito tiene frío, y va a la tienda de la guardia inmortal, y duerme y se le hace lumbre con millones de oro, con Murillos, con Goyas, con portentos de Velázquez, con encajes de marquesas y abanicos de manolas; o el león de vida de gato que creía ser inmortal si no se le mataba con su sable; o el abandono de los caballos, alas de los caballeros; o el oficial que condecora y el emperador que aprueba; o el fantasma del «shakó», que se alza para responder con bizarría y cae en la muerte; o Duclós con sus charreteras, que condecora llorando a un viejo luchador, y cuando el emperador le pregunta: «Duclós, ¿conoces a ese hombre?» le contesta: «¡Señor, es mi padre!» o el águila, el águila viva, que vuela y grita sobre el pabellón que marcha al Austria; o el fúnebre clamor del abismo; o, en fin, los cañones que doblan cuando ya el Grande ha caído, ¡lúgubres y fatales campanas del Imperio!
¡Libro magistral; poema ardiente y magnífico!
La mujer no aparece sino raras veces, y en los recuerdos de los héroes: las madres, las abuelas llenas de canas, alguna esposa que está allá lejos! Donde brota un grupo de ellas, como un coro de Esquilo, terribles, suplicantes, gemidoras como mártires, coléricas como gorgonas, es en el capítulo, en el cuento de las crines. A un gran número de las hijas de España, en su pueblo invadido, un coronel fantasista, jovial y plúmbeo, hace cortar las cabelleras para adornar los cascos de sus dragones. Y como una mujer, aullante de dolor como Hécuba, se presenta con sus espesos cabellos ya canosos, el coronel se los hace también cortar y los pone sobre su cabeza marcial, donde los hará agitarse el huracán de la guerra. Y otra mujer brilla como una estrella de virtud y de grandeza, divina suicida, augusta delante de la muerte. Sucumbe con su niño en el más sublime de los sacrificios; pero también quedan emponzoñados, rígidos y sin vida, en la casita pobre, ocho cosacos como ocho bestias fieras.
¿Qué otra figura femenil? Hay una, envuelta en el misterio. Ella, la vaga, la anunciadora de las desgracias, la que se pasea silenciosa por los vivacs, haciendo malos signos; ella, solitaria como la Tristeza, y triste como la Muerte. ¿Qué otra más? La Victoria, de real y soberano perfil, de cuello robusto y erectas mamas; creatriz de los lauros y de los himnos.
Este libro es una obra de bien. El es fruto de un espíritu sano, de un poeta sanguíneo y fuerte; y Francia, la adorada Francia, que ve brotar de su suelo—por causa de una decadencia tan lamentable como cierta, falta de fe y de entusiasmo, falta de ideales;—que ve brotar tantas plantas enfermas, tanta adelfa, tanto cáñamo indiano, tanta adormidera, necesita de estos laureles verdes, de estas erguidas palmas. Libros como el de D’Esparbés recuerdan a los olvidadizos, a los flojos y a los epicúreos el camino de las altas empresas, la calle enguirnaldada de los triunfos.
Y puesto que de Vogüe ha visto el feliz anuncio de un vuelo de cigüeñas, alce los ojos Francia y mire si ya también vuelve, sonora, lírica, inmensa, el Aguila antigua de las garras de bronce.