EDUARDO DUBUS
LOS violines también se callan, los violines que tocaban tan vigorosamente para la danza, para la danza de las pasiones; los violines se callan también. Estas palabras de la «Angélica» de Heine, escucháis al entrar al parque solitario en donde la fiesta tuvo sus luces y sus cantos.
Eduardo Dubus es un raro poeta, poeta que enguirnalda con rosas marchitas el simulacro de la Melancolía.
Vamos allá al recinto abandonado... ya pasó la hora de la partida; ya las barcas van lejos; ya las marquesas, los caballeros galantes, los abates rosados van lejos. Callaron los violines y partieron, con su dulce alma harmoniosa... Los violines, silenciosos, van ya lejos...
En mes rêves, ou regne une Magicienne,
Cent violons mignons, d’une grâce ancienne,
Vêtus de bleu, de rose, et de noir plus souvent
Viennent jouer parfois, on dirait pour le vent,
Des musiques de la couleur de leur coutume,
Mais on pleurent de folles notes d’amertume,
Que la Fée, une fleur au lèvres, sans émoi,
Ecoute longuement se prolonger en moi,
El dont je garde souvenir, pour lui complaire,
Et maint joyau voilé d’ombre crépusculaire,
Qu’orfèvre symbolique et pieuse sortis
A sa gloire,
Quand les violons sont partis.
Si vuestra alma pone el oído atento, en las fiestas de ensueños del poeta, oiréis los maravillosos sones de los violines: los azules cantan la melodía de las dichas soñadas, los alcázares de ilusión, las babilonias de pálido oro que vemos a través de las brumas de los vagos anhelos; los rosados dicen las albas de las adolescencias, la luz adorable del orto del amor, la primera sutil y encantada iniciación del beso, las palomas, las liras; los negros, ¡oh los negros! son los reveladores de las tristezas, los que plañen los desengaños, los que sollozan líricos de profundis, los que riman la historia de los adioses, en una enternecedora lengua crepuscular. Todos ellos mezclan a sus sones divinos la nota melancólica; todos a su «gracia antigua», agregan como una visión de desesperanza: así escucha el Hada, una flor en los labios...
La aparición de Ella, es semejante a una de las deliciosas visiones de Gachons, ese discípulo prestigioso de Grasset, rosa suave, violeta suave, un poniente melancólico; la Mujer surge intangible; no es la Mujer, es la Apariencia; sus ojos son adoradores de los sueños, enemigos de las fuertes y furiosas luces; aman las neblinas fantásticas; buscan las lejanías en donde crece el sublime lirio de lo Imposible. Luego la contemplamos en un jardín hesperidino:
Parmi les fleurs pâles, aux senteurs ingénues,
Qui n’ont jamais vibré sous les soleils torrides,
Elle va le regard éperdu vers les nues.
Son âme, une eau limpide et calme de fontaine:
Sous le grand nonchaloir des ramures funèbres,
Reflète indolement la rêverie hautaine
Des lis épanouis dans les demi ténébres.
Une angélique Main, qui lui montre la Voie,
Seule dans sa pensée eut la gloire d’écrire,
Et le ciel, d’une paix divine lui renvoie
L’écho perpétuel de son chaste sourire...
Es una misteriosa y pura figura de primitivo: su paso es casi un imperceptible vuelo; su delicadeza virginal tiene el resplandor albísimo de una celeste nieve... Etcétera...
Y así podría seguir, violineando poema en prosa, para encanto de los snobs de nuestra América ¡que también los tenemos! si no debiese presentar como se lo merece, en la serie de los Raros, a este poeta Dubus, que es ciertamente admirable, y en el mismo París, como no sea en ciertos cenáculos literarios, muy escasamente conocido.
León Deschamps compara la cara de Dubus a «la máscara de Baudelaire joven», lo cual quiere decir que era de un hermoso tipo, si recordáis la impresión de Gautier; era joven y vigoroso, «un grand enfant rêveur, pervers pas mal et fantasque joliment.» Del retratito pintado con humor y cariño por su amigo el jefe de «La Plume», se ve que había en el lírico envainado un fantasista, y en el soñador un terrible, que quería a toda costa espantar a los burgueses. No hay que olvidar que los peores enemigos de las «gentes», se han hallado siempre entre los hombres jóvenes y cabelludos que besan mejor que nadie las mejillas, muerden las uvas a plenos dientes y acarician a las musas, como a celestiales amadas y ardientes queridas. Era así Dubus.
No se adivinaría tras su faz, al melancólico que deslíe los pálidos colores de sus ensueños, en los versos exquisitos que rimaba, cuando los violines habían ya partido...
Quería tener fama en «Francisco I», en el «Vachette», en todo el barrio de ser morfinómano y no había visto nunca, dicen sus íntimos, una Pravaz; de ser pornógrafo y era casto, tan casto en sus versos, como un lirio de poesía; de mal «sujeto», y era un excelente muchacho. Su Maga le protegía; su Maga le enseñaba la más dulce magia; su Maga le enseñaba los melodiosos versos, las músicas de sus enigmáticos violines...
Henri Degrou—otro perfecto desconocido—nos ha contado de él cómo apenas tenía diez años de vida artística; que comenzó en el «Scapin» de Vallette con Denise, Samain, Dumur, Stuart Merril, que luego juntando dos cosas horriblemente antagónicas, poesía y política, fué conferencista revolucionario en la sala Jussieu; y se batió en duelo; periodista clamoroso y aullante en el «Cri du Peuple», en la «Jeune Republique» y en la escandalosa «Cocarde» de boulangística memoria; poeta en el «Chat Noir», con Tinchant y Cross, y compañero constante de la parvada mantenedora de las «revistas jóvenes», entre las cuales brotaron dos que hoy son lujo intelectual del alma nueva de Francia, y a las que no nombro por ser muy conocidas de los «nuevos.»
Hízose luego Dubus pontífice o cosa así de una de esas religiones de moda más o menos indias o egipcias; budhista, kabalista, o lo que fuese, lo que buscaba su espíritu era huir de la banalidad ambiente, hallar algo en que refugiarse, sediento de ensueños y de fábulas, enemigo del bulevar, de Coquelin y de la «Revue de Deux Mondes», uno de tantos «des Esseintes», en fin.
Cuando la publicación de su libro-bijou, «Quand les violons sont partis»,—libro especial, defendido de los hipopótamos callejeros porque era de subscripción y no se vendía en las librerías,—los pocos, los que le comprendieron, le saludaron como a uno de los más ricos y brillantes poetas de la nueva generación.
Ni desconyuntó el verso francés; ¡y era revolucionario y simbolista! ni mimó a Mallarmé; ¡y era decadente...! ni ostentó la escuadra de plata y la cuchara de oro de los impecables albañiles del Parnaso; ¡y era parnasiano! Lo único que le denunciaba su filiación era un cierto perfume de Baudelaire; pero un Baudelaire tan sereno y melancólico...
Al comenzar vimos cómo era el alma del poeta, es decir, la mujer, la inspiración. Simboliza Dubus en ella a la reina de un soñado país que se desvanece, de un reino hechizado que se borra, que se esfuma:
Elle pairait ainsi bien Reine pour ces temps
Enveloppés de leur linceul de décadence,
Où tante joie est travestie de Mort qui danse,
Et l’Amour en vieillard, dont les doigts mécontents,
Brodent, sans foi, sur une trame de mensonge
Des griffons prisonniers dans des palais de songe.
En ella, como en un altar, se verifican todos los sacrificios, se queman todos los inciensos. Se miran, como a través de una gasa diamantina, o más bien, de clara luz lunar, los jardines de su vida, su primavera, en un estrecimiento de oro; o es ya su perfil, el perfil de una emperatriz bizantina—algo como la Ana Commeno que pinta Paul Adam—sus deseos y sus ensueños, bajeles-cisnes que parten a desconocidos países de amor, en busca de nuevos ardores, de nuevos fuegos: y mirad la transformación: cómo la mujer intangible marchita ahora con sólo su aliento las corolas frescas; cómo estremece de asombrado espanto los blancores liliales con sólo la visión de sus crueles e imperiales labios de púrpura, la roja violadora de lises.
La segunda parte del libro está precedida de un son de siringa de Verlaine;
Cœurs tendres, mais affranchis du serment.
En toda obra de poeta joven actual se ve necesariamente pasar la sombra del Capripede.
Es el que ha enseñado el secreto de las vagas melodías sugestivas, de aquellas palabras
si specieux, tout bas,
que hacen que nuestro corazón «tiemble y se extrañe...» primero con la proclamación del imperio musical—de la «musique avant toute chose»—y las maravillas del matiz, en una poética encantadora y sabia; después con la sapientísima gracia de una sencillez más difícil que todas las manifestaciones que parecieron al principio tan abstrusas.
Dubus canta su romanza teniendo la visión de aquel parque verleniano en que iban las bellas, prendidas del brazo de los jóvenes amantes, soñadoras; y en donde los tacones luchaban con las faldas...
J’aimerais bien vous égarer un soir
Au fond du pare desert, dans une allée
Impénétrable à la nuit etoilée:
J’aimerais bien vous égarer un soir.
Je ne verrais que vos longs yeux féeriques
Et nous vivons lèvres closes, rêvant
A la chanson languisante du vent;
Je ne verrais que vos longs yeux féeriques.
Luego las pequeñas cosas divinas del amor, en medio de los perfumes del gran bosque misterioso, las dos almas olvidadas de la tierra; vuelos de mariposa, sombras propicias...
Quelle serait la fin de l’aventure?
Un madrigal accueilli d’airs moqueurs?
Nous fûmes tant les dupes de nos cœurs?
Quelle serai la fin de l’aventure?
Abates de corte, marquesas, ecos de las Fiestas galantes. Como en éstas, la expresión de un indecible «régret», y el refugio de la desolación en el ensueño.
En ritmos de Malasia continúan las lentas y vagorosas prosas de las ilusiones fugitivas, de las «reveries» crepusculares, de las laxitudes que dejan los apasionados besos idos; se oyen en el «pantum» como las quejas de un viejo clavicordio, que hubiese sido testigo de las horas de pasión, en la primavera en que florecieron las ilusiones, y que hoy rememora ¡tan tristemente! las albas amorosas que pasaron. ¿Hay algo más melancólico que el rostro de viuda de esa musa entristecida que tiene por nombre Antes?
En «Les Jeux fermés» las reminiscencias de Verlaine aparecen más claras que en ninguna. Si me favoreciese la memoria, recordaría el pasaje original del maestro. Pero los pocos lectores para quienes escribo estas líneas, podrán hacer la confrontación:
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Toute blanche, comme une aubépine fleurie,
Voici la Belle-au-bois-dormant: on la marie,
Ce soir, au bien-aimé qu’elle atendit cent ans.
Cendrillon passe au bras de l’Adroite-Princesse...
Et les songes épars des contes, vont sans cesse
Souriant aux petits enfants jusqu’au reveil.
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La parte siguiente la preside Mallarmé; un Mallarmé que viene desde las lejanías del Eclesiastés:
¡La chair est triste hélas! et j’ai lu touts les livres!
¿Los violines, los dos violines de la cuadrilla, lloran, o ríen? Es el fin del baile. La respuesta quizá la encontraríamos en «La Nuit perdue», bajo los tilos radiosos de girándulas, en donde la orquesta da al aire alegres y frívolos motivos.
Aquel mismo parque lleno de adorables visiones, y de ruidos de músicas suaves y de besos, es el lugar de la nueva escena. Al claro de la luna se inicia un amorío deleitoso y loco. Pero el éxtasis es rápido. No quedará muy en breve sino la lánguida atonía del recuerdo.
«La Mensonge d’Autunne» está escrita con la manera suntuosa y hermética de Mallarmé: apenas entrevistas apariencias, enigmáticas evocaciones, músicas sutiles y penetrantes, despertadoras de sensaciones que un momento antes ignoraba uno dentro de sí mismo.
Aurora. Ha pasado la noche de la fiesta. «El oro rosado de la aurora incendia los «vitraux» del palacio en donde se danza una lenta pavana desfalleciente, a los perfumes enervantes del aire puro.»
Un detalle:
L’éclat falot de la bougie agonise
A l’infini, dans les glaces de Venise.
¿Habéis visto un final de fiesta, cuando el alba empieza y la luz del sol va inundado el salón iluminado por las arañas y los candelabros? Los rostros cansados, las ojeras, las fatigas del cuerpo y una vaga fatiga del alma.
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La musique a des sons bien étranges;
On dirait un remords qui pérore.
Mourants ou morts dejà les sourires mièvres,
Les madrigaux sont morts sur tous les lèvres.
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Dans la salle de bal nue et vide
Reste seul un bouquet qui se fane,
Pour mourir du même jour livide
Que l’espoir des danseurs de pavane.
L’éclat falot de la bougie agonise
A l’infini, dans les glaces de Venise...
Después una canción jovial cuyo final nos llevará al ineludible páramo de los desengaños; una «feerie»—para Rachilde—que sería maravillosamente a propósito para ser interpretada por Odilon Redon.
Y en los «bailes», son las alegres danzantes, las amadas, las adoradas—¡ah, crueles gatas nietzschianas!—las alegres danzantes que danzan al son de los violines y de las flautas.
Entre aromas y sonrisas y músicas, helas allí del brazo de los caballeros, de los pobres enamorados caballeros.
—Bellas nuestras, ¿queréis colocar en el lugar de las rosas, sobre vuestro corazón los corazones nuestros?
¡Ah! ellas dicen que sí, toman los corazones, se los prenden al corpiño, y ríen. Los pobres caballeros partirán y han de ver cómo las bellas danzan en la sala del baile, y cómo se desprenden los corazones de los corpiños, y cómo ellas siguen danzando,
... et leurs petits souliers
Glissent éclaboussés de gouttes purpurines.
Otra noche de fiesta. Los pájaros azules han volado desde el amanecer del día, pero vuelven como heridos, con un incierto vuelo. Las rosas del camino están más pálidas y son más raras que nunca. Las flores están desoladas bajo un cielo ahogador. Casi concluye esta parte con una sensación de pesadilla.
Ciertamente, el poeta sabía ya cómo la carne es triste; y había leído todos los libros...
En la otra parte, cuyo epígrafe es este verso de Gerard de Nerval:
Crains dans le mur un regard qui t’epie,
es una sucesión de cuadros fastuosos, en donde predomina siempre la bruma de una tristeza irremediable. Es el reino del desencanto.
Así en un soneto invernal, como en el «pantun» del Fuego, dedicado a Saint Pol Roux El Magnífico; como en el palacio monumental que alza en una Babilonia de ensueño; como en la canción «para la que llegó demasiado tarde»; como en Epaves, donde los galeones cargados de esperanzas se hunden en un océano de olvido, antes de llegar a la España soñada; como en el jardín muerto, un jardín a lo Poe, en donde reina la Desolación.
La parte siguiente presídenla dos corifeos de la Decadencia (¡habrá que llamarla así!): Villiers de l’Isle Adam y Charles Morice.
El Eterno Femenino alza al cielo un cáliz enguirnaldado de locas flores de voluptuosidad:
La haute coupe, d’un metal diamanté
Où se profilent de lascives silhouettes,
A l’attirance d’un miroir aux alouettes,
Et nos divins désirs, qu’elle eblouit un jour,
Viennent, l’aile ivre, éperdument voler autour
Criant la grande soif qui nous brûle la bouche,
Jusqu’à l’heure de la communion farouche
Où chacun boit dans le metal diamanté
La Science: qu’il n’est au monde volupté
Hormis les fleurs dont s’enguirnalde le calice,
Pour que s’immortalice un merveilleux supplice.
Las letanías que siguen tienen su clarísimo origen en Baudelaire; pero tanto Dubus, como Hannon, como todos los que han querido renovar las admirables de Satán, no han alcanzado la señalada altura. No se puede decir lo mismo respecto a la «Sangre de las rosas», en donde el autor se revela exquisito artista del verso y poeta encantador.
Después oímos el canto que rememora el naufragio de los que, atraídos por las fascinantes sirenas, hallaron la muerte bajo la tempestad, «cerca de los archipiélagos cuyos bosques exhalan vagas sinfonías y perfumes cargados de languideces infinitas.»
C’était le chant suave et mortel des sirenes,
Qui avançaient, avec d’ineffables lenteurs,
Les bras en lyre et les regards fascinateurs,
Dans les râles du vent diviniment sereines.
Algo soberbio es «El Idolo», poema fabricado lapidariamente, cuyo símbolo supremo irradia una majestad solemne y grandiosa.
Seguidamente viene la última parte, en la cual vuelve a oirse el paso del Pie de chivo, y su flauta de carrizos:
¿Te souvient-il de notre extase ancienne?
Llama a la Resignación, con una cordura completamente verleniana; Don Juan se queja en dísticos. Es ya un piano viejo y roto, demasiado usado. Ha cantado muchos amores y muchas delicias. Las mujeres han aporreado sus teclas con aires infames, y «traderiderá y laitou»,
¡Tant et tout! que les tremolos
Eussent la gaîté des sanglots.
En el parque antiguo yace la estatua de Eros, caída; las canciones ha tiempo que se han callado: el solitario desterrado halla apenas un refugio: el orgullo de los recuerdos: «Superbia.» Al finalizar hay un clamor de resurrección.
Pour devenir enfin celui que tu recèles,
Et qui pourrait périr avant d’avoir été
Sous le poids d’une trop charnelle humanité,
¡O mon âme! il est temps enfin d’avoir des ailes.
Concluye el libro con un inmemoriam a la adorada que un tiempo sacrificó el corazón del pobre poeta; a la adorada reina, amante de la sangre del sacrificio, cruel como todas las adoradas,—Herodias.
Los violines se han callado, los violines han partido. Y el poeta ha partido también, camino del cielo de los pobres poetas, camino de su hospital.
Los violines negros deben haber iniciado un misterioso «De profundis», los violines negros que le acompañaron en sus desesperanzas y en sus dolores, cuando la vida le fué dura, la gloria huraña y la mujer engañosa y felina.