JOSÉ MARTÍ
EL fúnebre cortejo de Wagner exigiría los truenos solemnes del «Tannhauser»; para acompañar a su sepulcro a un dulce poeta bucólico, irían, como en los bajos relieves, flautistas que hiciesen lamentarse a sus melodiosas dobles flautas; para los instantes en que se quemase el cuerpo de Melesígenes, vibrantes coros de liras; para acompañar—¡oh! permitid que diga su nombre delante de la gran Sombra épica; de todos modos, malignas sonrisas que podáis aparecer, ya está muerto...!—para acompañar, americanos todos que habláis idioma español, el entierro de José Martí, necesitaríase su propia lengua, su órgano prodigioso lleno de innumerables registros, sus potentes coros verbales, sus trompas de oro, sus cuerdas quejosas, sus oboes sollozantes, sus flautas, sus tímpanos, sus liras, sus sistros. Sí, americanos, hay que decir quien fué aquel grande que ha caído! Quien escribe estas líneas que salen atropelladas de corazón y cerebro, no es de los que creen en las riquezas existentes de América... Somos muy pobres... Tan pobres, que nuestros espíritus, si no viniese el alimento extranjero, se morirían de hambre. Debemos llorar mucho por esto al que ha caído! Quien murió allá en Cuba, era de lo mejor, de lo poco que tenemos nosotros los pobres; era millonario y dadivoso: vaciaba su riqueza a cada instante, y como por la magia del cuento, siempre quedaba rico: hay entre los enormes volúmenes de la colección de «La Nación», tanto de su metal fino y piedras preciosas, que podría sacarse de allí la mejor y más rica estatua. Antes que nadie, Martí hizo admirar el secreto de las fuentes luminosas. Nunca la lengua nuestra tuvo mejores tintas, caprichos y bizarrías. Sobre el Niágara castelariano, milagrosos iris de América. ¡Y qué gracia tan ágil, y qué fuerza natural tan sostenida y magnífica!
Otra verdad aun, aunque pese más al asombro sonriente: eso que se llama el genio, fruto tan solamente de árboles centenarios—ese majestuoso fenómeno del intelecto elevado a su mayor potencia, alta maravilla creadora, el Genio, en fin, que no ha tenido aún nacimiento en nuestras repúblicas, ha intentado aparecer dos veces en América; la primera en un hombre ilustre de esta tierra, la segunda en José Martí. Y no era Martí, como pudiera creerse, de los semi-genios de que habla Mendés, incapaces de comunicar con los hombres, porque sus alas les levantan sobre la cabeza de éstos, e incapaces de subir hasta los dioses, porque el vigor no les alcanza y aun tiene fuerza la tierra para atraerles. El cubano era «un hombre.» Más aun; era como debería ser el verdadero super-hombre, grande y viril; poseído del secreto de su excelencia, en comunión con Dios y con la naturaleza.
En comunión con Dios vivía el hombre de corazón suave e inmenso; aquel hombre que aborreció el mal y el dolor; aquel amable león de pecho columbino, que pudiendo desjarretar, aplastar, herir, morder, desgarrar, fué siempre seda y miel hasta con sus enemigos. Y estaba en comunión con Dios, habiendo ascendido hasta él por la más firme y segura de las escalas: la escala del Dolor. La piedad tenía en su sér un templo; por ella diríase que siguió su alma los cuatro ríos de que habla Rusbrock el Admirable; el río que asciende, que conduce a la divina altura; el que lleva a la compasión por las almas cautivas, los otros dos que envuelven todas las miserias y pesadumbres del herido y perdido rebaño humano. Subió a Dios, por la compasión y por el dolor. ¡Padeció mucho Martí!—desde las túnicas consumidoras, del temperamento y de la enfermedad, hasta la inmensa pena del señalado que se siente desconocido entre la general estolidez ambiente; y por último, desbordante de amor y de patriótica locura, consagróse a seguir una triste estrella, la estrella solitaria de la Isla, estrella engañosa que llevó a ese desventurado rey mago a caer de pronto en la más negra muerte!
Los tambores de la mediocridad, los clarines del patrioterismo tocarán dianas celebrando la gloria política del Apolo armado de espada y pistolas que ha caído, dando su vida, preciosa para la humanidad y para el Arte y para el verdadero triunfo futuro de América, combatiendo entre el negro Guillermón y el general Martínez Campos!
¡Oh, Cuba! eres muy bella, ciertamente, y hacen gloriosa obra los hijos tuyos que luchan porque te quieren libre; y bien hace el español de no dar paz a la mano por temor de perderte, Cuba admirable y rica y cien veces bendecida por mi lengua; mas la sangre de Martí no te pertenecía; pertenecía a toda una raza, a todo un continente; pertenecía a una briosa juventud que pierde en él quizá al primero de sus maestros; pertenecía al porvenir!
Cuando Cuba se desangró en la primera guerra, la guerra de Céspedes; cuando el esfuerzo de los deseosos de libertad no tuvo más fruto que muertes e incendios y carnicerías, gran parte de la intelectualidad cubana partió al destierro. Muchos de los mejores se expatriaron, discípulos de don José de la Luz, poetas, pensadores, educacionistas. Aquel destierro todavía dura para algunos que no han dejado sus huesos en patria ajena o no han vuelto ahora a la manigua. José Joaquín Palma, que salió a la edad de Lohengrín con una barba rubia como la de él, y gallardo como sobre el cisne de su poesía, después de arrullar sus décimas «a la estrella solitaria» de república en república, vió nevar en su barba de oro, siempre con ansias de volver a su Bayamo, de donde salió al campo a pelear después de quemar su casa. Tomás Estrada Palma, pariente del poeta, varón probo, discreto y lleno de luces, y hoy elegido presidente por los revolucionarios, vivió de maestro de escuela en la lejana Honduras; Antonio Zambrana, orador de fama justa en las repúblicas del norte que a punto estuvo de ir a las Cortes, en donde habría honrado a los americanos, se refugió en Costa Rica, y allí abrió su estudio de abogado; Eizaguirre fué a Guatemala; el poeta Sellén, el celebrado traductor de Heine, y su hermano, otro poeta, fueron a Nueva York, a hacer almanaques para las píldoras de Lamman y Kemp, si no mienten los decires; Martí, el gran Martí andaba de tierra en tierra, aquí en tristezas, allá en los abominables cuidados de las pequeñas miserias de la falta de oro en suelo extranjero; ya triunfando, porque a la postre la garra es garra y se impone, ya padeciendo las consecuencias de su antagonismo con la imbecilidad humana; periodista, profesor, orador; gastando el cuerpo y sangrando el alma; derrochando las esplendideces de su interior en lugares en donde jamás se podría saber el valor del altísimo ingenio y se le infligiría además el baldón del elogio de los ignorantes;—tuvo en cambio grandes gozos: la compresión de su vuelo por los raros que le conocían hondamente; el satisfactorio aborrecimiento de los tontos, la acogida que «l’élite» de la prensa americana—en Buenos Aires y Méjico,—tuvo para sus correspondencias y artículos de colaboración.
Anduvo, pues, de país en país, y por fin, después de una permanencia en Centro América, partió a radicarse a Nueva York.
Allá, a aquella ciclópea ciudad, fué aquel caballero del pensamiento a trabajar y a bregar más que nunca. Desalentado, él tan grande y tan fuerte, ¡Dios mío! desalentado en sus ensueños de Arte, remachó con triples clavos dentro de su cráneo la imagen de su estrella solitaria, y dando tiempo al tiempo, se puso a forjar armas para la guerra, a golpe de palabra y a fuego de idea. Paciencia, la tenía; esperaba y veía como una vaga fatamorgana, su soñada Cuba libre. Trabajaba de casa en casa, en los muchos hogares de gentes de Cuba que en Nueva York existen; no desdeñaba al humilde: al humilde le hablaba como un buen hermano mayor, aquel sereno e indomable carácter, aquel luchador que hubiera hablado como Elciis, los cuatro días seguidos, delante del poderoso Otón rodeado de reyes.
Su labor aumentaba de instante en instante, como si activase más la savia de su energía aquel inmenso hervor metropolitano. Y visitando al doctor de la Quinta Avenida, al corredor de la Bolsa y al periodista y al alto empleado de La Equitativa, y al cigarrero y al negro marinero, a todos los cubanos neoyorkinos, para no dejar apagar el fuego, para mantener el deseo de guerra, luchando aún con más o menos claras rivalidades, pero, es lo cierto, querido y admirado de todos los suyos, tenía que vivir, tenía que trabajar, entonces eran aquellas cascadas literarias que a estas columnas venían y otras que iban a diarios de Méjico y Venezuela. No hay duda de que ese tiempo fué el más hermoso tiempo de José Martí. Entonces fué cuando se mostró su personalidad intelectual más bellamente. En aquellas kilométricas epístolas, si apartáis una que otra rara ramazón sin flor o fruto, hallaréis en el fondo, en lo macizo del terreno, regentes y ko-hinoores.
Allí aparecía Martí pensador, Martí filósofo, Martí pintor, Martí músico, Martí poeta siempre. Con una magia incomparable hacía ver unos Estados Unidos vivos y palpitantes, con su sol y sus almas. Aquella «Nación» colosal, la «sábana» de antaño, presentaba en sus columnas, a cada correo de Nueva York, espesas inundaciones de tinta. Los Estados Unidos de Bourget deleitan y divierten; los Estados Unidos de Groussac hacen pensar; los Estados Unidos de Martí son estupendo y encantador diorama que casi se diría aumenta el color de la visión real. Mi memoria se pierde en aquella montaña de imágenes, pero bien recuerdo un Grant marcial y un Sherman heroico que no he visto más bellos en otra parte; una llegada de héroes del Polo; un puente de Brooklin literario igual al de hierro; una hercúlea descripción de una exposición agrícola, vasta como los establos de Augías; unas primaveras floridas y unos veranos ¡oh, sí! mejores que los naturales; unos indios sioux que hablaban en lengua de Martí como si Manitu mismo les inspirase; unas nevadas que daban frío verdadero, y un Walt Whitman patriarcal, prestigioso, líricamente augusto, antes, mucho antes de que Francia conociera por Sarrazin al bíblico autor de las «Hojas de hierba.»
Y cuando el famoso congreso pan-americano, sus cartas fueron sencillamente un libro. En aquellas correspondencias hablaba de los peligros del yankee, de los ojos cuidadosos que debía tener la América latina respecto a la Hermana mayor; y del fondo de aquella frase que una boca argentina opuso a la frase de Monroe.
Era Martí de temperamento nervioso, delgado, de ojos vivaces y bondadosos. Su palabra suave y delicada en el trato familiar, cambiaba su raso y blandura en la tribuna, por los violentos cobres oratorios. Era orador, y orador de grande influencia. Arrastraba muchedumbres. Su vida fué un combate. Era blandílocuo y cortesísimo con las damas; las cubanas de Nueva York teníanle en justo aprecio y cariño, y una sociedad femenina había que llevaba su nombre.
Su cultura era proverbial, su honra intacta y cristalina; quien se acercó a él se retiró queriéndole.
Y era poeta; y hacía versos.
Sí, aquel prosista que, siempre fiel a la Castalia clásica, se abrevó en ella todos los días, al propio tiempo que por su constante comunión con todo lo moderno y su saber universal y políglota, formaba su manera especial y peculiarísima, mezclando en su estilo a Saavedra Fajardo con Gautier, con Goncourt,—con el que gustéis, pues de todo tiene; usando a la continua de hipérbaton inglés, lanzando a escape sus cuádrigas de metáforas, retorciendo sus espirales de figuras; pintando ya con minucia de pre-rafaelista las más pequeñas hojas del paisaje, ya a manchas, a pinceladas súbitas, a golpes de espátula, dando vida a las figuras; aquel fuerte cazador, hacía versos, y casi siempre versos pequeñitos, versos sencillos—¿no se llamaba así un librito de ellos?—versos de tristezas patrióticas, de duelos de amor, ricos de rima o armonizados siempre con tacto; una primera y rara colección está dedicada a un hijo a quien adoró y a quien perdió por siempre: «Ismaelillo.»
Los «Versos sencillos», publicados en Nueva York, en linda edición, en forma de eucologio, tienen verdaderas joyas. Otros versos hay, y entre los más bellos «Los zapaticos de Rosa.» Creo que como Banville la palabra «lira» y Leconte de Lisle la palabra «negro», Martí la que más ha empleado es «rosa.»
Recordemos algunas rimas del infortunado:
I
¡Oh, mi vida que en la cumbre
Del Ajusco hogar buscó,
Y tan fría se moría
Que en la cumbre halló calor!
¡Oh, los ojos de la virgen
Que me vieron una vez,
Y mi vida estremecida
En la cumbre volvió a arder!
II
Entró la niña en el bosque
Del brazo de su galán,
Y se oyó un beso, otro beso,
Y no se oyó nada más.
Una hora en el bosque estuvo,
Salió al fin sin su galán:
Se oyó un sollozo; un sollozo,
Y después no se oyó más.
III
En la falda del Turquino
La esmeralda del camino
Los incita a descansar:
El amante campesino
En la falda del Turquino
Canta bien y sabe amar.
Guajirilla ruborosa,
La mejilla tinta en rosa
Bien pudiera denunciar,
Que en la plática sabrosa
Guajirilla ruborosa,
Callar fué mejor que hablar.
IV
Allá en la sombría,
Solemne Alameda,
Un ruido que pasa,
Una hoja que rueda,
Parece al malvado
Gigante que alzado
El brazo le estruja,
La mano le oprime,
Y el cuello le estrecha
Y el alma le pide—,
Y es ruido que pasa
Y es hoja que rueda;
Allá en la sombría,
Callada, vacía,
Solemne Alameda...
V
—¡Un beso!
—¡Espera!
Aquel día
Al despedirse se amaron.
—¡Un beso!
—Toma.
Aquel día
Al despedirse lloraron.
VI
La del pañuelo de rosa,
La de los ojos muy negros,
No hay negro como tus ojos
Ni rosa cual tu pañuelo.
La de promesa vendida,
La de los ojos tan negros,
Más negras son que tus ojos
Las promesas de tu pecho.
Y este primoroso juguete:
De tela blanca y rosada
Tiene Rosa un delantal,
Y a la margen de la puerta
Casi, casi en el umbral,
Un rosal de rosas blancas
Y de rojas un rosal.
Una hermana tiene Rosa
Que tres años besó abril,
Y le piden rojas flores
Y la niña va al pensil,
Y al rosal de rosas blancas
Blancas rosas va a pedir.
Y esta hermana caprichosa
Que a las rosas nunca va,
Cuando Rosa juega y vuelve
En el juego el delantal,
Si ve el blanco abraza a Rosa
Si ve el rojo da en llorar.
Y si pasa caprichosa
Por delante del rosal,
Flores blancas pone a Rosa
En el blanco delantal.
Un libro, la Obra escogida del ilustre escritor, debe ser idea de sus amigos y discípulos.
Nadie podría iniciar la práctica de tal pensamiento, como el que fué, no solemne discípulo querido, sino amigo del alma, el paje, o más bien «el hijo» de Martí: Gonzalo de Quesada, el que le acompañó siempre leal y cariñoso, en trabajos y propagandas, allá en Nueva York y Cayo Hueso y Tampa. ¡Pero quién sabe si el pobre Gonzalo de Quesada, alma viril y ardorosa, no ha acompañado al jefe también en la muerte!
Los niños de América tuvieron en el corazón de Martí predilección y amor.
Queda un periódico único en su género—, los pocos números de un periódico que redactó especialmente para los niños. Hay en uno de ellos un retrato de San Martín, que es obra maestra. Quedan también la colección de «Patria» y varias obras vertidas del inglés, pero eso todo es lo menor de la obra literaria que servirá en lo futuro.
Y ahora, maestro y autor y amigo, perdona que te guardemos rencor los que te amábamos y admirábamos, por haber ido a exponer y a perder el tesoro de tu talento. Ya sabrá el mundo lo que tú eras, pues la justicia de Dios es infinita y señala a cada cual su legítima gloria. Martínez Campos, que ha ordenado exponer tu cadáver, sigue leyendo sus dos autores preferidos: «Cervantes...» y «Ohnet.» Cuba quizá tarde en cumplir contigo como debe. La juventud americana te saluda y te llora; pero ¡oh, Maestro! ¿qué has hecho...?
Y paréceme que con aquella voz suya, amable y bondadosa, me reprende, adorador como fué hasta la muerte del ídolo luminoso y terrible de la Patria; y me habla del sueño en que viera a los héroes: las manos de piedra, los ojos de piedra, los labios de piedra, las barbas de piedra, la espada de piedra...
Y que repite luego el voto del verso:
¡Yo quiero, cuando me muera,
Sin patria, pero sin amo,
Tener en mi losa un ramo
De flores y una bandera!