Blog de Carlos López Mendoza

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Los raros - Jean Richepin

JEAN RICHEPIN

A propósito de «Mes Paradis»

PARA frontispicio de estas líneas, ¿qué pintor, qué dibujante puede darme retrato mejor que el que ha hecho Teodoro de Banville, en este precioso esmalte?

«Este cantor, de toisón y negro rostro ambarino, ha resuelto parecerse a un príncipe indio, sin duda con el objeto de poder desparramar, sin llamar la atención, un montón de perlas, de rubíes, de zafiros y de crisólitos. Sus cejas rectas casi se juntan, y sus ojos hundidos, de pupilas grises, estriados y circulados de amarillo, permanecen comunmente como durmientes y turbados, coléricos, lanzan relámpagos de acero. La nariz pequeña, casi recta, redondamente terminada, tiene las ventanillas móviles y expresivas; la boca pequeña, roja, bien modelada y dibujada, finamente voluptuosa y amorosa; los dientes cortos, estrechos, blancos, bien ordenados, sólidos como para comer hierro; dan una original y viril belleza al poeta de las «Caricias.» La largura avanzada de la mandíbula inferior, desaparece bajo la linda barba rizada y ahorquillada; y ocultando sin duda una alta y espaciosa frente, de la cima del cráneo se precipita hasta sobre los ojos una mar de hondas apretadas: es la espesa y brillante y negra y ondulante cabellera.» Confrontando esta pintura con la agua-fuerte de León Bloy, la fisonomía adquiere sus rasgos absolutos: sea al amor de aquella cariñosa efigie, o al corrosivo efecto de los ácidos del panfletista, la figura de Richepin es interesante y hermosa. Robusto y gallardo, tiene a orgullo el ser turanio, bohemio, cómico y gimnasta. Hace sus versos a su imagen y semejanza, bien vertebrados y musculosos; monta bien en Pegaso como domaría potros en la pampa; alza los cantos metálicos de sus poemas como un hércules sus esferas de hierro, y juega con ellos, haciendo gala de bíceps, potente y sanguíneo. En el feudalismo artístico en que Hugo es Burgrave, Richepin es barón bárbaro, gran cazador cuyo cuerno asorda el bosque y a cuyo halalí pasa la tempestuosa tropa cinegética, en un galope ronco y sonoro, tras la furia erizada y fugitiva de los jabalíes y los vuelos violentos de los ciervos.

Los que le colocan en el principado del «cabotinismo», ¿no creen que tenga derecho este hombre fuerte a cortarle la cola a su león?

No son pocos los golpes que ha recibido y recibe, desde la catapulta de Bloy hasta las flechas rabelesianas de Laurent Tailhade. A todos resiste, acorazando su carne de atleta con las planchas de bronce de su confiada soberbia. Busca lo rojo, como los toros, los negros y las mujeres andaluzas, princesas de los claveles: de sus instrumentos el tímpano y la trompeta; de sus bebidas el vino, hermano de la sangre; de sus flores las rosas pletóricas: de su mar las ásperas sales, los iodos y los fósforos. Como Baudelaire, revienta petardos verbales para espantar esas cosas que se llaman «las gentes.» No de otro modo puede tomarse la ocurrencia que Bloy asegura haber oído de sus labios, superior, indudablemente, a la del jardinero de las «Flores del Mal», que alababa el sabor de los sesos de niño...

La «chanson des gueux», fué la fanfarria que anunció la entrada de ese vencedor que se ciñó su corona de laureles en los bancos de la policía correccional. «Mon livre n’a point de feuille de vigne et je m’en flatte.» Voluntariamente encanallado, canta a la canalla, se enrola en las turbas de los perdidos, repite las canciones de los mendigos, los estribillos de las prostitutas; engasta en un oro lírico las perlas enfermas de los burdeles; Píndaro «atorrante» suelta las alondras de sus odas desde el arrollo. Los jaques de Quevedo no vestían los harapos de púrpura de esos jaques; los borrachos de Villón no cantaban más triunfantemente que esos borrachos. Cínica y grosera, la musa arremangada baila un «chahut» vertiginoso; vemos a un mismo tiempo el Moulin Rouge y el Olimpo; las páginas están impregnadas de acres perfumes; brilla la tea anárquica; los pobres cantan la canción del oro; el coro de las nueve hermanas, ya en ritmos tristes o en rimas joviales, se expresa en «argot»; la Miseria, gitana pálida y embriagada, danza un prodigioso paso, y de Orión y Arturo forma sus castañuelas de oro. La creación tiene su himno; las bestias, las plantas, las cosas, exhalan su aliento o su voz; los jóvenes vagabundos se juntan con los ancianos limosneros; el son del pifferaro responde a la romanza gastada del organillo. Oid un canto a Raul Pouchon, valiente cancionero de París, mientras rimando una frase en griego de Platón, se prepara el juglar a disculparse de su amor por las máscaras, apoyado en el brazo de Shakespeare.

Se ha dicho que no es la voz de los verdaderos «gueux» la que ha sonado en la bocina de Richepin, y que su sentimiento popular es falsificado; el mismo Arístides Bruant, clarín de la canción, le aplaude con reservas y señala su falta de sinceridad. No he de juzgar por esto menos poeta a quien ha revestido con las más bellas preseas de la harmonía el poema vasto y profundo de los miserables.

En «Las Caricias» se ve al virtuoso, al ejecutante, al organista del verso; acuña sonetos como medallas y esterlinas; tiene la ligereza y el vigor; chispas y llamaradas, saltantes «pizzicati» y prestigiosas fugas.

Como tirada por catorce cisnes, la barca del soneto recorre el lago de la universal poesía; a su paso saluda el piloto paraísos de Grecia, encantadas islas medioevales, soñadas Cápuas, divinos Eldorados; hasta anclar cerca de un edén Watteau, que se percibe en el país de un abanico de catorce varillas. La delicadeza y distinción del poeta dan a entender que lo púgil no quita lo Buckingham.

En este poema, como en todos los poemas, como en todos los libros de Richepin, encontraréis la obsesión de la carne, una furia erótica manifestada en símiles sexuales, una fraseología plástico-genital que cantaridiza la estrofa hasta hacerla vibrar como aguijoneada por cálida brama; un culto fálico comparable al que brilla con carbones de un adorable y dominante infierno en los versos del raro, total, soberano poeta del amor epidérmico y omnipotente: Algernon C. Swinburne.

Al eco de un rondó vais al país de las hadas y de los príncipes de los cuentos azules; huelen los campos florecidos de madrigales; tras el reino de Floreal, Thermidor os enseñará su región, en donde a la entrada, se balancea un macabro ahorcado alegre, que me hace recordar cierta agua-fuerte de Felicien Rops, que apareció en el frontispicio de las poesías del belga Théodore Hannon. Tras las brumas de Brumario, Nivoso dirige sus bailarinas en un amargo cancán; y después de estas caricias, de estas «Caricias», queda en el ánimo una pena tan honda, como la que aprieta y persigue a los fornicarios en los tratados de los fisiólogos y la anunciada en los versículos de los libros santos.

En «Las Blasfemias» brota una demencia vertiginosa. El título no más del poema, toca un bombo infamante. Lo han tocado antes, Baudelaire con sus «Letanías de Satán» y el autor de la «Oda a Priapo.» Esos títulos son comparables a los que decoran, con cromos vistosos los editores de cuentos obscenos. «¡Atención, señores! ¡Voy a blasfemar!» ¿Se quiere mayor atractivo para el hombre, cuyo sentido más desarrollado es el que Poe llamaba el sentido de perversidad? Y he aquí que aunque la protesta de hablar palabras sinceras manifestada por Richepin, sea clara y franca, yo,—sin permitirme formar coro junto con los que le llaman cabotín y farsante,—miro en su loco hervor de ideas negativas y de revueltas espumas metafísicas, a un peregrino sediento, a un gran poeta errante en un calcinado desierto, lleno de desesperación y de deseo, y que por no encontrar el oasis y la fuente de frescas aguas, maldice, jura y blasfema. Cuando más, me acercaría a la sombra de Guyau, y vería en esta obra única y resonante, un concierto de ideas desbarajustadas, una harmonía de sonidos en un desorden de pensamientos, un capricho de portalira que quiere asombrar a su auditorio con el estruendo de sonatas estupendas y originales. De otro modo no se explicaría ese paradojal grupo de sonetos amargos, en el que las más fundamentales ideas de moral se ven destrozadas y empapadas en las más abominables deyecciones.

Ese soneto sobre Padre y Madre, forma pareja con la célebre frase frigorífica que León Bloy asegura haber oído de boca de Richepin. El carnaval teológico que en las «Blasfemias» constituye la diversión principal de la fiesta del ateo, con sus cópulas inauditas y sus sacrílegos cuadros imaginarios, sería motivo para dar razón al iconoclasta Max Nordau, en sus diagnósticos y afirmaciones. Pocas veces habrá caído la fantasía en una histeria, en una epilepsia igual; sus espumas asustan, sus contorsiones la encorvan como un arco de acero, sus huesos crujen, sus dientes rechinan, sus gritos son clamores de ninfomaníaca; el sadismo se junta a la profanación: ese vuelo de estrofas condenadas precisa el exorcismo, la desinfección mística, el agua bendita, las blancas hostias, un lirio del santuario, un balido del cordero pascual. La cuadrilla infernal de los dioses caídos no puede ser acompañada sino por el órgano del Silencio. Habla el ateo con las estrellas, para quedar más fuerte en su negación, y su plegaria, cuando parodia la oración, como un pájaro sin alas, cae. El judío errante dice bien sus alejandrinos y prosigue su marcha. Las letanías de Baudelaire tienen su mejor paráfrasis en la apología que hace Richepin del Bajísimo.

Con una rodilla en tierra, y en vibrantes versos, entona, él también su ¡Pape Satán, Pape Satán alepe! Mas donde se retrata su tipo desastrado, es en las que él llama canciones de la sangre: su árbol genealógico florece rosas de Bohemia: sus antepasados espirituales están entre los invasores, los parias, los bandidos cabalgantes, los soldados de Atila, los florentinos asesinos, los atormentadores, los sucubos, los hechiceros, y los gitanos.

En esas canciones se encuentra una estrofa harmoniosísima que Guyau considera como la mejor imitación fonética del galope del caballo, olvidando el ilustre sabio el verso que todos sabemos desde el colegio:

Cuadrupedantem puten sonitu quatit

ungula campum...

Nada existe de divino para el comedor de ideales; y si hace tabla rasa con los dioses de todos los cultos y con los mitos de todas las religiones, no por eso deja de decir a la Razón desvergüenzas, de abominar a la Naturaleza, montón de deyecciones, según él, y de reirse, tonante y burlón, del Progreso, para señalarse como precursor de un Cristo venidero cuya aparición saluda, el blasfemo, con los tubos de sus trompetas alejandrinas. Eran sus intenciones, según confesión propia, cuando echó al mundo ese poema candente y escandaloso, instaurar a su modo una moral, una política y una cosmogonía materialista. Para esto debía publicar después de las «Blasfemias», el «Paraíso del Ateo», el «Evangelio del Antecristo» y las «Canciones eternas.» El poema nuevo «Mis paraísos» corresponde a aquel plan.

Una palabra siquiera sobre una de las obras más fuertes, quizá la más fuerte, de Jean Richepin: «El Mar.» Desde Lucrecio hasta nuestros días, no ha vibrado nunca con mayor ímpetu el alma de las cosas, la expresión de la materia, como en esa abrumadora sucesión de consonantes que olea, sala, respira, tiene flujo y reflujo, y toda la agitación y todo el encanto vencedor de la inmensidad marina. De todos los que han rimado o escrito sobre el mar, tan solamente Tristán Corbiére (de la academia hermética de los escogidos), ha hecho cantar mejor la lengua de la onda y del viento, la melodía oceánica. Hay que saber que Richepin, como Corbière, conoce prácticamente las aventuras de los marineros y de los pescadores, y bajo sus pies ha sentido los sacudimientos de la piel azul de la hidra. No sé si de grumete empezó; pero sí que ha hecho la guardia, a la media noche, delante de la mirada de oro de las estrellas; y envuelto en la bruma de las madrugadas, ha dicho entre dientes las canciones que saben los lobos de mar. Loti delante de él es un «sportman», un «yachtman»; René Maizeroy, un elegante que va a tomar las aguas a Trouville; Michelet, un admirable profesor; solamente Corbière le presta su pipa y su cuchillo y le aplaude cuando salmodia sus cristalizadas letanías, o enmarca maravillosas marinas que no han sabido crear los pintores de Holanda, o retrata y esculpe los tipos de a bordo, o con la linterna mágica de un poder imaginativo excepcional ilumina cuadros fantasmagóricos sobre las olas, concertando la muda melodía de los castos astros con la polémica eterna de las ebrias espumas.

El Richepin prosista ha cosechado laureles y silbas; pues si con sus cuadros urbanos de París ha realizado una obra única, con sus novelas ha llegado hasta las puertas aterradoras del folletín. Jamás creería yo en un rebajamiento intelectual de tan alado poeta, y no seré de los que lo aburguesan, a causa de tal o cual producción; y que son los mismos que llaman a Zola «un monsieur a génie.» Mme. André se va con sus tristezas humanas; y «Braves gens» junto con Miark, ceden el paso al «conteur.» Pues si algún poder tiene Richepin después del de lírico, es el que le dá la forma rápida y vivaz del cuento. Ya nos pinte las intimidades de los cómicos, a los cuales le acerca una simpatía irresistible; ya vaya al jardín de Poe a cortar adelfas o arrancar mandrágoras, al lívido resplandor de las pesadillas; ya juegue con la muerte, o se declare paladín de anarquistas, humillando, mal poeta en esto, la idea indestructible de las jerarquías, su palabra tiene carne y sangre, vive y se agita, y os hará estremecer.

En «Mes Paradis» hay ya una ascensión. Como las «Blasfemias», el poema está dedicado a Maurice Bouchor. Quien, espiritual y místico, deberá aplaudir el cambio experimentado en el ateo. Ya no todo está regido por la fatalidad, ni el Mal es el invencible emperador. La explicación podrá quizá encontrarse en esta declaración del poeta: «Las Blasfemias» fueron escritas de veinte a treinta años, y «Mis Paraísos», de treinta a cuarenta.» Comienza su último poema con un tono casi prosáico, y protesta su buena voluntad y la sinceridad de su pensamiento. Buen gladiador, hace su saludo antes de entrar en la lucha. Luego, las primeras bestias fieras que le salen al encuentro son dragones de ensueño, o frías víboras bíblicas que nos vienen a repetir una vez más que en el fondo de toda copa hay amargura, y que la rosa tiene su espina y la mujer su engaño. Vuelve Richepin a ver al diablo, a quien canta en sonoros versos de pie quebrado; antes le había visto igual físicamente a un hermano de Bouchor, ahora le adula, le ruega y le habla en su idioma, como un ferviente adorador de las misas negras.

Pero no todo es negación, puesto que hay una voz secreta que pone en el cerebro del soñador la simiente de la probabilidad.

Para ser discípulo del demonio, Richepin filosofa demasiado, y, sobre todo, el tejido de su filosofía sopla un buen aire que augura tiempo mejor. La barca en que va, con rumbo a las Islas de Oro, pasa por muchos escollos, es cierto; pero esto nos da motivo para oir el suave son de muy lindas baladas. Sensual sobre todo, el predicador del culto de la materia nos dice cosas viejas y bien sabidas. ¿Es acaso nuevo el principio que resume la mayor parte de estas primeras poesías: «comamos, bebamos, gocemos, que mañana todo habrá concluído?» ¿O este otro: «vale más pájaro en mano que buitre volando?» Oh, sí; los panales, las rosas, los senos de las mujeres, las uvas y los vinos, son cosas que nos halagan y encantan; pero ¿esto es todo? Diré con el mismo Richepin: «Poète, n’as tu pas des ailes?»

El amor a los humildes se advierte en toda esta obra; no un amor que se cierne desde la altura del numen, sino un compañerismo fraternal que junta al poeta con los «gueux» de antaño. Las canciones transcienden a olores tabernarios. Decididamente, ese duque vestido de oro tiene una tendencia marcada al «atorrantismo.» Gracias a Dios, que buen aire ha inflado las velas y tenemos a la vista las costas de las anunciadas áureas islas. Sabemos aquí que la vida vale la pena de nacer; que nuestro cuerpo tiene un reino extenso y rico; que nada hay como el placer, y que la felicidad consiste en la satisfacción de nuestros instintos. Islas de oro pálido, islas de oro negro, islas de oro rojo, ¿son estas las flores que brotan en vuestras maravillosas campiñas?

Lo que llama al paso mi atención son dos coincidencias que no tocan en nada la amazónica originalidad de Richepin, pero me traen a la memoria conocidísimas obras de dos grandes maestros. En la página 229 de «Mes Paradis» tiembla la cabellera de Gautier, y en página 368 se lee:

Enivre-toi quand même, et non moins follement,

de tout ce qui survit au rapide moment,

des chimères, de l’art, du beau, du vin, des rêves

qu’on vendange en passant aux réalités brèves, etc.

Lo cual se encuentra más o menos en uno de los admirables poemas en prosa de Baudelaire.

Todo hay, en fin, en esas islas de oro: maravillas de poesía satiriaca, estrofas en que ha querido demostrar Richepin como él también puede igualar las exquisiteces de la poética simbolista; paisajes de suprema belleza, decoraciones orientales, ritmos y estrofas de una lengua asiática en que triunfa el millonario de vocablos y de recursos artísticos; relámpagos de pasión y ternuras súbitas; las apoteosis del hogar y la poetización de las cosas más prosáicas; las flautas y harpas de Verlaine se unen a las orquestas parnasianas; el treno, el terceto monorrimo de los himnos latinos precede al verso libre; el elogio de la palabra está hecho en alejandrinos que parecen continuación de los célebres de Hugo, y si turba la harmonía órfica la obsesión de la metafísica, pronto nos salva de la confusión o del aburrimiento al galope metálico y musical de las cuádrigas de hemistiquios. En largo discurso rimado nos explicará por qué es a veces prosáico, o trivial. Su pensamiento pesa mucho, y no pueden arrastrarlo en ocasiones las palabras.

Islas de oro pálido, islas de oro rubio, islas de oro negro, todas sois como países de ensueño. No hay arcos de plata y flores para recibir al catecúmeno. Richepin no es aún el elegido de la Fe. Lo que hay de consolador y de divino en este poema es que al concluir presenciamos la apoteosis del amor. Y el Amor lleva a Dios tanto o más que la Fe. Amor carnal, amor ideal, amor de todas las cosas, atracción, imán, beso, simpatía, rima, ritmo, ¡el amor es la visión de Dios sobre la faz de la tierra!

Y pues que vamos a esos paraísos, a esas islas de oro, celebremos la blancura de las velas de seda, el vuelo de los remos, el marfil del timón, la proa dorada, curva como un brazo de lira, el agua azul, ¡y la eterna corona de diamantes de la Reina Poesía!

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