RACHILDE
Tous ceux qui aiment le rare, l’examinent
avec inquiétude.
Maurice Barrès.
TRATO de una mujer extraña y escabrosa, de un espíritu único esfíngicamente solitario en este tiempo finisecular; de un «caso» curiosísimo y turbador, de la escritora que ha publicado todas sus obras con este pseudónimo, Rachilde; satánica flor de decadencia picantemente perfumada, misteriosa y hechicera y mala como un pecado.
Hace algunos años publicóse en Bélgica una novela que llamó la atención grandemente y que según se dijo había sido condenada por la justicia. No se trataba de uno de esos libros hipománicos que hicieron célebre al editor Kistemaekers, en los buenos tiempos del naturalismo; tampoco de esas cajas de bombones afrodisíacos a lo Mendés, llenas de cintas, aromas y flores de tocador. Se trataba de un libro de demonómana, de un libro impregnado de una desconocida u olvidada lujuria, libro cuyo fondo no había sospechado en los manuales de los confesores: una obra complicada y refinada, triple e insigne esencia de perversidad. Libro sin antecedentes, pues a su lado arden completamente aparte, los carbones encendidos y sangrientos del «divino marqués», y forman grupo separado las colecciones prisioneras y ocultas en el «inferi» de las bibliotecas. Este libro se titulaba «Monsieur Venus», el más conocido de una serie en que desfilan las creaciones más raras y equívocas de un cerebro malignamente femenino y peregrinamente infame.
Y era una mujer el autor de aquel libro, una dulce y adorable virgen, de diecinueve años, que apareció a los ojos de Jean Lorrain, que fué a visitarla, como un sér extraño y pálido, «pero de una palidez de colegiala estudiosa, una verdadera «jeune fille», un poco delgada, un poco débil, de manos inquietantes de pequeñez, de perfil grave de efebo griego, o de joven francés enamorado... y ojos—¡oh los ojos!—grandes, grandes, cargados de pestañas inverosímiles, y de una claridad de agua, ojos que ignoran todo, a punto de creer que Rachilde no ve con esos ojos, sino que tiene otros detrás de la cabeza para buscar y descubrir los pimientos rabiosos con que realza sus obras.»
Esa mujer, esa colegiala virginal, esa niña era la sembradora de mandrágoras, la cultivadora de venenosas orquídeas, la juglaresa decadente, amansadora de víboras y encantadora de cantáridas, la escritora ante cuyos libros, tiempos más tarde, se asombrarán, como en una increíble alucinación, los buscadores de documentos que escriban la historia moral de nuestro siglo. Los pintores potentes, dice Barbey d’Aurevilly, pueden pintarlo todo, y su pintura es siempre bastante moral cuando es trágica y da el horror de las cosas que manifiesta. No hay de inmoral sino los «Impasibles» y los «Mofadores.»
Rachilde no es impasible ¡qué iba a serlo ese crujiente cordaje de nervios agitados por una continua y contagiosa vibración!—ni es mofadora,—no cabe ninguna risa en esas profundidades obscuras del Pecado, ni ante las lamentables deformaciones y casos de teratolología psíquica que nos presenta la primera inmoralista de todas las épocas.
Imaginaos el dulce y puro sueño de una virgen, lleno de blandura, de delicadeza, de suavidad, una fiesta eucarística, una pascua de lirios y de cisnes. Entonces un diablo,—Behemot quizá,—el mismo de Tamar, el mismo de Halagabal, el mismo de las posesas de Lodun, el mismo de Sade, el mismo de las misas negras, aparece. Y en aquel sueño casto y blanco hace brotar la roja flora de las aberraciones sexuales, los extractos y aromas que atraen a incubos y sucubos, las visiones locas de incógnitos y desoladores vicios, los besos ponzoñosos y embrujados, el crepúsculo misterioso en que se juntan y confunden el amor, el dolor y la muerte.
La virgen tentada o poseída por el Maligno, escribe las visiones de sus sueños. De ahí esos libros que deberían leer tan solamente los sacerdotes, los médicos y los psicólogos.
Maurice Barrès coloca «Monsieur Venus», por ejemplo, al lado de «Adolphe», de «Mlle. de Maupin», de «Crime d’Amour», obras en que se han estudiado algunos fenómenos raros de la sensibilidad amorosa. Mas Rachilde no tiene, bien mirado, antecesores,—a no ser la «Justina»,—o ciertos libros antiguos cuyos nombres apenas osan escribir los bibliófilos del amor, o del Líbido, como el Inglés que anima D’Annunzio en su «Piacere.» Apenas podrían citarse a propósito de las obras de Rachilde, pero colocándolas bastante lejanamente, algunas pequeñas novelas de Balzac, la «Religiosa» de Diderot, y en lo contemporáneo, «Zo Har» de Mendés. Un compañero tiene, sin embargo, Rachilde, pero es un pintor, un aguafuertista, no un escritor: Felicien Rops. Los que conozcan la obra secreta de Rops, tan bien estudiada por Huysmans, verán que es justa la afirmación.
El mayor de los atractivos que tienen las obras de Rachilde, está basado en la curiosidad patológica del lector, en que se ve la parte autobiográfica, en que se presenta al que observa, sin velos ni ambajes, el alma de una mujer, de una joven finisecular con todas las complicaciones que el «mal del siglo» ha puesto en ella. Barrès se pregunta: ¿Por qué misterio Rachilde ha alzado delante de sí a Rauole de Vénerande y Jacques Silvert? ¿Cómo de esta niña de sana educación han salido esas creaciones equívocas? Es en verdad el problema atrayente y curioso. No hay sino pensar en lejanas influencias, en la fuerza de ondas atávicas que han puesto en este delicado sér la perversidad de muchas generaciones; en el despertamiento, descubrimiento o invención de pecados antiguos, completamente olvidados y borrados del haz de la tierra por las aguas y los fuegos de los cielos castigadores.
Exponiendo los títulos de sus obras, puede entreverse algo de las infernales pedrerías de la anticristesa: «Monsieur de la Nouveauté», «La femme du 199^o», «Monsieur Venus», «Gueue de poisson», «Histoires bêtes», «Nonó», «La virginité de Diane», «La voise du sang», «A mort», «La Marquese de Sade», «Le tiroir de Mimi-Corail», «Madame Adonis», «L’homme roux», «La sanglante ironie», «Le Mordu», «L’animale»: parece que se miraran nudos de brillantes y coloreados áspides, frutos bellos, rojos y venenosos, confituras enloquecedoras, ásperas pimientas, vedados genjibres. Entrar en detalles no podría, a menos que lo hiciese en latín, y quizás mejor en griego, pues en latín habría demasiada transparencia, y los misterios eleusíacos, no eran por cierto para ser expuestos a la luz del sol.
Los tipos de sus obras son todos excepcionales.
Su libro «Sangrienta ironía», por ejemplo, presenta, como todos los otros suyos, a un desequilibrado, un «détraqué.» Se trata de un joven que ha asesinado a su querida en un momento de alucinación. Prisionero, cuenta y explica por qué sucesión de causas ha llegado a cometer aquel acto. La figura de Sylvain d’Hauterac, el desequilibrado, es una de las mejores creaciones de Rachilde, pero la crítica le ha señalado como inverosímil. Ello no quita que la obra sea de una vida intensa, y de un análisis psicológico admirable.
Ha escrito un drama simbolista titulado «Madame la Mort.» La acción se circunscribe a una lucha desesperada del protagonista, entre la muerte y la vida. A propósito; ¡qué dibujo macabro el de Paul Gauguin; dibujo que simboliza a Madama la Muerte!
Un fantasma espectral en un fondo obscuro de tinieblas. Se advierte la anatomía de la figura; un gran cráneo; el espectro tiene una mano llevada a la frente, una mano larga, desproporcionada, delgada, de esqueleto; se miran claramente los huesos de las mandíbulas; los ojos están hundidos en las cuencas.
El artista visionario ha evocado las manifestaciones de ciertas pesadillas, en que se contemplan cadáveres ambulantes, que se acercan a la víctima, la tocan, la estrechan, y en el horrible sueño, se siente como si se apretase una carne de cera, y se respirase el conocido y espantoso olor de la cadaverina...
La novela «Monsieur Venus» es un producto incúbico. Jacques Silvert es el Sporus de la cruelmente apasionada cesarina; un Sporus vulgar de ojos de cordero; bestia, sonriente, pasivo. Raoule de Vénerande una especie de mademoiselle Des Esseints, se enamora de ese primor porcino; se enamora, aplicando a su manera el soneto de Shakespeare:
A womans’s face, with natures own
hand painted...
Raoule de Vénerande es de la familia de Nerón, y de aquel legendario y terrible Gilles de Laval, sire de Rayes, que murió en la hoguera; según él por causa de Suetonio. En cuanto al emasculado y detestable Jacques, ridículo Ganimedes de su amante vampirizada, es un curioso caso de clínica, cliente de Krafft-Ebing, de Molle, de Gley. La androginia del florista la explica Aristófanes en el banquete de Platón. Krafft-Ebing le colocaría entre los casos que llama de «eviratio, o transmutatio sexus paranoia.»
El Sar Peladán en su etopea ha abordado temas peligrosos, con su irremediable tendencia a idealizar el androginismo. Barbey también penetró en algunos obscuros problemas; mas ni el autor de las «Diabólicas», ni el Mago y caballero Rosa Cruz, han logrado como Rachilde poseer el secreto de la Serpiente. Ella dice a nuestros oídos:
...des mots si specieux tout has
que notre âme depuis ce temps tremble et s’tonne.
Una mujer, una joven delicada, intelectual, cerebral, os descubre los secretos terribles: he ahí el mayor de los halagos, el más tentador de los llamamientos. Y advertid que penetramos en un terreno dificilísimo y desconocido, antinatural, prohibido, peligroso.
Hay un retrato de Rachilde, a los veinticinco años. De perfil; desnudo el cuello, hasta el nacimiento del seno; el cabello enrollado hacia la nuca, como una negra culebra; sobre la frente, recortado, según la moda pasada, recortado y cubriendo toda la frente; la mirada, ¡qué mirada! mirada de ojos que dicen todo, y que saben todo; la nariz delicada y ligeramente judía; la boca... ¡oh boca compañera de los ojos! y en toda ella el enigma divino y terrible de la mujer: «Misterium.» Sobre el pecho blanco, prendido con descuido, hay un ramillete de botones de rosas blancas.
Sé de quien, estando en París, no quiso ser presentado a Rachilde, por no perder una ilusión más. Rachilde es hoy madame Alfred Vallette; ha engordado un poco; no es la subyugadora enigmática del retrato de veinticinco años, aquella adorable y temible ahijada de Lilith.
Casada con Alfred Vallette es hoy «mujer de su casa» mas no deja de producir hijos intelectuales. Hace novelas, cuentos, críticas.
Tiene Rachilde un vivo sentido crítico, descubre en la obra que analiza; las faces más ocultas, con su hábil y rápida perspicacia de mujer. En la revista que dirige Vallette, suele escribir ella ya un «compte rendu» teatral, ya una vibrante exposición de un libro nuevo; critica con la firmeza de una ilustración maciza, y con la admirable visión de su raro talento. Tiene palabras especiales que os descubren siempre algo ignorado y «sobre entendido» de una sutileza y malicia que inquietan.
Es profundamente artista. Oid este grito: «¡Oh, son necesarios, esos, los convencidos de nacimiento, para que se enmiende o reviente la Bestia Burguesa, cuya grasa rezumante concluye por untarnos a todos!
«Obra de odio y obra de amor deben unirse delante del enemigo maldito: la humanidad indiferente.»
Veamos algunas de sus ideas, al vuelo. «El verso libre—dice a propósito de un libro de su amiga María Krysinska—es un encantador «non sens», es un tartamudeo delicioso y barroco que conviene maravillosamente a las mujeres poetas, cuya pereza instintiva es a menudo sinónimo de genio. No veo ningún inconveniente en que una mujer lleve la versificación hasta su última licencia!»
En el prólogo de su teatro, hállase esta franca declaración: «Moi, je ne connais pas mon école, je n’ais pas d’esthétique.»
Según Charles Froment, en nuestra época no se tiene en absoluto la noción de lo bello. Rachilde escribe su «Vendeur de Soleil», pieza dramática que se ha presentado casi en toda Europa con éxito, para demostrar que los únicos que no han visto el sol son los románticos. ¿Y si buscando bien encontrásemos en la genealogía de Rachilde sangre romántica?... Ella, ciertamente, ha empezado conversando con «Joseph Delorme», y ha bebido en el mismo vaso que Baudelaire, el Baudelaire de las poesías condenadas: «Le Léthe», «Les metamorphoses du Vampirer», «Lesbos...» y que escribió un día en sus «Fusées»: «Moi, je dis: la volupté unique et suprème de l’amour git dans la certitude de faire le mal. Et l’homme et la femme savent, de naissance, que dans le mal se trouve toute volupté.»
En nuestros días, dice Rachilde, hay instigadores de ideas—como antes «moneurs de loups»—pues en nuestra época llamada moderna, mil veces más siniestra que la sangrienta Edad Media, son precisas apariciones mil veces más flagelantes; y esos «meneurs», conduciendo sus ideas carniceras a los asesinatos de las viejas teorías, de los viejos principios, abriendo locamente los ojos del espíritu, son también los precursores del Angel! ¡Bien locas las gentes que no comprenden que los tiempos están próximos, porque los azuzadores de ideas se suceden con una asombrosa rapidez sobre el sombrío horizonte!
Así, ¿no tengo razón en llamar a Rachilde madama la Anticristesa? Ella comprende, ella sabe, y ella es también un Signo. ¡Qué página escribiría el profético Bloy sobre las anunciaciones del Juicio!
¿Cómo dar una muestra de lo que escribe Rachilde, sin grave riesgo...? Felizmente encuentro una paginita magistral, inocente y hasta santa, que escribió con el título: «Imagen de Piedad.»
Es la que sigue:
«Era de aquellos que no conocen ni el reposo, ni las fiestas, el pobre buen hombre viejo. Llevaba al dueño de su pequeño cortijo, la entrega del mes de Agosto: el medio saco de trigo molido, tres pares de pollos, cuyos huesos sobresalían bajo las plumas erizadas, y un poco de manteca. Sus hijos, desembarazándose del servicio para ir a los oficios, le habían puesto la brida del asno en el puño, del viejo asno casi tan enfermo como él y; «Hue! Papá! Conduisez droit notre Martin...!»
En momentos en que él llegaba a la orilla, recibió en plena frente como un deslumbramiento, una visión del paraíso, y permaneció allí estúpidamente plantado, en una admiración respetuosa; el asno, reculó, afirmándose sobre sus jarretes: era la procesión que se desenvolvía, con sus grandes muselinas talares, sus banderas llenas de reflejos, sus cordones floridos, con sus ángeles, niños y niñas, «tout en neuf»; inflando sus mejillas bajo sus coronas de rosas. Después el sacerdote, vestido de un inmenso manto de oro, levantando al buen Dios, pálido, a través de una custodia de fuego...
Los jovencitos y las jovencitas se codearon y, querían reventar de risa; ciertamente, no se desarreglaría ese bello orden de cosas por un viejo hombre acompañado de un asno viejo. Y toda la procesión rozó a esos dos séres ridículos con el extremo de sus suntuosas vestiduras de reina.
El viejo tuvo conciencia de su indignidad, se puso le rodillas, se quitó su gran sombrero. El asno bajó las orejas lamentablemente, sus orejas demasiado largas, roídas de úlceras y cubiertas de moscas. De la alforja de la izquierda, las cabezas asustadas de los volatiles, salieron abriendo el pico, tendiendo la lengua puntiaguda, muertos de sed, pues hacía un calor espantable, un pleno sol que devoraba el piadoso grupo con sus dientes de brasa. El campesino se apoyaba en el animal y el animal en el campesino, sudando uno y otro, los flancos palpitantes, no osando ni uno ni otro mirar esas manificencias que caían del cielo con llamas. La procesión, con su paso lento, ceremonioso, de gran dama, se acercaba al próximo altar de Corpus; eso no concluía; siempre filas nuevas de mujeres endomingadas, nuevas filas de los señores notables; no volvería el viejo de su asombro de haber visto una tan enorme muchedumbre de cristianos bien puestos. En fin, llegó el momento en que pasaron los cojos, los enfermos, las madres llevando los niños de pecho, los mal vestidos, la vergüenza de la parroquia: «Menoux», el de las muletas, que tomaba rapé cada diez pasos: Ragotte, la bociosa, que tenía la manía de plantar su enfermedad sobre un vestido de cachemir verde.
Entonces, nuestro viejo se levantó, vacilante sobre sus piernas doloridas, conmovido; levantó al asno por la rienda, siguió... No sabía ya lo que hacía, pero se sentía a su vez tirado como su asno, por una cuerda invisible, un hilo de oro salido de los rayos de la custodia, que corría a lo largo de las guirnaldas de flores y llegaba a su frente de viejo encaprichado, bajo la forma lancinante de una flecha de sol. Muy chico, antes (¡oh! en la mañana de los tiempos), ha seguido al sacerdote con vestidos purpúreos, arrojando hojas de rosa entre los humos del incienso, y había tenido gozos de orgullo; más grande, se había colocado tras las mozas risueñas, intentando en veces distraerlas de su rosario; había tenido las mismas altiveces inexplicables, los mismos fuertes latidos de corazón, confundiendo el brillo de las piedras preciosas, de las casullas, con la dulce emulación de los ojos de «Marión», su prometida... y después, no se acordaba mucho, los años corrían todos iguales, como las tocas blancas, como las alas palpitantes de todas esas cabezas de mujeres piadosas, perdiéndose sobre las azules lejanías del cielo... No se acordaba más; seguía, sin embargo, siempre el último, el menos digno, tirando de su asno con mano obstinada, olvidando hasta el objeto de su viaje. Y «Martin» dócilmente, ritmaba su marcha con el coro del cántico; los pollos, fuera de la alforja inclinaban la cresta, con aire de resignarse, pues que se iba al paso...
Había quienes se volvían a menudo entre la fila de fieles escandalizados. Se le enviaban muchachos para decirle que se volviese... o que dejase su asno. ¡Qué cola de procesión, la de Martín! Circulaban risas de muchachas, con susurros de abejones; y solamente, el señor cura, no quería darse cuenta de nada, aparentando no entender lo que venía a murmurarle su sacristán al presentarle el incensario.
La procesión después de las paradas de uso, se entró bajo el pórtico de la iglesia. El viejo se encontró solo, en medio de una playa desierta. Entrar con «Martín» no era casi posible. Abandonar a «Martín», los pollos, la manteca, la montura, ni pensarlo quería. Y no tendría él su parte de la gran bendición, de aquella que inclinada a los fieles, cargados de pecados, sobre las baldosas, como las espigas maduras bajo el vencedor relámpago de la hoz... Lanzando un profundo suspiro, el pobre viejo se signó, descubierta su frente, una última vez, ante la ojiva sombría del pórtico. Mas he aquí que, bruscamente, brota de esa obscuridad temible una extraordinaria aparición: del fondo de la iglesia, el cura llevaba la custodia; sí, el cura asombrando a sus feligreses endomingados, el cura con su casulla luminosa, aureolado de estrellas, de cirios, nimbado de las nubes del incienso... y el sacerdote, con una mirada de extraña dulzura, pronuncia las palabras sagradas, mientras que resplandece, más fulgurante aún, la custodia de allá arriba, el sol, sobre el humilde viejo que lloraba de alegría, sobre el triste «Martín» cuyas orejas ulceradas, pendían, ¡ay, tan lastimosamente...!»
Esa página de Rachilde da a conocer el fondo de amor y de dulzura que hay en el corazón de la terrible Decadente. Rachilde, la Perversa, habría sido disputada entre Dios y el diablo, según Luis Dumur. ¡Qué casuísta, qué teólogo podría demostrarme la victoria de Satanás en este caso? Rachilde se salvaría, siquiera fuese por la intercesión del viejo campesino y por la apoteosis de «Martín», el cual también rogaría por ella... ¿No se salvó el Sultán del poema de Hugo, por la súplica del cerdo?