CAPITULO IX
Tras aquel día de absurdo y horror, Lenina consideró que se había ganado el derecho a unas vacaciones completas y absolutas. En cuanto volvieron a la hospedería, se administró seis tabletas de medio gramo de soma, se echó en la cama, y al cabo de diez minutos se había embarcado hacia la eternidad lunar. Por lo menos tardaría dieciocho horas en volver a la realidad.
Entretanto, Bernard yacía meditabundo y con los ojos abiertos en la oscuridad. No se durmió hasta mucho después de la medianoche. Pero su insomnio no había sido estéril. Tenía un plan.
Puntualmente, a la mañana siguiente, a las diez, el ochavón del uniforme verde se apeó del helicóptero. Bernard le esperaba entre las pitas.
—Miss Crowne está de vacaciones de soma —explicó—. No estará de vuelta antes de las cinco. Por tanto, tenemos siete horas para nosotros.
Podían volar a Santa Fe, realizar su proyecto y estar de vuelta en Malpaís mucho antes de que Lenina despertara.
—¿Estará segura aquí? —preguntó.
—Segura como un helicóptero —le tranquilizó el ochavón.
Subieron al aparato y despegaron inmediatamente. A las diez y treinta y cuatro aterrizaron en la azotea de la Oficina de Correos de Santa Fe; a las diez y treinta y siete Bernard había logrado comunicación con el Despacho del Interventor Mundial, en Whitehall; a las diez y treinta y nueve hablaba con el cuarto secretario particular; a las diez y cuarenta y cuatro repetía su historia al primer secretario, y a las diez y cuarenta y siete y medio, la voz grave, resonante, del propio Mustafá Mond sonó en sus oídos.
—He osado pensar —tartamudeó Bemard— que su Fordería podía juzgar el asunto de suficiente interés científico...
—En efecto, juzgo el asunto de suficiente interés científico —dijo la voz profunda—. Tráigase a esos dos individuos a Londres con usted.
—Su Fordería no ignora que necesitaré un permiso especial...
—En este momento —dijo Mustafá Mond— se están dando las órdenes necesarias al Guardián de la Reserva.
Vaya usted inmediatamente al Despacho del Guardián. Buenos días, Mr. Marx.
Siguió un silencio. Bernard colgó el receptor y subió corriendo a la azotea.
El joven se hallaba ante la hospedería. —¡Bernard! —llamó—. ¡Bernard! No hubo respuesta.
Caminando silenciosamente sobre sus mocasines de piel de ciervo, subió corriendo la escalera e intentó abrir la puerta. Pero estaba cerrada.
¡Se había marchado! Aquello era lo más terrible que le había ocurrido en su vida. La muchacha le había invitado a ir a verles, y ahora se habían marchado. John se sentó en un peldaño y lloró.
Media hora después se le ocurrió echar una ojeada por la ventana. Lo primero que vio fue una maleta verde con las iniciales L. C. pintadas en la tapa. El júbilo se levantó en su interior como una hoguera. Cogió una piedra. El cristal roto cayó estrepitosamente al suelo. Un momento después, John se hallaba dentro del cuarto. Abrió la maleta verde; e inmediatamente se encontró respirando el perfume de Lenina, llenándose los pulmones con su ser esencial. El corazón le latía desbocadamente; por un momento, estuvo a punto de desmayarse. Después, agachándose sobre la preciosa caja, la tocó, la levantó a la luz, la examinó. Las cremalleras del otro par de pantalones cortos de Lenina, de pana de viscosa, de momento le plantearon un problema que, una vez resuelto, le resultó una delicia. ¡Zis!, y después izas!, izis!, v después izas! Estaba entusiasmado. Sus zapatillas verdes eran lo más hermoso que había visto en toda su vida. Desplegó un par de pantaloncillos interiores, se ruborizó y volvió a guardarlos inmediatamente; pero besó un pañuelo de acetato perfumado y se puso una bufanda al cuello. Abriendo una caja, levantó una nube de polvos perfumados. Las manos le quedaron enharinadas. Se las limpió en el pecho, en los hombros, en los brazos desnudos. ¡Delicioso perfume! Cerró los ojos y restregó la mejilla contra su brazo empolvado. Tacto de fina piel contra su rostro, perfume en su nariz de polvos delicados... su presencia real.
—¡Lenina! —susurró—. ¡Lenina!
Un ruido lo sobresaltó; se volvió con expresión culpable. Guardó apresuradamente en la maleta todo lo que había sacado de ella, y cerró la tapa; volvió a escuchar, mirando con los ojos muy abiertos. Ni una sola señal de vida; ni un sonido. Y, sin embargo, estaba seguro de haber oído algo, algo así como un suspiro, o como el crujir de una madera. Se acercó de puntillas a la puerta, y, abriéndola con cautela, se encontró ante un vasto descansillo. Al otro lado de la meseta había otra puerta, entornada. Se acercó a ella, la empujó, y asomó la cabeza.
Allá, en una cama baja, con el cobertor bajado, vestida con un breve pijama de una sola pieza, yacía Lenina, profundamente dormida y tan hermosa entre sus rizos, tan conmovedoramente infantil con sus rosados dedos de los pies y su grave cara sumida en el sueño, tan confiada en la indefensión de sus manos suaves y sus miembros relajados, que las lágrimas acudieron a los ojos de John.
Con una infinidad de precauciones completamente innecesarias —por cuanto sólo un disparo de pistola hubiera podido obligar a Lenina a volver de sus vacaciones de soma antes de la hora fijada—, John entró en el cuarto, se arrodilló en el suelo, al lado de la cama, miró, juntó las manos, y sus labios se movieron.
—Sus ojos —murmuró.
Sus ojos, sus cabellos, su mejilla, su andar, su voz;
los manejas en tu discurso;
ioh, esa mano a cuyo lado son los blancos tinta
cuyos propios reproches escribe; ante cuyo suave tacto
parece áspero el plumón de los cisnes... !
Una mosca revoloteaba cerca de ella; John la ahuyentó.
—Moscas —recordó.
En el milagro blanco de la mano de mi querida Julieta
pueden detenerse y robar gracia inmortal de sus labios,
que, en su pura modestia de vestal,
se sonrojan creyendo pecaminosos sus propios besos.
Muy lentamente, con el gesto vacilante de quien se dispone a acariciar un ave asustadiza y posiblemente peligrosa, John avanzó una mano.
Ésta permaneció suspendida, temblorosa, a dos centímetros de aquellos dedos inmóviles, al mismo borde del contacto. ¿Se atrevería? ¿Se atrevería a profanar con su indignísima mano aquella ... ? No, no se atrevió. El ave era demasiado peligrosa. La mano retrocedió, y cayó, lacia. ¡Cuán hermosa era Lenina! ¡Cuán bella!
Luego, de pronto, John se encontró pensando que le bastaría coger el tirador de la cremallera, a la altura del cuello, y tirar de él hacia abajo, de un solo golpe... Cerró los ojos y movió con fuerza la cabeza, como un perro que se sacude las orejas al salir del agua. ¡Detestable pensamiento! John se sintió avergonzado de sí mismo. Pura modestia de vestal…
Oyóse un zumbido en el aire. ¿Otra mosca que pretendía robar gracias inmortales? ¿Una avispa, acaso? John miró a su alrededor, y no vio nada. El zumbido fue en aumento, y pronto resultó evidente que se oía en el exterior. ¡El helicóptero! Presa de pánico, John saltó sobre sus pies y corrió al otro cuarto, saltó por la ventana abierta y corriendo por el sendero que discurría entre las altas pitas llegó a tiempo de recibir a Bernard Marx en el momento en que éste bajaba del helicóptero.