CAPITULO XIV
El Hospital de Moribundos, de Park Lane, era una torre de sesenta plantas, recubierto de azulejos color de prímula. Cuando el Salvaje se apeó del taxicóptero, un convoy de vehículos fúnebres aéreos, pintados de alegres colores, despegó de la azotea y voló en dirección a poniente, rumbo al Crematorio de Slough, cruzando el parque. Ante la puerta del ascensor, el portero principal le dio la información requerida, y John bajó a la sala 81 (la Sala de la senilidad galopante, como le explicó el portero), situada en el piso séptimo.
Era una vasta sala pintada de amarillo y brillantemente iluminada por el sol, que contenía una veintena de camas, todas ellas ocupadas. Linda agonizaba en buena compañía; en buena compañía y con todos los adelantos modernos. El aire se hallaba constantemente agitado por alegres melodías sintéticas. A los pies de la cama, de cara a su moribundo ocupante, había un aparato de televisión. La televisión funcionaba, como un grifo abierto, desde la mañana a la noche. Cada cuarto de hora, por un procedimiento automático se variaba el perfume de la sala.
—Procuramos —explicó la enfermera que había recibido al Salvaje en la puerta—, procuramos crear una atmósfera tan agradable como sea posible, algo así como un intercambio entre un hotel de primera clase y una sala de sensorama, ¿comprende lo que quiero decir?
—¿Dónde está Linda? —preguntó el Salvaje, haciendo caso omiso de tan corteses explicaciones.
La enfermera se mostró ofendida.
—Lleva usted mucha prisa —dijo.
—¿Cabe alguna esperanza? —preguntó John.
—¿De que no muera, quiere decir?
—John afirmó. No, claro que no. Cuando envían a alguien aquí, no hay...
—Sorprendida ante la expresión de dolor y la palidez del rostro del muchacho, la enfermera se interrumpió—.
Bueno, ¿qué le pasa? —preguntó. No estaba acostumbrada a aquellas reacciones en sus visitantes, que, por cierto, eran muy escasos, como es lógico—. No se encontrará mal, ¿verdad?
John denegó con la cabeza.
—Es mi madre —dijo, con voz apenas audible.
La enfermera le miró con ojos aterrorizados, llena de sobresalto, e inmediatamente desvió la mirada, sonrojada como una ascua.
—Acompáñeme a donde está Linda —dijo el Salvaje, haciendo un esfuerzo por hablar en tono normal.
Sin perder su sonrojo, la enfermera lo llevó hacia el otro extremo de la sala. Rostros todavía lozanos y sonrosados (porque la sensibilidad era un proceso tan rápido que no tenía tiempo de marchitar las mejillas, y sólo afectaba al corazón y el cerebro) se volvían a su paso. Su avance era seguido por los ojos impávidos, sin expresión, de unos seres sumidos en la segunda infancia. El Salvaje, al mirar a aquellos agonizantes, se estremeció.
Linda yacía en la última cama de la larga hilera, contigua a la pared. Recostada sobre unas almohadas, contemplaba las semifinales del Campeonato de tenis Riemann Sudamericano, que se jugaba en silenciosa y reducida reproducción en la pantalla del aparato de televisión instalado a los pies de su cama. Las pequeñas figuras corrían de un lado a otro del pequeño rectángulo del cristal iluminado, sin hacer ruido, como peces en un acuario: habitantes mudos, pero agitados, de otro mundo.
Linda contemplaba el espectáculo sonriendo vagamente, sin comprender. Su rostro pálido y abotagado, mostraba una expresión de estupidizada felicidad. De vez en cuando sus párpados se cerraban, y parecía adormilarse por unos segundos. Después, con un ligero sobresalto, se despertaba de nuevo, y volvía al acuario de Ios Campeonatos de Tenis, a la versión que ofrecía la Super—Voz—Wurlitzeriana de Abrázame hasta drogarme, amor mío, al cálido aliento de verbena que brotaba el ventilador colocado por encima de su cabeza. Despertaba a todo esto, o, mejor, a un sueño del cual formaba parte todo esto, transformado y embellecido por el soma que circulaba por su sangre, y sonreía con su sonrisa quebrada y descolorida de dicha infantil.
—Bueno, tengo que irme —dijo la enfermera. Está a punto de llegar el grupo de niños.
Además, debo atender al número 3. —Y señaló hacia un punto de la sala—. Morirá de un momento a otro. Bueno, está usted en su casa.
Y se alejó rápidamente.
El Salvaje tomó asiento al lado de la cama.
—Linda —murmuró, acogiéndole una mano.
Al oír su nombre, la anciana se volvió. En sus ojos brilló el conocimiento. Apretó la mano de su hijo, sonrió y movió los labios; después, súbitamente, la cabeza le cayó hacia delante. Se había dormido. John permaneció a su lado, mirándola, buscando a través de aquella piel envejecida —y encontrándola—, aquella cara joven, radiante, que se asomaba sobre su niñez, en Malparís, recordando (y John cerró los ojos) su voz, sus movimientos, todos los acontecimientos de su vida en común. Arre, estreptococos, a Bambari-T... ¡Qué bien cantaba su madre! Y aquellos versos infantiles, ¡cuán mágicos y misteriosos se le antojaban!
Vitamina A, vitamina B, vitamina C,
la grasa está en el hígado y el bacalao en el mar.
Recordando aquellas palabras y la voz de Linda al pronunciarlas, las lágrimas acudían a los ojos de John. Después, las lecciones de lectura: El crío está en el frasco; el gato duerme. Y las Instrucciones Elementales para Obreros Beta en el Almacén de Embriones. Y las largas veladas cabe al fuego, o, en verano, en la azotea de la casita, cuando ella le contaba aquellas historias sobre el Otro Lugar, fuera de la Reserva: aquel hermosísimo Otro Lugar cuyo recuerdo, como el de un cielo, de un paraíso de bondad y de belleza, John conservaba todavía intacto, inmune al contacto de la realidad de aquel Londres real, de aquellos hombres y mujeres civilizados de carne y hueso.
El súbito sonido de unas voces agudas le indujo a abrir los ojos, y, después de secarse rápidamente las lágrimas, miró a su alrededor. Vio entrar en la sala lo que parecía un río interminable de mellizos idénticos de ocho años de edad. Iban acercándose, mellizo tras mellizo, como en una pesadilla. Sus rostros, su rostro repetido —porque entre todos sólo tenían uno— miraba con expresión de perro falderillo, todo orificio de nariz y ojos saltones y descoloridos. El uniforme de los niños era caqui. Todos iban con la boca abierta. Entraron chillando y charlando por los codos. En un momento la sala quedó llena de ellos. Hormigueaban entre las camas, trepaban por ellas, pasaban por debajo de las mismas, a gatas, miraban la televisión o hacían muecas a los pacientes.
Linda los asombró y casi los asustó. Un grupo de chiquillos se formó a los pies de su cama, mirando con la curiosidad estúpida y atemorizada de animales súbitamente enfrentados con lo desconocido.
—¡OH, mirad, mirad! —Hablaban en voz muy alta, asustados—. ¿Qué le pasa? ¿Por qué está tan gorda?
Nunca hasta entonces habían visto una cara como la de Linda; nunca habían visto más que caras juveniles y de piel tersa, y cuerpos esbeltos y erguidos. Todos aquellos sexagenarios moribundos tenían el aspecto de jovencitas. A los cuarenta y cuatro años, Linda parecía, por contraste, un monstruo de sensibilidad fláccida y deformada.
—¡Es horrible! —susurraban los pequeños espectadores—. ¡Mirad qué dientes!
De pronto de debajo de la cama surgió un mellizo de cara de torta, entre la silla de John y la pared, y empezó a mirar de cerca la cara de Linda, sumida en el sueño.
—¡Vaya ... ! —empezó.
Pero su frase acabó prematuramente en un chillido. El Salvaje lo había agarrado por el cuello, lo había levantado por encima de la silla, y con un buen sopapo en las orejas lo había despedido lejos, aullando.
Sus gritos atrajeron a la enfermera jefe, que acudió corriendo.
—¿Qué le ha hecho usted? —preguntó, enfurecida—. No permitiré que pegue a los niños.
—Pues entonces apártelos de esta cama. —La voz del Salvaje temblaba de indignación—.
¿Qué vienen a hacer esos mocosos aquí? ¡Es vergonzoso!
—¿Vergonzoso? ¿Qué quiere decir? Así les condicionamos ante la muerte. Y le advierto —prosiguió amenazadoramente— que si vuelve usted a poner obstáculos a su acondicionamiento, lo haré echar por los porteros.
El Salvaje se levantó y avanzó dos pasos hacia ella. Sus movimientos y la expresión de su rostro eran tan amenazadores que la enfermera, presa de terror, retrocedió. Haciendo un gran esfuerzo, John se dominó, y, sin decir palabra, se volvió en redondo y sentóse de nuevo junto a la cama.
Más tranquila, pero con una dignidad todavía un tanto insegura, la enfermera dijo:
—Ya le he advertido; de modo que ande con cuidado.
Sin embargo, alejó de la cama a los excesivamente curiosos mellizos y los hizo unirse al juego del ratón y el gato que una de sus colegas había organizado al otro externo de la sala.
La Super—Voz—Wurlitzeriana había aumentado de volumen hasta llegar a un crescendo sollozante, y de pronto la verbena fue sustituida en el sistema de olores canalizados por un intenso perfume de pachulí. Linda se estremeció, despertó, miró unos instantes, con expresión asombrada, a los semifinalistas, levantó el rostro para olfatear una o dos veces el nuevo perfume que llenaba el aire y de pronto sonrió, con una sonrisa de éxtasis infantil.
—¡Popé! —murmuró; y cerró los ojos—. ¡Oh, cuánto me gusta, cuánto me gusta ...!
Suspiró y se recostó de nuevo en las almohadas.
—Pero, ¡Linda! —imploró el Salvaje— ¿No me conoces?
John sintió una leve presión de la mano en respuesta a la suya. Las lágrimas asomaron a sus ojos. Se inclinó y la besó. Los labios de Linda se movieron.
—¡Popé! —susurró de nuevo.
Y John sintió como si le hubiese arrojado a la cara una paleta de basura.
La ira hirvió súbitamente en él. Frustrado por segunda vez, la pasión de su dolor había encontrado otra salida, se había transformado en una pasión de furor agónico.
—¡Soy John! —gritó—. ¡Soy John!
Y en la furia dolorida llegó a cogerla por los hombros y a sacudirla.
Lentamente los ojos de Linda se abrieron, y le vio, le vio.
—¡John!
Pero situó aquel rostro real, aquellas manos reales y violentas en un mundo imaginario, entre los equivalentes íntimos y privados del pachulí y la Super—Wurlitzer, entre los recuerdos transfigurados y las sensaciones extrañamente traspuestas que constituían el universo de su sueño. Sabía que era John, su hijo, pero le veía como un intruso en el Malpaís paradisíaco donde ella pasaba sus vacaciones de soma con Popé. John estaba enojado porque ella quería a Popé, la sacudía de aquella manera porque Popé estaba en la cama, con ella, como si en ello hubiese algo malo, como si no hiciera lo mismo todo el mundo civilizado.
—Todo el mundo pertenece a...
La voz de Linda murió súbitamente, convirtiéndose en un ronquido casi inaudible— la boca se le abrió, y Linda hizo un esfuerzo desesperado para llenar de aire sus pulmones. Pero era como si hubiese olvidado la técnica de la respiración. Intentó gritar y no brotó sonido alguno de sus labios; sólo el terror impreso en sus ojos abiertos revelaba el grado de su sufrimiento. Se llevó las manos a la garganta, y después clavó las uñas en el aire, aquel aire que ya no podía respirar, aquel aire que, para ella, había cesado de existir.
El Salvaje se hallaba de pie y se inclinó hacia ella.
—¿Qué te pasa, Linda? ¿Qué tienes?
Su voz tenía un tono de imploración, como si John pudiera ser tranquilizado.
La mirada que Linda le lanzó aparecía cargada de un terror indecible; de terror y, así se lo pareció a él, de reproche. Linda intentó incorporarse en la cama, pero cayó sobre las almohadas. Su rostro se deformó horriblemente y sus labios cobraron un intenso color azul.
El Salvaje se volvió y corrió al otro extremo de la sala.
—¡De prisa! ¡De prisa! —gritó—. ¡De prisa!
De pie en el centro del ruedo de mellizos que jugaban al ratón y al gato, la enfermera jefe se volvió. El primer impulso de asombro cedió lugar inmediatamente a la desaprobación.
—¡No grite! ¡Piense en esos niños! —dijo, frunciendo el ceño—. Podría descondicionarles... Pero ¿qué hace?
John había roto el círculo para penetrar en él.
—¡Cuidado! —gritó la enfermera.
Un niño rompió a llorar.
—¡De prisa! ¡Corra! —John cogió a la enfermera por un brazo, arrastrándola consigo—. ¡Corra! Ha ocurrido algo. La he matado.
Cuando llegaron al otro extremo de la sala, Linda ya había muerto.
El Salvaje permaneció un momento en un silencio helado, después cayó de hinojos junto a la cama y, cubriéndose la cara con las manos, sollozó irreprimiblemente.
La enfermera permanecía de pie, indecisa, mirando, ora a la figura arrodillada junto a la cama (¡escandalosa exhibición!), ora a los mellizos (¡pobrecillos!) que habían cesado en su juego y miraban boquiabiertos y con los ojos desorbitados aquella escena repugnante que tenía lugar en torno de la cama número 20. ¿Debía hablar a aquel hombre? ¿Debía intentar inculcarle el sentido de la decencia? ¿Debía recordarle dónde se encontraba y el daño que podía causar a aquellos pobres inocentes? ¡Destruir su condicionamiento ante la muerte con aquella explosión asquerosa de dolor, como si la muerte fuese algo horrible, como si alguien pudiera llegar a importar tanto! Ello podía inculcar a aquellos chiquillos ideas desastrosas sobre la muerte, podía trastornarles e inducirles a reaccionar en forma enteramente errónea, horriblemente antisocial.
La enfermera, avanzando un paso, tocó a John en el hombro.
—¿No puede reportarse? —le dijo en voz baja airada.
Pero, mirando a su alrededor, vio que media docena de mellizos se habían levantado ya y se acercaban a ellos. La enfermera salió apresuradamente al paso de sus alumnos en peligro.
—Vamos, ¿quién quiere una barrita de chocolate? —preguntó en voz alta y alegre.
—¡Yo! —gritó a coro todo el grupo Bokanovsky.
La cama número 20 había sido olvidada. ¡Oh, Dios mío, Dios mío, Dios mío ... ! , repetía el Salvaje para sí, una y otra vez.
En el caos del dolor y remordimiento que llenaban su mente, eran las únicas palabras que lograba articular.
—¡Dios mío! —susurró en voz alta—. ¡Dios... —Pero ¿qué dice? —preguntó, muy cerca, una voz clara y aguda, entre los murmullos de la Super—Wulitzer.
El Salvaje se sobresaltó violentamente y, descubriendo su rostro, miró a su alrededor.
Cinco mellizos caqui, cada uno con una larga barrita de chocolate en la mano derecha, sus cinco rostros idénticos embadurnados de chocolate, formaban círculo a su alrededor, mirándole con ojos saltones y perrunos.
Las miradas de los cinco mellizos coincidieron con la de John, y los cinco sonrieron simultáneamente. Uno de ellos señaló la cama con su barrita de chocolate.
—¿Está muerta? —preguntó.
El Salvaje los miró un momento en silencio. Después, en silencio, se levantó, y en silencio se dirigió lentamente hacia la puerta.
—¿Está muerta? —repitió el mellizo curioso, trotando a su lado.
El Salvaje lo miró, y, sin decir palabra, lo apartó de sí de un empujón. El mellizo cayó al suelo e inmediatamente empezó a chillar. El Salvaje ni siquiera se volvió.