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Un mundo feliz - CAPITULO VIII



CAPITULO VIII

Fuera, entre el polvo y la basura (a la sazón había ya cuatro perros), Bernard y John paseaban lentamente.

—Para mí es muy difícil comprenderlo —decía Bernard—, reconstruir... Es como si viviéramos en diferentes planetas, en siglos diferentes. Una madre, y toda esta porquería, y dioses, y la vejez, y la enfermedad... —

Movió la cabeza—. Es casi inconcebible. Nunca lo comprenderé, a menos que me lo expliques.

—¿Que te explique qué?

—Esto. —Y Bernard señaló el pueblo—. Y esto. —Y ahora señaló la casita en las afueras—. Todo. Toda tu vida.

—Pero, ¿qué puedo decir yo?

—Todo, desde el principio. Desde tan atrás como puedas recordar.

—Desde tan atrás como pueda recordar... —John frunció el ceño.

Siguió un largo silencio.

John recordaba una estancia enorme, muy oscura; había en ella unos armatostes de madera con unas cuerdas atadas a ellos, y muchas mujeres de pie, en torno a aquellos armatostes, tejiendo mantas, según dijo Linda. Linda le ordenó que se sentara en un rincón, con los otros niños. De pronto la gente empezó a hablar en voz muy alta, y unas mujeres empujaban a Linda hacia fuera, y Linda lloraba. Linda corrió hacia la puerta, y John tras ella. Le preguntó por qué estaban enojadas.

—Porque he roto una cosa —dijo Linda. Y entonces se enojó ella también—. ¿Por qué he de saber yo nada de sus estúpidos trabajos? —dijo—. ¡Salvajes!

John le preguntó qué quería decir salvajes. Cuando volvieron a casa, Popé esperaba en la puerta y entró con ellos. Llevaba una gran calabaza llena de un líquido que parecía agua; pero no era agua, sino algo que olía mal, quemaba en la boca y hacía toser. Linda bebió un poco y Popé también, y luego Linda rió mucho y habló con voz muy fuerte, y al final ella y Popé pasaron al otro cuarto. Cuando Popé se hubo marchado, John entró en la habitación. Linda estaba acostada y dormía profundamente.

Popé solía ir por la casa. Decía que el líquido de la calabaza se llamaba mescal; pero Linda decía que debía llamarse soma; sólo que después uno se encontraba mareado. John odiaba a Popé. Les odiaba a todos, a todos los hombres que iban a ver a Linda.

Una tarde, después de jugar con otros niños —recordaba que hacía frío, y había nieve en las montañas—, John volvió a casa y oyó voces iracundas en el dormitorio. Eran de mujer, y decían palabras que él no entendía; pero sabía que eran palabras horribles. Luego, de pronto, ¡plas!, algo cayó al suelo; oyó movimiento de gente, y otro ruido, como cuando azotan a una mula, pero una mula carnosa; después Linda chilló: ¡Oh, no, no, no!

John entró corriendo. Había tres mujeres con mantos negros. Linda estaba acostada. Una de las mujeres la sujetaba por las muñecas. La otra se había sentado encima de sus piernas para que no pudiera patalear. La tercera la golpeaba con un látigo. Una, dos, tres veces; y cada vez Linda chillaba. Llorando, John se agarró al borde del manto de la mujer. Por favor, por favor. Con la mano que tenía libre, la mujer lo apartó. El látigo volvió a caer, y de nuevo Linda chilló. John agarró la mano fuerte y morena de la mujer entre las suyas y le pegó un mordisco con todas sus fuerzas. La mujer gritó, libró la mano que tenía cogida y le arreó tal empujón que lo derribó. Cuando todavía estaba en el suelo, la mujer lo azotó tres veces con el látigo. Le dolió como nunca le había dolido nada: como fuego. El látigo volvió a silbar y cayó. Pero esta vez chilló Linda.

—Pero, ¿por qué querían hacerte daño, Linda? —le preguntó aquella noche.

John lloraba, porque las señales rojas del látigo en la espalda le dolían terriblemente. Pero también lloraba porque la gente era tan brutal y mala, y porque él sólo era un niño y nada podía hacer contra ella.

—¿Por qué querían hacerte daño, Linda?

—No lo sé. ¿Cómo puedo saberlo?

Era difícil entender lo que decía, porque Linda yacía boca abajo y tenía la cara sepultada en la almohada.

—Dicen que estos hombres son sus hombres —prosiguió.

Y era como si no le hablara a él, como si se lo dijera a alguien que se hallara dentro de ella misma. Una larga charla que John no entendía; y, al final, Linda volvió a chillar, más fuerte que nunca.

—ioh, no, no llores, Linda! ¡No llores!

John la abrazó con fuerza. Le pasó un brazo por el cuello.

Linda gritó:

—¡Ten cuidado! ¡Mi hombro! ¡Oh!

Y lo apartó de sí, con fuerza. John fue a dar de cabeza contra la pared.

—¡Imbécil! —le gritó su madre.

Y, de pronto, empezó a pegarle bofetadas.

Una, y otra, y otra más...

—¡Linda! —gritó John—. ¡Oh, madre, no, no! —Yo no soy tu madre. Yo no quiero ser tu madre.

—Pero, Linda... ¡Oh!

Otro cachete en la mejilla.

Me he vuelto como una salvaje —gritaba Linda—. Tengo hijos como un animal... De no haber sido por ti hubiese podido presentarme al Inspector, hubiese podido marcharme de aquí. Pero no con un hijo. Hubiese sido una vergüenza demasiado grande.

John adivinó que iba a pegarle de nuevo. y levantó un brazo para protegerse la cara —¡Oh, no, Linda, no, por favor!— ¡Bestezuela!

Linda lo obligó a bajar el brazo, dejándole la cara al descubierto.

—¡No, Linda!

John cerró los ojos, esperando el golpe.

Pero Linda no le pegó. Al cabo de un momento, John volvió a abrir los ojos y vio que su madre lo miraba. John intentó sonreírle. De pronto, Linda lo abrazó y empezó a besarle, una y otra vez.

Los momentos más felices eran cuando Linda le hablaba del Otro Lugar.

—¿Y de veras puedes volar cuando se te antoja?

—De veras.

Y Linda le contaba lo de la hermosa música que salía de una caja, y los juegos estupendos a que se podía jugar, y las cosas deliciosas de comer y de beber que había, y la luz que surgía con sólo pulsar un aparatito en la pared, y las películas que se podían oír, v palpar y ver, y otra caja que producía olores agradables, y las casas rosadas, verdes, azules y plateadas; altas como montañas, y todo el mundo feliz, y nadie triste ni enojado, y todo el mundo pertenecía a todo el mundo, y las cajas que permitía ver y oír todo lo que ocurría en el otro extremo del mundo, y los niños en frascos limpios y hermosos.... todo limpísimo, sin malos olores, sin suciedad... Y nadie solo, sino viviendo todos juntos, alegres y felices, algo así como en los bailes de verano de Malpaís, pero mucho más felices, porque su felicidad era de todos los días, de siempre... John la escuchaba embelesado.

Muchos hombres iban a ver a Linda. Los chiquillos empezaron a señalarla con el dedo. En su lengua extranjera decían que Linda era mala; la llamaban con nombres que John no comprendía, pero que sabía eran malos nombres. Un día empezaron a cantar una canción acerca de Linda, una y otra vez. John les arrojó piedras. Ellos replicaron, y una piedra aguzada lo hirió en la mejilla. La sangre no cesaba de manar y pronto quedó cubierto de ella.

Linda le enseñó a leer. Con un trozo de carbón dibujaba figuras en la pared —un animal echado, un niño dentro de una botella—, y después escribía detrás: EL GATO DUERME, EL PEQUE ESTÁ EN EL BOTE. John aprendió de prisa y con facilidad. Cuando ya sabía leer todas las palabras que su madre escribía en la pared, Linda abrió su gran caja de madera y sacó de debajo de aquellos graciosos pantalones rojos que nunca llevaba un librito muy delgado. John lo había visto ya muchas veces.

—Cuando seas mayor —le decía siempre su madre— te dejaré leerlo.

Bueno, ahora ya era lo bastante mayor. John se sentía muy orgulloso.

—Temo que no lo encontrarás muy apasionante —dijo Linda—, pero es el único que tengo. —Y suspiró—. ¡Si pudieras ver las estupendas máquinas de leer que tenemos en Londres!

John empezó a leer. El Condicionamiento químico y bacteriológico del embrión. Instrucciones prácticas para los trabajadores Beta del Almacén de Embriones. Sólo leer el título le llevó un cuarto de hora. John arrojó el libro al suelo.

—¡Libro feo, libro feo! —exclamó.

Y se echó a llorar.

Los muchachos seguían cantando su horrible canción acerca de Linda. Y a veces se burlaban de él porque iba tan desarrapado. Cuando se le rompían los vestidos, Linda no sabía remendarlos. En el Otro Lugar, le dijo su madre, la gente tiraba la ropa vieja y se compraba otra nueva. —¡Harapiento, harapiento! —le chillaban los muchachos.

Pero yo sé leer —se decía John—, y ellos no. Ni siquiera saben lo que es leer. No le era difícil, si se esforzaba en pensar en aquello, fingir que no le importaba que se burlaran de él. Pidió a Linda que volviera a prestarle el libro.

Cuanto más cantaban los muchachos y más lo señalaban con el dedo, tanto más ahincadamente leía. Pronto pudo leer todas las palabras. Hasta las más largas. Pero, ¿qué significaban? Se lo preguntó a Linda. Pero ni siquiera cuando ésta podía contestarle lo comprendía con claridad. Y generalmente ni siquiera podía contestarle.

—¿Qué son productos químicos? —preguntaba John.

—¡Oh! Cosas como sales de magnesio y alcohol para mantener a los Deltas y los Epsilones pequeños y retrasados, y carbonato de calcio para los huesos, y cosas por el estilo.

—Pero, ¿cómo se hacen los productos químicos, Linda? ¿De dónde salen?

—No lo sé. Se sacan de frascos. Y cuando los frascos quedan vacíos, se envía a buscar más al Almacén Químico. Supongo que la gente del Almacén Químico los fabrica. O acaso van a buscarlos a la fábrica. No lo sé. Yo no trabajaba en eso. Yo estaba ocupada en los embriones.

Y lo mismo ocurría con cualquier cosa que preguntara. Por lo visto, Linda apenas sabía nada. Los viejos del pueblo daban respuestas mucho más concretas.

La semilla de los hombres y de todas las criaturas, la semilla del sol y la semilla de la tierra y la semilla del cielo, todo esto lo hizo Awonawilona de la Niebla Desarrolladora. El mundo tiene cuatro vientres; y Awonaxvilona enterró las semillas en el más bajo de los cuatro vientres. Y gradualmente las semillas empezaron a germinar ...

Un día (John calculó más tarde que ello debió de ocurrir poco después de haber cumplido los doce años), llegó a casa y encontró en el suelo del dormitorio un libro que no había visto nunca hasta entonces. Era un libro muy grueso y parecía muy viejo. Los ratones habían roído sus tapas; y algunas de sus páginas aparecían sueltas o arrugadas. John lo cogió y miró la portadilla. El libro se titulaba Obras Completas de William Shakespeare.

Linda yacía en la cama, bebiendo en una taza el hediondo mescal.

—Popé lo trajo —dijo. Su voz sonaba estropajosa y áspera, como si no fuese la suya—. Estaba en uno de los arcones de la Kiva de los Antílopes. Seguramente estaba allá desde hace cientos de años. Supongo que así es, porque le he echado una ojeada y sólo dice tonterías. Un autor que estaba por civilizar. Aun así, te servirá para hacer prácticas de lectura.

Echó otro trago, apuró la taza, la dejó en el suelo, al lado de la cama, se volvió de lado, hipó una o dos veces y se durmió.

John abrió el libro al azar.

Nada, sólo vivir

en el rancio sudor de un lecho inmundo, cociéndose en la corrupción, arrullándose y haciendo el amor sobre el maculado camastro ...

Las extrañas palabras penetraron, rumorosas, en su mente como la voz del trueno; como los tambores de las danzas de verano si los tambores supieran hablar; como los hombres que cantan el Canto del Maíz, tan hermoso que hacía llorar; como las palabras mágicas del viejo Mitsima sobre sus plumas, sus palos tallados y sus trozos de hueso y de piedra: kiathla tsilu siloklve silokwe silokwe. Kiai silu silu, tsithl. Pero mejor que las fórmulas mágicas de Mitsima, porque aquello significaba algo más, porque le hablaba a él; le hablaba maravillosamente, de una manera sólo a medias comprensible, con un poder mágico terriblemente bello, de Linda; de Linda que yacía allá, roncando, con la taza vacía junto a su cama; le hablaba de Linda y Popé, de Linda y Popé.

John odiaba a Popé cada vez más. Un hombre puede sonreír y sonreír y ser un villano. Un villano incapaz de remordimientos, traidor, cobarde, inhumano. ¿Qué significaban exactamente estas palabras? John sólo lo sabía a medias. Pero su magia era poderosa, y las palabras seguían resonando en su cerebro, y en cierta manera era como si hasta entonces no hubiese odiado realmente a Popé; como si no le hubiese odiado realmente porque nunca había sido capaz de expresar cuánto le odiaba. Pero ahora John tenía estas palabras, estas palabras que eran como tambores, como cantos, como fórmulas mágicas.

Un día, cuando John volvió a casa, después de sus juegos, encontró abierta la puerta del cuarto interior y los vio yaciendo los dos en la cama, dormidos: la blanca Linda, y Popé, casi negro a su lado, con un brazo bajo los hombros de ella y el otro encima de su pecho, con una de sus trenzas negras sobre la blanca garganta de Linda, como una serpiente que quisiera estrangularla. En el suelo, junto a la cama, había la calabaza de Popé y una taza. Linda roncaba.

John tuvo la sensación de que su corazón había desaparecido, dejando un hueco en su lugar. Sí, se sentía vacío. Vacío, y frío, y un tanto mareado, y como deslumbrado. Se apoyó en la pared para rehacerse un poco. Villano sin remordimientos, traidor, cobarde... Como tambores, como los hombres cuando cantan al maíz, como fórmulas mágicas, las palabras se repetían una y otra vez en su mente. John pasó del frío inicial a un súbito calor. Las mejillas, inyectadas en sangre, le ardían, la habitación vacilaba y se ensombrecía ante sus ojos. Rechinó los dientes. Lo mataré, lo mataré, lo mataré ... , empezó a decir. Y, de pronto, surgieron otras palabras:

Cuando duerma, borracho, o esté enfurecido,

o goce del placer incestuoso de la cama ...

La magia estaba de su parte, la magia lo explicaba todo y daba órdenes. John volvió al cuarto exterior. Cuando duerma, borracho... El cuchillo de cortar la carne estaba en el suelo, junto al hogar. John lo cogió y, de puntillas, se acercó de nuevo al umbral. Cuando duerma, borracho; cuando duerma, borracho ... Cruzó corriendo la estancia y clavó el cuchillo —ioh, la sangre! dos veces, mientras Popé despertaba de su sueño; levantó la mano para volver a clavar el cuchillo, pero alguien le cogió la muñeca y —ioh, oh!— se la retorció. John no podía moverse, estaba cogido, y veía los ojillos negros de Popé, muy cerca de él, mirándole fijamente. John desvió la mirada. En el hombro izquierdo de Popé aparecían dos cortes. ¡Oh, mira, sangre! —gritaba Linda—. ¡Sangre! Nunca había podido soportar la vista de la sangre. Popé levantó la otra mano... para pegarme, pensó John. Se puso rígido para aguantar el golpe. Pero la mano lo cogió por debajo del mentón y le obligó a levantar la cabeza y a mirar a Popé a los ojos. Durante largo rato, horas y más horas. Y de pronto —no pudo evitarlo— John empezó a llorar. Y Popé se echó a reír. Anda, ve —dijo, en su lengua india—. Ve, mi valiente Thaiyuta. Y John corrió al otro cuarto, a ocultar sus lágrimas.

—Ya tienes quince años —dijo el viejo Mitsima, en su lengua india—. Te enseñaré a modelar la arcilla.

En cuclillas, junto al río, trabajaron juntos. —Ante todo —dijo Mitsima, cogiendo un terrón de arcilla húmeda entre sus manos—, haremos una luna pequeña.

El anciano aplastó el terrón dándole forma de disco, y después levantó sus bordes; la luna se convirtió en un bol.

Lenta, torpemente, John imitó los delicados gestos del anciano.

—Una luna, una taza, y ahora una serpiente.

Mitsima cogió otro terrón de arcilla Y formó con él un largo cilindro flexible, lo dobló hasta darle la forma de un círculo perfecto y lo colocó encima del borde del bol.

—Después otra serpiente, y otra, y otra.

Circulo tras círculo, Mitsima levantó los costados de la jarra; era estrecha en la parte inferior, se hinchaba hacia el centro y volvía a estrecharse en la parte del cuello. Mitsima modelaba, daba palmaditas, acariciaba y rascaba la arcilla; y al fin salió de sus manos el típico jarro de agua de Malpaís, si bien era de color blanco cremoso en lugar de negro, y blando todavía. La contrahecha imitación del jarro de Mitsima, obra de John, estaba a su lado. Mirando los dos jarros, John no pudo reprimir una carcajada.

—Pero el próximo será mejor —dijo.

Y empezó a humedecer otro terrón de arcilla.

Modelar, dar forma, sentir cómo sus dedos adquirían habilidad y fuerza le proporcionaba un placer extraordinario.

—Vitamina A, Vitamina B, Vitamina C —canturreaba, mientras trabajaba—. La grasa está en el hígado, y el bacalao en el mar ...

Y también Mitsima cantaba: una canción sobre la matanza de un oso.

Trabajaron todo el día; y el día entero estuvo lleno de una felicidad intensa, absorbente.

—El próximo invierno —dijo el viejo Mitsima —te enseñaré a construir un arco.

John esperó largo rato delante de la casa; y al fin terminaron las ceremonias que se celebraban en el interior. La puerta se abrió y ellos salieron. Primero Kothlu, con la mano derecha extendida, fuertemente cerrado el puño, como si guardara una joya preciosa. Le seguía Kiakimé, también con la mano derecha extendida, pero cerrado el puño. Caminaban en silencio, y en silencio, detrás de ellos, seguían los hermanos, las hermanas, los primos y la gente mayor.

Salieron del pueblo, cruzando la altiplanicie. Al llegar al borde del acantilado se detuvieron, cara al sol matutino. Kothlu abrió el puño. Viose en la palma de su mano una pulgarada de blanca harina de maíz; Kothlu le echó un poco de su aliento, pronunció unas palabras misteriosas y arrojó la harina, un puñado de polvo blanco, en dirección al sol. Kiakimé hizo lo mismo. Después el padre de Kiakimé avanzó un paso, y levantando un bastón litúrgico adornado con plumas, pronunció una larga oración y acabó arrojando el bastón en la misma dirección que había seguido la harina de maíz.

—Se acabó —dijo el viejo Mitsima en voz alta—. Están casados.

—Bueno —dijo Linda, cuando se volvieron—; yo sólo digo que no veo la necesidad de armar tanto alboroto por una insignificancia como ésta. En los países civilizados, cuando un muchacho desea a una chica, se limita a... Pero, ¿adónde vas, John?

John no le hizo caso y echó a correr, lejos, muy lejos, donde pudiera estar solo.

Se acabó. Las palabras del viejo Mitsima seguían resonando en su mente. Se acabó, se acabó ... En silencio, y desde lejos, pero violenta, desesperadamente, sin esperanza alguna John había amado a Kiakimé. Y ahora, todo había acabado. John tenía dieciséis años.

Cuando la luna fuese llena, en la Kiva de los Antílopes se revelarían muchos secretos, se ejecutarían muchos ritmos ocultos. Los muchachos bajarían a la Kiva y saldrían de ella convertidos en hombres. Todos estaban un poco asustados y al mismo tiempo impacientes.

Al fin llegó el día. El sol fue al ocaso y apareció la luna. John fue con los demás. Ante la entrada de la Kiva esperaban unos hombres morenos; la escalera de mano descendía hacia las profundidades iluminadas con una luz rojiza. Ya los primeros habían empezado a bajar. De pronto, uno de los hombres avanzó, lo agarró por un brazo y lo sacó de la fila. John logró escapar de sus manos y volver a ocupar su lugar entre los otros. Esta vez el hombre lo agarró por los cabellos y le golpeó.

—¡Tú no, albino!

—¡El hijo de perra, no! —gritó otro hombre. Los muchachos rieron.

—¡Fuera!

John todavía no se decidía a separarse del grupo.

—¡Fuera! —volvieron a gritar los hombres.

Uno de ellos se agachó, cogió una piedra y se la arrojó.

—¡Fuera, fuera, fuera!

Cayó sobre él un chaparrón de guijarros. Sangrando, John huyó hacia las tinieblas. De la Kiva iluminada de rojo llegaba hasta él el rumor de unos cantos. El último muchacho había bajado ya la escalera. John se había quedado solo.

Solo, fuera del pueblo, en la desierta llanura de la altiplanicie. A la luz de la luna, las rocas eran como huesos blanqueados. Abajo, en el valle, los coyotes aullaban a la luna. Los arañazos le escocían y los cortes todavía le sangraban; pero no sollozaba por el dolor, sino porque estaba solo, porque lo habían arrojado, solo, a aquel mundo esquelético de rocas y luz de luna.

—Solo, siempre solo —decía el joven.

Las palabras despertaron un eco quejumbroso en la mente de Bernard. Solo, solo...

—También yo estoy solo —dijo, cediendo a un impulso de confianza—. Terriblemente solo.

—¿Tú? —John parecía sorprendido—. Yo creía que en el Otro Lugar... Linda siempre dice que allá nadie está solo.

Bernard se sonrojó, turbado.

—Verás —dijo, tartamudeando y sin mirarle—, yo soy bastante diferente de los demás, supongo. Si por azar uno es decantado diferente...

—Sí, esto es —asintió el joven—. Si uno es diferente, se ve condenado a la soledad. Los demás le tratan brutalmente. ¿Sabes que a mí me han mantenido alejado de todo? Cuando los otros muchachos fueron enviados a pasar la noche en las montañas, donde deben soñar cuál es su respectivo animal sagrado, a mí no me dejaron ir con los otros; ni me revelaron ninguno de sus secretos. Pero yo lo hice todo por mí mismo —agregó—. Pasé cinco días sin comer absolutamente nada y una noche me marché solo a aquellas montañas.

Bernard sonrió con condescendencia. —¿Y soñaste algo? —preguntó.

El otro asintió con la cabeza.

—Pero no debo decirte lo que soñé. —Guardó silencio un momento, y después, en voz baja, prosiguió—: Una vez hice algo que ninguno de los demás ha hecho: un mediodía de verano, permanecí apoyado en una roca, con los brazos abiertos, como Jesús en la cruz.

—Pero ¿por qué lo hiciste?

—Quería saber qué sensación producía ser crucificado. Colgar allá, al sol...

—Pero ¿por qué?

—¿Por qué? Pues... —vaciló—. Porque sentía que debía hacerlo. Si Jesús pudo soportarlo... Además, si uno ha hecho algo malo... Por otra parte, yo no era feliz; y ésta era otra razón.

—A primera vista, parece una forma muy curiosa de poner remedio a la infelicidad —dijo Bernard.

Pero, pensándolo mejor, llegó a la conclusión de que, a fin de cuentas, algo había en ello. Quizá fuese mejor que tomar soma...

—Al cabo de un rato me desmayé —dijo el joven—. Caí boca abajo. ¿No ves la señal del corte que me hice?

Se levantó el mechón de pelo rubio que le cubría la frente, dejando al descubierto una cicatriz pálida que aparecía en su sien derecha.

Bernard miró y se apresuró a cambiar de tema.

—¿Te gustaría ir a Londres con nosotros? —preguntó, iniciando así el primer paso de una campaña cuya estrategia había empezado a elaborar en secreto desde el momento en que, en el interior de la casucha, había comprendido quién debía ser el padre de aquel joven salvaje . ¿Te gustaría?

El rostro del muchacho se iluminó. —¿Lo dices en serio?

—Claro; es decir, suponiendo que consiguiera el permiso.

—¿Y Linda también?

—Bueno...

Bernard vaciló. ¡Aquella odiosa criatura! No, era imposible. A menos que... De pronto, se le ocurrió a Bernard que la misma repulsión que Linda inspiraba podía constituir un buen triunfo. —Pues, ¡claro que sí! —exclamó, esforzándose por compensar su vacilación con un exceso de cordialidad.

—¡Pensar que pudiera realizarse el sueño de toda mi vida! ¿Recuerdas lo que dice Miranda?

—¿Quién es Miranda?

Pero, evidentemente, el joven no había oído la pregunta.

—¡Oh, maravilla! —decía.

Sus ojos brillaban y su rostro ardía.

—¡Cuántas y cuán divinas criaturas hay aquí! ¡Cuán bella humanidad!

Su sonrojo se intensificó súbitamente; John pensaba en Lenina, en aquel ángel vestido de viscosa color verde botella, reluciente de juventud y de crema cutánea, llenita y sonriente. Su voz vaciló:

—¡Oh, maravilloso nuevo mundo! —empezó; pero de pronto se interrumpió; la sangre había abandonado sus mejillas; estaba blanco como el papel—. ¿Estás casado con ella? —preguntó.

—¿Si estoy qué?

—Casado. ¿Comprendes? Para siempre. Los indios, en su lengua lo dicen así: Para siempre. Un lazo que no puede romperse.

—¡Oh, no, por Ford!

Bernard no pudo por menos de reír.

John rió también, pero por otra razón. Rió de pura alegría.

¡Oh, maravilloso nuevo mundo! —repitió—. ¡Oh, maravilloso nuevo mundo que alberga tales criaturas! ¡Vayamos allá!

—A veces hablas de una manera muy rara —dijo Bernard, mirando al joven con asombro y perplejidad—. Por otra parte, ¿no sería más prudente que esperaras a ver ese nuevo mundo?

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