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Un mundo feliz - CAPITULO VI



CAPITULO VI

Raro, raro, raro. Este era el veredicto de Lenina sobre Bernard Marx. Tan raro, que en el curso de las siguientes semanas se había preguntado más de una vez si no sería preferible cambiar de parecer en cuanto a lo de las vacaciones en Nuevo Méjico, y marcharse al Polo Norte con Benito Hoover. Lo malo era que Lenina ya conocía el Polo Norte; había estado allá con George Edzel el pasado verano, y, lo que era peor, lo había encontrado sumamente triste. Nada que hacer y el hotel sumamente anticuado: sin televisión en los dormitorios, sin órgano de perfumes, sólo con un poco de música sintética infecta, y nada más que veinticinco pistas móviles para los doscientos huéspedes. No, decididamente no podría soportar otra visita al Polo Norte. Además, en América sólo había estado una vez. Y en muy malas condiciones. Un simple fin de semana en Nueva York, en plan de economías. ¿Había ido con Jean—Jacques Habibullah o con Bokanovsky Jones? Ya no se acordaba. En todo caso, no tenía la menor importancia. La perspectiva de volar de nuevo hacia el Oeste, y por toda una semana, era muy atractiva. Además, pasarían al menos tres días en una Reserva para Salvajes. En todo el Centro sólo media docena de personas habían estado en el interior de una reserva para Salvajes. En su calidad de psicólogo Alfa—Beta, Bernard era uno de los pocos hombres que ella conocía, que podía obtener permiso para ello. Para Lenina, era aquélla una oportunidad única. Y, sin embargo, tan única era también la rareza de Bernard, que la muchacha había vacilado en aprovecharla, y hasta había pensado correr el riesgo de volver al Polo Norte con el simpático Benito. Cuando menos, Benito era normal. En tanto que Bernard...

Le pusieron alcohol en el sucedáneo. Esta era la explicación de Fanny para toda excentricidad. Pero Henry, con quien, una noche, mientras estaban juntos en cama, Lenina había discutido apasionadamente su nuevo amante, Henry había comparado al pobre Bernard a un rinoceronte.

—Es imposible domesticar a un rinoceronte —había dicho Henry en su estilo breve y vigoroso—. Hay hombres que son casi como los rinocerontes; no responden adecuadamente al condicionamiento. ¡Pobres diablos! Bernard es uno de ellos. Afortunadamente para él es excelente su profesión. De lo contrario, el director lo hubiese expulsado. Sin embargo —agregó, consolándola—, lo considero completamente inofensivo.

Completamente inofensivo; sí, tal vez. Pero también muy inquietante. En primer lugar, su manía de hacerlo todo en privado. Lo cual, en la práctica, significaba no hacer nada en absoluto. Porque, ¿qué podía hacerse en privado? (Aparte, desde luego, de acostarse; pero no se podía pasar todo el tiempo así.) Sí, ¿qué se podía hacer? Muy poca cosa. La primera tarde que salieron juntos hacía un tiempo espléndido. Lenina había sugerido un baño en el Club Rural Torquay, seguido de una cena en el Oxford Unión. Pero Bernard dijo que habría demasiada gente. ¿Y un partido de Golf Electromagnético en Saint Andrews? Nueva negativa.

Bernard consideraba que el Golf Electromagnético era una pérdida de tiempo.

—Pues, ¿para qué es el tiempo, si no? —preguntó Lenina, un tanto asombrada.

Por lo visto, para pasear por el Distrito de Los Lagos; porque esto fue lo que Bernard propuso. Aterrizar en la cumbre de Skiddaw y pasear un par de horas por los brezales.

—Solo contigo, Lenina.

—Pero, Bernard, estaremos solos toda la noche.

Bernard se sonrojó y desvió la mirada. —Quiero decir solos para poder hablar —murmuró.

—¿Hablar? Pero ¿de qué?

¡Andar y hablar! ¡Vaya extraña manera de pasar una tarde!

Al fin Lenina lo convenció, muy a regañadientes, y volaron a Amsterdam para presenciar los cuartos de final del Campeonato Femenino de Lucha de pesos pesados.

—Con una multitud —rezongó Bernard—. Como de costumbre.

Permaneció obstinadamente sombrío toda la tarde; no quiso hablar con los amigos de Lenina (de los cuales se encontraron a docenas en el bar de helados de soma, en los descansos); y a pesar de su mal humor se negó rotundamente a aceptar el medio gramo de helado de fresa que Lenina le ofrecía con insistencia.

—Prefiero ser yo mismo —dijo Bernard—. Yo y desdichado, antes que cualquier otro y jocundo. —Un gramo a tiempo ahorra nueve —dijo Lenina, exhibiendo su sabiduría hipnopédica.

Bernard apartó con impaciencia la copa que le ofrecía.

—Vamos, no pierdas los estribos —dijo Lenina—. Recuerda que un solo centímetro cúbico cura diez sentimientos melancólicos.

—¡Calla, por Ford, de una vez! —gritó Bernard.

Lenina se encogió de hombros.

—Siempre es mejor un gramo que un taco —concluyó con dignidad.

Y se tomó el helado.

Cruzando el Canal, camino de vuelta, Bernard insistió en detener la hélice impulsara y en peri—amanecer suspendido sobre el mar, a unos treinta metros de las olas. El tiempo había empeorado; se había levantado viento del Sudoeste y el cielo aparecía nuboso.

—Mira —le ordenó Bernard.

—Lo encuentro horrible —dijo Lenina, apartándose de la ventanilla. La horrorizó el huidizo vacío de la noche, el oleaje negro, espumoso, del mar a sus pies, y la pálida faz de la luna, macilenta y triste entre las nubes en fuga—. Pongamos la radio en seguida.

Lenina alargó la mano hacia el botón de mando situado en el tablero del aparato y lo conectó al azar.

—...el cielo es azul en tu interior —cantaban dieciséis voces trémulas—, el tiempo es siempre...

Luego un hipo, y el silencio. Bernard había cortado la corriente.

—Quiero poder mirar el mar en paz —dijo—. Con este ruido espantoso ni siquiera se puede mirar.

—Pero ¡si es precioso! Yo no quiero mirar.

—Pues yo sí —insistió Bernard—. Me hace sentirme como si... —vaciló, buscando palabras para expresarse—, como si fuese más yo, ¿me entiendes? Más yo mismo, y menos como una parte de algo más. No sólo como una célula del cuerpo social. ¿Tú no lo sientes así, Lenina?

Pero Lenina estaba llorando.

—Es horrible, es horrible —repetía una y otra vez—. ¿Cómo puedes hablar así? ¿Cómo puedes decir que no quieres ser una parte del cuerpo social? Al fin y al cabo, todo el mundo trabaja para todo el mundo. No podemos prescindir de nadie.

Hasta los Epsilones...

—Sí, ya lo sé —dijo Bernard, burlonamente—. Hasta los Epsilones son útiles. Y yo también.

¡Ojalá no lo fuera!

Lenina se escandalizó ante aquella exclamación blasfema.

—¡Bernard! —protestó, dolida y asombrada—.¿Cómo puedes decir esto?

—¿Cómo puedo decirlo? —repitió Bernard en otro tono, meditabundo—. No, el verdadero problema es: ¿Por qué no puedo decirlo? O, mejor aún, puesto que, en realidad, sé perfectamente por qué, ¿qué sensación experimentaría si pudiera, si fuese libre, si no me hallara esclavizado por mi condicionamiento?

—Pero, Bernard, dices unas cosas horribles.

—¿Es que tú no deseas ser libre, Lenina?

—No sé qué quieres decir. Yo soy libre. Libre de divertirme cuanto quiera. Hoy día todo el mundo es feliz.

Bernard rió.

—SI, hoy día todo el mundo el feliz. Eso es lo que ya les decimos a los niños a los cinco años. Pero ¿no te gustaría tener la libertad de ser feliz... de otra manera? A tu modo, por ejemplo; no a la manera de todos.

—No comprendo lo que quieres decir —repitió Lenina. Después, volviéndose hacia él, imploró—: ¡Oh!, volvamos ya, Bernard. No me gusta nada todo esto.

—¿No te gusta estar conmigo?

—Claro que sí, Bernard. Pero este lugar es horrible.

—Pensé que aquí estaríamos más... juntos, con sólo el mar y la luna por compañía. Más juntos que entre la muchedumbre y hasta que en mi cuarto. ¿No lo comprendes?

—No comprendo nada —dijo Lenina con decisión, determinada a conservar intacta su incomprensión—. Nada.

—y prosiguió en otro tono—: Y lo que menos comprendo es por qué no tomas soma cuando se te ocurren esta clase de ideas. Si lo tomaras olvidarías todo eso. Y en lugar de sentirte desdichado serías feliz. Muy feliz —repitió.

Y sonrió, a pesar de la confusa ansiedad que había en sus ojos, con una expresión que pretendía ser picarona y voluptuosa.

Bernard la miró en silencio, gravemente, sin responder a aquella invitación implícita. A los pocos segundos, Lenina apartó la vista, soltó una risita nerviosa, se esforzó por encontrar algo que decir y no lo encontró. El silencio se prolongó.

Cuando, por fin, Bernard habló, lo hizo con voz débil y fatigada.

—De acuerdo —dijo—; regresemos.

Y pisando con fuerza el acelerador, lanzó el aparato a toda velocidad, ganando altura, y al alcanzar los mil doscientos metros puso en marcha la hélice propulsara. Volaron en silencio uno o dos minutos. Después, súbitamente, Bernard empezó a reír. De una manera extraña, en opinión de Lenina; pero, aun así, no podía negarse que era una carcajada.

—¿Te encuentras mejor? —se aventuró a preguntar.

Por toda respuesta, Bernard retiró una mano de los mandos, y, rodeándola con un brazo, empezó a acariciarle los senos.

Gracias a Ford —se dijo Lenina— ya está repuesto.

Media hora más tarde se hallaba de vuelta a las habitaciones de Bernard. Éste tragó de golpe cuatro tabletas de soma, puso en marcha la radio y la televisión y empezó a desnudarse.

—Bueno —dijo Lenina, con intencionada picardía cuando se encontraron de nuevo en la azotea, el día siguiente por la tarde—. ¿Te divertiste ayer?

Bernard asintió con la cabeza. Subieron al avión. Una breve sacudida, y partieron.

—Todos dicen que soy muy neumática —dijo Lenina, meditativamente, dándose unas palmaditas en los muslos.

—Muchísimo.

Pero en los ojos de Bernard había una expresión dolida. Como carne, pensaba.

Lenina lo miró con cierta ansiedad.

—Pero no me encuentras demasiado llenita, ¿verdad?

Bernard denegó con la cabeza. Exactamente igual que carne.

—¿Me encuentras al punto?

Otra afirmación muda de Bernard.

—¿En todos los aspectos?

—Perfecta —dijo Bernard, en voz alta.

Y para sus adentros: Ésta es la opinión que tiene de sí misma. No le importaba ser como la carne.

Lenina sonrió triunfalmente. Pero su satisfacción había sido prematura.

—Sin embargo —prosiguió Bernard tras una breve pausa—, hubiese preferido que todo terminara de otra manera.

—¿De otra manera? ¿Podía terminarse de otra? —Yo no quería que acabáramos acostándonos —especificó Bernard.

Lenina se mostró asombrada.

—Quiero decir, no en seguida, no el primer día.

—Pero, entonces, ¿qué ... ?

Bernard empezó a soltar una serie de tonterías incomprensibles y peligrosas. Lenina hizo todo lo posible por cerrar los oídos de su mente; pero de vez en cuando una que otra frase se empeñaba en hacerse oír: ... probar el efecto que produce detener los propios impulsos, le oyó decir. Fue como si aquellas palabras tocaran un resorte de su mente.

—No dejes para mañana la diversión que puedes tener hoy —dijo Lenina gravemente.

—Doscientas repeticiones, dos veces por semana, desde los catorce años hasta los dieciséis y medio —se limitó a comentar Bernard. Su alocada charla prosiguió—. Quiero saber lo que es la pasión —oyó Lenina, de sus labios—. Quiero sentir algo con fuerza.

—Cuando el individuo siente, la comunidad se resiente —citó Lenina.

—Bueno, ¿y por qué no he de poder resentirme un poco?

—¡Bernard!

Pero Bernard no parecía avergonzado.

—Adultos intelectualmente y durante las horas de trabajo —prosiguió—, y niños en lo que se refiere a los sentimientos y los deseos.

—Nuestro Ford amaba a los niños.

Sin hacer caso de la interrupción, Bernard prosiguió:

—El otro día, de pronto, se me ocurrió que había de ser posible ser un adulto en todo momento.

—Lo comprendo.

El tono de Lenina era firme.

—Ya lo sé. Y por esto nos acostamos juntos ayer, como niños, en lugar de obrar como adultos, y esperar.

—Pero fue divertido —insistió Lenina—. ¿No es verdad?

—¡Oh, si, divertidísimo! —contestó Bemard.

Pero había en su voz un tono tan doloroso, tan amargo, que Lenina sintió de pronto que se esfumaba toda la sensación de triunfo. Tal vez, a fin de cuentas, Bernard la encontraba demasiado gorda.

—Ya te lo dije —comentó Fanny, por toda respuesta, cuando Lenina se lo confió—. Eso es el alcohol que le pusieron en el sucedáneo.

—Sin embargo —insistió Lenina—, me gusta. Tiene unas manos preciosas. Y mueve los hombros de una manera muy atractiva. —Suspiró—. Pero preferiría que no fuese tan raro.

Deteniéndose un momento ante la puerta del despacho del director, Bernard tomó aliento y se cuadró, preparándose para enfrentarse con el disgusto y la desaprobación que estaba seguro de encontrar en el interior. Luego llamó y entró.

—Vengo a pedirle su firma para un permiso, director —dijo con tanta naturalidad como le fue posible...

Y dejó el papel encima de la mesa.

El director le lanzó una mirada agria. Pero en la cabecera del documento aparecía el sello del Despacho del Interventor Mundial, y al pie del mismo la firma vigorosa, de gruesos trazos de Mustafá Mond. Por consiguiente, todo estaba en orden. El director no podía negarse. Escribió sus iniciales —dos pálidas letras al pie de la firma de Mustafá Mond— y se disponía, sin comentarios a devolver el papel a Bernard, cuando casualmente sus ojos captaron algo que aparecía escrito en el texto del permiso.

—¿Se va a la Reserva de Nuevo Méjico? —dijo. Y el tono de su voz, así como la manera con que miró a Bernard, expresaba una especie de asombro lleno de agitación.

Sorprendido ante la sorpresa de su superior, Bernard asintió. Sobrevino un silencio.

El director, frunciendo el ceño, se arrellanó en su asiento.

—¿Cuánto hará de ello— dijo, más para sí mismo que dirigiéndose a Bernard—. Veinte años, creo. Casi veinticinco. Tendría su edad, más o menos...

Suspiró y movió la cabeza.

Bernard se sentía sumamente violento. ¡Un hombre tan convencional, tan escrupulosamente correcto como el director, incurrir en una incongruencia! Ello le hizo sentir deseos de ocultar el rostro, de salir corriendo de la estancia. No porque hallara nada intrínsecamente cesurable en que la gente hablara del pasado remoto; aquél era uno de los tantos prejuicios hipnopédicos de los que Bernard (al menos eso creía él) se había librado por completo. Lo que le violentaba era el hecho de saber que el director lo desaprobaba... lo desaprobaba, y, sin embargo, había incurrido en el pecado de hacer lo que estaba prohibido. ¿A qué compulsión interior habría obedecido? A pesar de la incomodidad que experimentaba, Bernard escuchaba atentamente.

—Tuve la misma idea que usted —decía el director—. Quise echar una ojeada a los salvajes. Logré un permiso para Nuevo Méjico y fui a pasar allí mis vacaciones veraniegas. Con la muchacha con la que iba a la sazón. Era una Beta—Menos, y me parece —cerró un momento los ojos—, me parece que era rubia. En todo caso, era neumática, particularmente neumática; esto sí lo recuerdo. Bueno, fuimos allá, vimos a los salvajes, paseamos a caballo, etc. Y después, casi el último día de mi permiso.... después.... bueno, la chica se perdió. Habíamos ido a caballo a una de aquellas asquerosas montañas, con un calor horrible y opresivo, y después de comer fuimos a dormir una siesta. Al menos yo lo hice. Ella debió de salir de paseo sola. En todo caso, cuando me desperté la chica no estaba. Y en aquel momento estallaba una tormenta encima de nosotros, la más fuerte que he visto en mi vida. Llovía a cántaros, tronaba y relampagueaba; los caballos se soltaron y huyeron al galope; al intentar atraparlos, caí y me herí en la rodilla, de modo que apenas podía andar. Sin embargo, empecé a buscar a la chica, llamándola a gritos una y otra vez. Ni rastro de ella. Después pensé que debía haberse marchado sola al refugio. Así, pues, me arrastré como pude por el valle, siguiendo el mismo camino. no por donde habíamos venido. La rodilla me dolía horriblemente, y había perdido mis raciones de soma. Tuve que andar horas. No llegué al refugio hasta pasada la medianoche. Y la chica no estaba; no estaba —repitió el director. Siguió un silencio—. Bueno —prosiguió, al fin—, al día siguiente se organizó una búsqueda. Pero no la encontramos. Debió de haber caído por algún precipicio; o acaso la devoraría algún león de las montañas. Sábelo Ford. Fue algo horrible. En aquel entonces me trastornó profundamente. Más de lo lógico, lo confieso. Porque, al fin y al cabo, aquel accidente hubiese podido ocurrirle a cualquiera; y, desde luego, el cuerpo social persiste aunque sus células cambien. —Pero aquel consuelo hipnopédico no parecía muy eficaz.

Y el director se sumió en un silencio evocador.

—Debió de ser un golpe terrible para usted —dijo Bernard, casi con envidia.

Al oír su voz, el director se sobresaltó con una sensación de culpabilidad, y recordó dónde estaba; lanzó una mirada a Bernard, y, rehuyendo la de sus ojos, se sonrojó violentamente; volvió a mirarle con súbita desconfianza, herido en su dignidad.

—No vaya a pensar —dijo— que sostuviera ninguna relación indecorosa con aquella muchacha. Nada emocional, nada excesivamente prolongado. Todo fue perfectamente sano y normal. —Tendió el permiso a Bernard—. No sé por qué le habré dado la lata con esta anécdota trivial—. Enfurecido consigo mismo por haberle revelado un secreto tan vergonzoso, descargó su furia en Bernard. Ahora la expresión de sus ojos era francamente maligna—. Deseo aprovechar esta oportunidad, Mr. Marx —prosiguió— para decirle que no estoy en absoluto satisfecho de los informes que recibo acerca de su comportamiento en las horas de asueto. Usted dirá que esto no me incumbe. Pero sí me incumbe. Debo pensar en el buen nombre de este Centro. Mis trabajadores deben hallarse por encima de toda sospecha, especialmente los de las castas altas. Los Alfas son condicionados de modo que no tengan forzosa mente que ser infantiles en su comportamiento emocional. Razón de más para que realicen un esfuerzo especial para adaptarse. Su deber estriba en ser infantiles, aun en contra de sus propias inclinaciones. Por esto, Mr. Max, debo dirigirle esta advertencia —la voz del director vibraba con una indignación que ahora era ya justiciera e impersonal, viva expresión de la desaprobación de la propia infracción de las normas del decoro infantil—, si siguen llegando quejas sobre su comportamiento, solicitaré su transferencia a algún Sub-Centro, a ser posible en Islandia. Buenos días.

Y, volviéndose bruscamente en su silla, cogió la pluma y empezó a escribir.

Esto le enseñará, se dijo. Pero estaba equivocado. Porque Bernard salió de su despacho cerrando de golpe la puerta tras de sí, crecido, exultante ante el pensamiento de que se hallaba solo, enzarzado en una lucha heroica contra el orden de las cosas; animado por la embriagadora conciencia de su significación e importancia individual. Ni siquiera la amenaza de un castigo le desanimaba; más bien constituía para él un estimulante. Se sentía lo bastante fuerte para resistir y soportar el castigo, lo bastante fuerte hasta para enfrentarse con Islandia. Y esta confianza era mayor cuanto que, en realidad, estaba íntimamente convencido de que no debería enfrentarse con nada de aquello. A la gente no se la traslada por cosas como aquéllas. Islandia no era más que una amenaza. Una amenaza sumamente estimulante. Avanzando por el pasillo, Bernard no pudo contener su deseo de silbotear una canción.

Por la noche, en su entrevista con Watson, su versión de la charla sostenida con el director cobró visos de heroicidad.

—Después de lo cual —concluyó—, me limité a decirle que podía irse al Pasado sin Fin, y salí del despacho. Y esto fue todo.

Miró a Helmholtz Watson con expectación, esperando su simpatía, su admiración. Pero Helmholtz no dijo palabra, y permaneció sentado, con los ojos fijos en el suelo.

Apreciaba a Bernard; le agradecía el hecho de ser el único de sus conocidos con quien podía hablar de cosas que presentía que eran importantes. Sin embargo, había cosas, en Bernard, que le parecían odiosas. Por ejemplo, aquella fanfarronería. Y los estallidos de autocompasión con que la alternaba. Y su deplorable costumbre de mostrarse muy osado después de ocurridos los hechos, y de exhibir una gran presencia de ánimo... en ausencia. Odiaba todo esto, precisamente porque apreciaba a Bernard. Los segundos pasaban. Helmholtz seguía mirando al suelo. Y, súbitamente, Bernard, sonrojándose, se alejó.

El viaje transcurrió sin el menor incidente. El Cohete Azul del Pacífico llegó a Nueva Orleáns con dos minutos y medio de anticipación, perdió cuatro minutos a causa de un tornado en Texas, pero al llegar a los 9511 de longitud Oeste penetró en una corriente de aire favorable y pudo aterrizar en Santa Fe con menos de cuarenta segundos de retraso con respecto a la hora prevista.

—Cuarenta segundos en un vuelo de seis horas y media. No está mal —reconoció Lenina.

Aquella noche durmieron en Santa Fe. El hotel era excelente, incomparablemente mejor, por ejemplo, que el horrible Palacio de la Aurora Boreal en el que Lenina había sufrido tanto el verano anterior. En todas las habitaciones había aire líquido, televisión, masaje por vibración, radio, solución de cafeína hirviente, anticoncepcionales calientes y ocho clases diferentes de perfumes. Cuando entraron en el vestíbulo, el aparato de música sintética estaba en funcionamiento y no dejaba nada que desear. Un letrero en el ascensor informaba de que en el hotel había sesenta pistas móviles de juego de pelota y que en el parque se podía jugar al Golf de Obstáculos y al Electromagnético.

—¡Es realmente estupendo! —exclamó Lenina—. Casi me entran ganas de quedarme aquí. ¡Sesenta pistas móviles..!

—En la Reserva no habrá ni una sola —le advirtió Bernard—. Ni perfumes, ni televisión, ni siquiera agua caliente. Si crees que no podrás resistirlo quédate aquí hasta que yo vuelva.

Lenina se ofendió.

—Claro que puedo resistirlo. Sólo dije que esto es estupendo porque..., bueno, porque el progreso es estupendo, ¿no es verdad?

—Quinientas repeticiones una vez por semana desde los trece años a los dieciséis —dijo Bernard, aburrido, como para sí mismo. —¿Qué decías?

—Dije que el progreso es estupendo. Por esto no debes ir conmigo a la Reserva, a menos que lo desees de veras.

—Pues lo deseo.

—De acuerdo, entonces —dijo Bernard, casi en tono de amenaza.

Su permiso requería la firma del Guardián de la Reserva, a cuyo despacho acudieron debidamente a la mañana siguiente. Un portero negro Epsilon—Menos pasó la tarjeta de Bernard, y casi inmediatamente les hicieron pasar.

El Guardián era un Alfa-Menos, rubio y braquicéfalo, bajo, rubicundo, de cara redonda y anchos hombros, con una voz fuerte y sonora, muy adecuada para enunciar ciencia hipnopédica. Era una auténtica mina de informaciones innecesarias y de consejos que nadie le pedía. En cuanto empezaba, no acababa nunca, con su voz de trueno, resonante...

—...quinientos sesenta mil kilómetros cuadrados divididos en cuatro Sub-Reservas, cada una de ellas rodeada por una valla de cables de alta tensión.

En aquel instante, sin razón alguna, Bernard recordó de pronto que se había dejado abierto el grifo del agua de Colonia de su cuarto de baño, en Londres.

—...alimentada con corriente procedente de la central hidroeléctrica del Gran Cañón...

Me costará una fortuna cuando vuelva. Mentalmente, Bernard veía el indicador de su contador de perfume girando incansablemente. Debo telefonear inmediatamente a Helmholtz Watson. —...más de cinco mil kilómetros de valla a sesenta mil voltios.

—No me diga —dijo Lenina, cortésmente, sin tener la menor idea de lo que el Guardián decía, pero aprovechando la pausa teatral que el hombre acababa de hacer.

Cuando el Guardián había iniciado su retumbante peroración, Lenina, disimuladamente, había tragado medio gramo de soma, y gracias a ello podía permanecer sentada, serena, pero sin escuchar ni pensar en nada, fijos sus ojos azules en el rostro del Guardián, con una expresión de atención casi extática.

—Tocar la valla equivale a morir instantáneamente —decía el Guardián solemnemente—. No hay posibilidad alguna de fugarse de la Reserva para Salvajes.

La palabra fugarse era sugestiva.

—¿Y si fuéramos allá? —sugirió, iniciando el ademán de levantarse.

La manecilla negra del contador seguía moviéndose, perforando el tiempo, devorando su dinero.

—No hay fuga posible —repitió el Guardián, indicándole que volviera a sentarse; y, como el permiso aún no estaba firmado, Bernard no tuvo más remedio que obedecer—. Los que han nacido en la Reserva... Porque, recuerde, mi querida señora —agregó, sonriendo obscenamente a Lenina y hablando en un murmullo indecente—, recuerde que en la Reserva los niños todavía nacen, sí, tal como se lo digo, nacen, por nauseabundo que pueda parecernos...

El hombre esperaba que su referencia a aquel tema vergonzoso obligara a Lenina a sonrojarse; pero ésta, estimulada por el soma, se limitó a sonreír con inteligencia y a decir:

—No me diga.

Decepcionado, el Guardián reanudó la peroración.

Los que nacen en la Reserva, repito, están destinados a morir en ella.

Destinados a morir... Un decilitro de agua de Colonia por minuto. Seis litros por hora.

—Tal vez —intervino de nuevo Bernard—, tal vez deberíamos...

Inclinándose hacia delante, el Guardián tamborileó en la mesa con el dedo índice.

—Si ustedes me preguntan cuánta gente vive en la Reserva, les diré que no lo sabemos. Sólo podemos suponerlo.

—No me diga.

—Pues sí se lo digo, mi querida señora.

Seis por veinticuatro... no, serían ya seis por treinta y seis... Bernard estaba pálido y tembloroso de impaciencia. Pero, inexorablemente, la disertación proseguía.

—... Unos sesenta mil indios y mestizos..., absolutamente salvajes... Nuestros inspectores los visitan de vez en cuando... aparte de esto, ninguna comunicación con el mundo civilizado... conservan todavía sus repugnantes hábitos y costumbres... matrimonio, suponiendo que ustedes sepan a qué me refiero; familias... nada de condicionamiento... monstruosas supersticiones... Cristianismo, totemismos y adoración de los antepasados... lenguas muertas, como el zuñí, el español y el atabascano... pumas, puerco-espines y otros animales feroces... enfermedades infecciosas... sacerdotes... lagartos venenosos...

—No me diga.

Por fin los soltó. Bemard se lanzó corriendo a un teléfono. De prisa, de prisa; pero le costó tres minutos encontrar a Helmholtz Watson.

—A estas horas ya podríamos estar entre los salvajes —se lamentó—. ¡Maldita incompetencia!

—Toma un gramo —sugirió Lenina.

Bernard se negó a ello, prefería su ira. Y, por fin, gracias a Ford, lo logró; sí, allá estaba Helmholtz; Helmholtz, a quien explicó lo que ocurría, y quien prometió ir allá inmediatamente y cerrar el grifo; sí, inmediatamente, pero al mismo tiempo aprovechó la oportunidad para repetirle lo que D.I.C. había dicho en público la noche anterior. —¿Cómo? ¿Que busca un sustituto para mí? —La voz de Bernard era agónica—. ¿Así que está decidido? ¿Habló de Islandia? ¿Sí? ¡Ford! ¡Islandia ... !

Colgó el receptor y se volvió hacia Lenina. Su rostro aparecía muy pálido, con una expresión abatida.

—¿Qué ocurre? —preguntó la muchacha.

—¿Qué ocurre? —Bernard se dejó caer pesadamente en una silla—. Van a enviarme a Islandia.

En el pasado, a menudo se había preguntado qué efecto debía de producir ser objeto (privado de soma y sin otros recursos que los interiores) de algún gran proceso, de algún castigo, de alguna persecución; y hasta había deseado el sufrimiento. Apenas hacía una semana, en el despacho del director, se había imaginado a sí mismo resistiendo valerosamente, aceptando estoicamente el sufrimiento sin una sola queja. En realidad, las amenazas del director lo habían exaltado, le habían inducido a sentirse grande, importante. Pero ello —ahora se daba perfecta cuenta— obedecía a que no las había tomado en serio; no había creído ni por un instante que, en el momento de la verdad, el D.I.C. tomara decisión alguna. Pero ahora que, al parecer, las amenazas iban a cumplirse, Bernard estaba aterrado. No quedaba ni rastro de su estoicismo imaginativo, de su valor puramente teórico.

Lenina movió la cabeza.

—Él fue y él será tanto me dan —citó—. Un gramo tomarás y sólo el es verás.

Al fin le convenció para que se tomara cuatro tabletas de soma. Al cabo de cinco minutos, raíces y frutos habían sido abolidos; sólo la flor del presente se abría, lozana. Un mensaje del portero les avisó que, siguiendo órdenes del Guardián, un vigilante de la Reserva había acudido en avión y les esperaba en la azotea. Bernard y Lenina subieron inmediatamente. Un ochavón de uniforme verde de Gamma les saludó y procedió a recitar el programa matinal.

Vista panorámica de diez o doce de los principales pueblos, y aterrizaje para almorzar en el Valle de Malpaís. El parador era cómodo, y en el pueblo los salvajes probablemente celebrarían su festival de verano. Sería el lugar más adecuado para pasar la noche.

Ocuparon sus asientos en el avión y despegaron. Diez minutos más tarde cruzaban la frontera que separaba la civilización del salvajismo. Subiendo y bajando por las colinas, cruzando los desiertos de sal o de arena, a través de los bosques y de las profundidades violeta de los cañones, por encima de despeñaderos, picos y mesetas llanas, la valla seguía ininterrumpidamente la línea recta, el símbolo geométrico del propósito humano triunfante. Y al pie de la misma, aquí y allá, un mosaico de huesos blanqueados o una carroña oscura, todavía no corrompida en el atezado suelo, señalaba el lugar donde un ciervo o un voraz zopilote atraído por el tufo de la carroña y fulminado como por una especie de justicia poética, se habían acercado demasiado a los cables aniquiladores.

—Nunca escarmientan —dijo el piloto del uniforme verde, señalando los esqueletos que, debajo de ellos, cubrían el suelo—. Y nunca escarmentarán —agregó riendo.

Bernard también rió; gracias a los dos gramos de soma, el chiste, por alguna razón, se le antojó gracioso.

Rió y después, casi inmediatamente, quedó sumido en el sueño, y, durmiendo, fue llevado por encima de Taos y Tesuco; de Namba, Picores y Pojoaque, de Sía y Cochiti, de Laguna, Acoma y la Mesa Encantada, de Cibola y Ojo Caliente, y despertó al fin para encontrar el aparato posado ya en el suelo, Lenina trasladando las maletas a una casita cuadrada, y el ochavón Gamma verde hablando incomprensiblemente con un joven indio.

Malpaís —anunció el piloto, cuando Bernard se apeó—. Ésta es la hospedería. Y por la tarde habrá danza en el pueblo. Este hombre los acompañará. —Y señaló al joven salvaje de aspecto adusto—. Espero que se diviertan —sonrió—. Todo lo que hacen es divertido. —Con estas palabras, subió de nuevo al aparato y puso en marcha los motores—. Mañana volveré. Y recuerde —agregó tranquilizadoramente, dirigiéndose a Lenina— que son completamente mansos; los salvajes no les harán daño alguno. Tienen la suficiente experiencia de las bombas de gas para saber que no deben hacerles ninguna jugarreta.

Riendo todavía, puso en marcha la hélice del autogiro, aceleró y partió.

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