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Un mundo feliz - CAPITULO VII



CAPITULO VII

La altiplanicie era como un navío anclado en un estrecho de polvo leonado. El canal zigzagueaba entre orillas escarpadas, y de un muro a otro corría a través del valle una franja de verdor: el río y sus campos contiguos. En la proa de aquel navío de piedra, en el centro del estrecho, y como formando parte del mismo, se levantaba, como una excrecencia geométrica de la roca desnuda, el pueblo del Malpaís. Bloque sobre bloque, cada piso más pequeño que el inmediato inferior, las altas casas se levantaban como pirámides escalonadas y truncadas en el cielo azul. A sus pies yacía un batiburrillo de edificios bajos y una maraña de muros; en tres de sus lados se abrían sobre el llano sendos Precipicios Verticales. Unas pocas columnas de humo ascendían verticalmente en el aire inmóvil y se desvanecían en lo alto.

—¡Qué raro es todo esto! —dijo Lenina—. Muy raro. —Era su expresión condenatoria favorita—. No me gusta. Y tampoco me gusta este hombre.

Señaló al guía indio que debía llevarles al pueblo. Tales sentimientos, evidentemente, eran recíprocos; el hombre les precedía y, por tanto, sólo le veían la espalda, pero aun ésta tenía algo de hostil.

—Además —agregó Lenina, bajando la voz—, apesta.

Bernard no intentó negarlo. Siguieron andando.

De pronto fue como si el aire todo hubiese cobrado ritmo, y latiera, latiera, con el movimiento incansable de la sangre. Allá arriba, en Malpaís, los tambores sonaban: involuntariamente, sus pies se adaptaron al ritmo de aquel misterioso corazón, y aceleraron el paso. El sendero que seguían los llevó al pie del precipicio. Los lados o costados de la gran altiplanicie torreaban por encima de ellos, casi a cien pies de altura.

—Ojalá hubiésemos traído el helicóptero —dijo Lenina, levantando la mirada con enojo ante el muro de roca—. Me fastidia andar. ¡Y, en el suelo, uno se siente tan pequeño, a los pies de una colina!

Cuando estaban en mitad de la ascensión, un águila pasó volando tan cerca de ellos, que sintieron en el rostro la ráfaga de aire frío provocada por sus alas. En una grieta de la roca veíase un montón de huesos. El conjunto resultaba opresivamente extravagante, y el indio despedía un olor cada vez más intenso. Salieron por fin del fondo del barranco a plena luz del sol, la parte superior de la altiplanicie era un llano liso, rocoso.

—Como la Torre de Charanga-T —comentó Lenina.

Pero no tuvo ocasión de gozar largo rato del descubrimiento de aquel tranquilizador parecido. El rumor aterciopelado de unos pasos los obligó a volverse. Desnudos desde el cuello hasta el ombligo, con sus cuerpos morenos pintados con líneas blancas (como pistas de tenis de asfalto, diría Lenina más tarde) y sus rostros inhumanos cubiertos de arabescos escarlata, negro y ocre, dos indios se acercaban corriendo por el sendero.

Llevaban los negros cabellos trenzados con pieles de zorro y franela roja. Pendían de sus hombros sendos mantos de plumas de pavo; y enormes diademas de pluma formaban alegres halos en torno a sus cabezas. A cada paso que daban, sus brazaletes de plata y sus pesados collares de hueso y de cuentas de turquesa entrechocaban y sonaban alegremente. Se aproximaron sin decir palabra, corriendo en silencio con sus pies descalzos con mocasines de piel de ciervo. Uno de ellos empuñaba un cepillo de plumas, el otro llevaba en cada mano lo que a distancia parecían tres o cuatro trozos de cuerda gruesa. Una de las cuerdas se retorcía inquieta, y súbitamente Lenina comprendió que eran serpientes.

—No me gusta —exclamó Lenina—. No me gusta.

Todavía le gustó menos lo que le esperaba a la entrada del pueblo, en donde su guía los dejó solos para entrar a pedir instrucciones. Suciedad, montones de basura, polvo, perros, moscas... Con el rostro distorsionado en una mueca de asco, Lenina, se llevó un pañuelo a la nariz.

—Pero, ¿cómo pueden vivir así? —estalló.

En su voz sonaba un matiz de incredulidad indignada. Aquello no era posible.

Bernard se encogió filosóficamente de hombros.

—Piensa que llevan cinco o seis mil años viviendo así —dijo—. Supongo que a estas alturas ya estarán acostumbrados.

—Pero la limpieza nos acerca a la fordeza —insistió Lenina.

—Sí, y civilización es esterilización —prosiguió Bernard, completando así, en tono irónico, la segunda lección hipnopédica de higiene elemental—. Pero esta gente no ha oído hablar jamás de Nuestro Ford y no está civilizada. Por consiguiente, es inútil que...

—¡Oh, mira! —exclamó Lenina, cogiéndose de su brazo.

Un indio casi desnudo descendía muy lentamente por la escalera de mano de una casa vecina, peldaño tras peldaño, con la temblorosa cautela de la vejez extrema. Su rostro era negro y aparecía muy arrugado, como una máscara de obsidiana. Su boca desdentada se hundía entre sus mejillas. En las comisuras de los labios y a ambos lados del mentón pendían, sobre la piel oscura, unos pocos pelos largos y casi blancos. Los cabellos largos y sueltos colgaban en mechones grises a ambos lados de su rostro. Su cuerpo aparecía encorvado y flaco hasta los huesos, casi descarnado. Bajaba lentamente, deteniéndose en cada peldaño antes de aventurarse a dar otro paso.

—Pero, ¿qué le pasa? —susurró Lenina.

En sus ojos se leía el horror y el asombro.

—Nada; sencillamente, es viejo —contestó Bernard, aparentando indiferencia, aunque no sentía tal.

—¿Viejo? —repitió Lenina—. Pero... también el director es viejo; muchas personas son viejas; pero no son así.

—Porque no les permitimos ser así. Las preservamos de las enfermedades. Mantenernos sus secreciones internas equilibradas artificialmente de modo que conserven la juventud. No permitimos que su equilibrio de magnesio—calcio descienda por debajo de lo que era en los treinta años. Les damos transfusiones de sangre joven. Estimulamos de manera permanente su metabolismo. Por esto no tienen este aspecto. En parte —agregó—porque la mayoría mueren antes de alcanzar la edad de este viejo. Juventud casi perfecta hasta los sesenta años, y después, ¡plas!, el final.

Pero Lenina no le escuchaba. Miraba al viejo, que seguía bajando lentamente. Al fin, sus pies tocaron el suelo. Y se volvió. Al fondo de las profundas órbitas los ojos aparecían extraordinariamente brillantes, y la miraron un largo momento sin expresión alguna, sin sorpresa, como si Lenina no se hallara presente. Después, lentamente, con el espinazo doblado, el viejo pasó por el lado de ellos y se fue.

—Pero, ¡esto es terrible! —susurró Lenina—. ¡Horrible! No debimos haber venido.

Buscó su ración de soma en el bolsillo, sólo para descubrir que, por un olvido sin precedentes, se había dejado el frasco en la hospedería. También los bolsillos de Bernard se hallaban vacíos.

Lenina tuvo que enfrentarse con los horrores de Malpaís sin ayuda alguna. Y los horrores se sucedieron a sus ojos rápidamente, sin descanso. El espectáculo de dos mujeres jóvenes que amamantaban a sus hijos con su pecho la sonrojó y la obligó a apartar el rostro. En toda su vida no había visto jamás indecencia como aquella. Lo peor era que, en lugar de ignorarlo delicadamente, Bernard no cesaba de formular comentarios sobre aquella repugnante escena vivípara.

—¡Qué relación tan maravillosamente íntima! —dijo, en un tono deliberadamente ofensivo—. ¡Qué intensidad de sentimientos debe generar! A menudo pienso que es posible que nos hayamos perdido algo muy importante por el hecho de no tener madre. Y quizá tú te habrás perdido algo al no ser madre, Lenina. Imagínate a ti misma sentada aquí, con un hijo tuyo...

—¡Bernard! ¿Cómo puedes ... ?

El paso de una anciana que sufría de oftalmia y de una enfermedad de la piel la distrajo de su indignación.

—Vámonos —imploró—. No me gusta nada. Pero en aquel momento su guía volvió, e, invitándoles a seguirle, abrió la marcha por una callejuela entre dos hileras de casas. Doblaron una esquina. Un perro muerto yacía en un montón de basura; una mujer con bocio despiojaba a una chiquilla. El guía se detuvo al pie de una escalera de mano, levantó un brazo perpendicularmente, y después lo bajó señalando hacia delante. Lenina y Bernard hicieron lo que el hombre les había ordenado por señas; treparon por la escalera y cruzaron un umbral que daba acceso a una estancia larga y estrecha, muy oscura, y que hedía a humo, a grasa frita y a ropas usadas y sucias. Al otro extremo de la estancia se abría otra puerta a través de la cual les llegaba la luz del sol y el redoble, fuerte y cercano, de los tambores.

Salieron por esta puerta y se encontraron en una espaciosa terraza. A sus pies, encerrada entre casas altas, se hallaba la plaza del pueblo, atestada de indios. Mantas de vivos colores y plumas en las negras cabelleras, y brillo de turquesas, y de pieles negras que relucían por el sudor. Lenina volvió a llevarse el pañuelo a la nariz. En el espacio abierto situado en el centro de la plaza había dos plataformas circulares de ladrillo y arcilla apisonada que, evidentemente, eran los tejados de dos cámaras subterráneas, porque en el centro de cada plataforma había una escotilla abierta, a cuya negra boca asomaba una escalera de mano. Por las dos escotillas salía un débil son de flautas casi ahogado por el redoble incesante de los tambores.

Se produjo de pronto una explosión de cantos: cientos de voces masculinas gritando briosamente al unísono, en un estallido metálico, áspero. Unas pocas notas muy prolongadas, y un silencio, el silencio tonante de los tambores; después, aguda, en un chillido desafinado, la respuesta de las mujeres. Después, de nuevo los tambores; y una vez más la salvaje afirmación de virilidad de los hombres.

Raro, sí. El lugar era raro, y también la música, y no menos los vestidos, y los bocios y las enfermedades de la piel, y los viejos. Pero, en cuanto al espectáculo en sí, no resultaba especialmente raro.

—Me recuerda un Canto de Comunidad de casta inferior —dijo a Bernard.

Pero poco después le recordó mucho menos aquellas inocentes funciones. Porque, de pronto, de aquellos sótanos circulares había brotado un ejército fantasmal de monstruos. Cubiertos con máscaras horribles o pintados hasta perder todo aspecto humano, habían comenzado a bailar una extraña danza alrededor de la plaza; vueltas y más vueltas, siempre cantando; vueltas y más vueltas, cada vez un poco más de prisa; los tambores habían cambiado y acelerado su ritmo, de modo que ahora recordaban el latir de la fiebre en los oídos; y la muchedumbre había empezado a cantar con los danzarines, cada vez más fuerte; primero una mujer había chillado, y luego otra, y otra, como si las mataran; de pronto, el que conducía a los danzarines se destacó de la hilera, corrió hacia una caja de madera que se hallaba en un extremo de la plaza, levantó la tapa y sacó de ella un par de serpientes negras. Un fuerte alarido brotó de la multitud, y todos los demás danzarines corrieron hacia él tendiendo las manos. El hombre arrojó las serpientes a los que llegaron primero y se volvió hacia la caja para coger más. Más y más, serpientes negras, pardas y moteadas, que iba arrojando a los danzarines. Después la danza se reanudó, con otro ritmo. Los danzarines seguían dando vueltas, con sus serpientes en las manos y serpenteando a su vez, con un movimiento ligeramente ondulatorio de rodillas y caderas. Vueltas y más vueltas. Después el jefe dio una señal y, una tras otra, todas las serpientes fueron arrojadas al centro de la plaza; un viejo salió del subterráneo y les arrojó harina de maíz; por la otra escotilla apareció una mujer y les arrojó agua de un jarro negro. Después el viejo levantó una mano y se hizo un silencio absoluto terrorífico. Los tambores dejaron de sonar; pareció como si la vida hubiese tocado a su fin. El viejo señaló hacia las dos escotillas que daban entrada al mundo inferior. Y lentamente, levantadas por manos invisibles, desde abajo, emergieron, de una de ellas la imagen pintada de una águila, y de la otra de un hombre desnudo y clavado en una cruz. Emergieron y permanecieron suspendidas aparentemente en el aire, como si contemplaran el espectáculo. El anciano dio una palmada. Completamente desnudo —excepto una breve toalla de algodón, blanca—, un muchacho de unos dieciocho años salió de la multitud y quedóse de pie ante él, con las manos cruzadas sobre el pecho y la cabeza gacha. El anciano trazó la señal de la cruz sobre él y se retiró. Lentamente, el muchacho empezó a dar vueltas en torno del montón de serpientes que se retorcían. Había completado ya la primera vuelta y se hallaba en mitad de la segunda cuando, de entre los danzarines, un hombre alto, que llevaba una máscara de coyote y en la mano un látigo de cuero trenzado, avanzó hacia él. El muchacho siguió caminando como si no se hubiera dado cuenta de la presencia del otro. El hombre coyote levantó el látigo; hubo un largo momento de expectación; después, un rápido movimiento, el silbido del látigo y su impacto en la carne. El cuerpo del muchacho se estremeció, pero no despegó los labios y reanudó la marcha, al mismo paso lento y regular. El coyote volvió a golpear, una y otra vez; cada latigazo provocaba primero una suspensión y después un profundo gemido de la muchedumbre. El muchacho seguía andando. Dio dos vueltas, tres, cuatro. La sangre corría. Cinco vueltas, seis.

De pronto, Lenina se tapó la cara con las manos y empezó a sollozar.

—¡Oh, basta, basta! —imploro.

Pero el látigo seguía cayendo, inexorable. Siete vueltas. De pronto el muchacho vaciló, y, sin exhalar gemido alguno, cayó de cara al suelo. Inclinándose sobre él, el anciano le tocó la espalda con una larga pluma blanca, la levantó en alto un momento, roja de sangre, para que el pueblo la viera, y la sacudió tres veces sobre las serpientes. Cayeron unas pocas gotas, y súbitamente los tambores estallaron en una carrera loca de notas; y se oyó un grito unánime de la multitud. Los danzarines saltaron hacia delante, recogieron las serpientes y huyeron de la plaza. Hombres, mujeres y niños, todos corrieron en pos de ellos. Un minuto después la plaza estaba desierta; sólo quedaba el muchacho, cara al suelo, en el mismo sitio donde se había desplomado, inmóvil. Tres ancianas salieron de una de las casas, y, no sin dificultad, lo levantaron y lo entraron en ella. El águila y el hombre crucificado siguieron montando la guardia un rato ante la plaza desierta; después, como si ya hubiesen visto lo suficiente, se hundieron por las escotillas y desaparecieron en el seno de su mundo subterráneo.

Lenina todavía sollozaba.

—¡Qué horrible! —repetía una y otra vez, ante los vanos consuelos de Bernard—. ¡Qué horrible! ¡Esa sangre!

—Se estremeció. ¡Y no tener ni un gramo de soma!

En la habitación interior se oyeron unos pasos.

El atuendo del joven que salió a la terraza era indio; pero sus trenzados cabellos eran de color pajizo, sus ojos azules, y su piel blanca, aunque bronceada por el sol.

—Hola. Buenos días —dijo el desconocido, en un inglés correcto, pero algo peculiar—. Ustedes son civilizados, ¿verdad? ¿Vienen del Otro Sitio, de fuera de la Reserva?

—Pero, ¿quién demonios...? —empezó Bernard, asombrado.

El joven suspiró y meneó la cabeza.

—El más desdichado de los caballeros —dijo. Y, señalando las manchas de sangre del centro de la plaza, añadió—: ¿Ven ustedes esa maldita mancha?

Y en su voz temblaba la emoción.

Un gramo es mejor que un taco —dijo Lenina, maquinalmente, sin apartar las manos de su rostro—. ¡Ojalá tuviera un poco de soma ! —Yo debía estar allá —prosiguió el joven—. ¿Por qué no me dejan ser la víctima? Yo hubiese dado diez vueltas, doce, acaso quince. Palowhtiwa sólo dio siete. Hubiesen podido sacarme el doble de sangre. Teñir de púrpura los mares multitudinarios. —Abrió los brazos en un amplio ademán y luego los dejó caer con desesperación—. Sin embargo, no me lo permiten. No les gusto, a causa del color de mi piel. Siempre ha sido así. Siempre.

Las lágrimas asomaron a los ojos del joven; avergonzado, apartó el rostro.

El asombro hizo olvidar a Lenina su privación de soma. Descubrió su rostro y, por primera vez, miró al desconocido.

—¿Quiere usted decir que deseaba que le azotaran con aquel látigo?

Todavía con el rostro apartado, el joven asintió con la cabeza.

Por el bien del pueblo; para que llueva y el maíz crezca. Y para agradar a Pukong y a Jesús. Y también para demostrar que puedo soportar el dolor sin gritar. Sí —y su voz, súbitamente, cobró una nueva resonancia, y se volvió, cuadrando los hombros y levantando el mentón en actitud de orgullo y de reto—, para demostrarles que soy hombre... ¡Oh!

Se le cortó el aliento y permaneció en silencio, boqueando. Por primera vez en su vida había visto la cara de una muchacha cuyas mejillas no eran de color de chocolate o de piel de perro, cuyos cabellos eran castaños y ondulados, y cuya expresión (¡asombrosa novedad!) era de benévolo interés.

Lenina le sonreía: ¡Qué chico tan guapo! —pensaba—. Tiene un cuerpo realmente hermoso. La sangre se agolpó en la cara del muchacho; bajó los ojos, volvió a levantarlos un momento sólo para volver a verla sonriéndole, y se sintió tan trastornado que tuvo que volver la cara y fingir que miraba con gran interés algo situado en el otro extremo de la plaza.

Las preguntas de Bernard aportaron una distracción.

¿Quién? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿De dónde? Con los ojos fijos en la cara de Bernard (porque deseaba tan apasionadamente ver la sonrisa de Lenina que no se atrevía a mirarla), el muchacho intentó explicarse. Linda y él —Linda era su madre (la palabra puso muy violenta a Lenina)eran extranjeros en la Reserva. Linda había llegado del Otro Lugar mucho tiempo atrás, antes de que él naciera, con un hombre que era el padre del joven. (Bernard aguzó el oído.) Linda había ido a dar un paseo, sola por las montañas del Norte, y al caer por un barranco se había herido en la cabeza.

—Siga, siga —dijo Bernard, lleno de excitación.

Unos cazadores de Malpaís la habían encontrado y traído al pueblo. En cuanto al hombre que era el padre del muchacho, Linda no había vuelto a verle. Se llamaba Tomakin. (Sí, Thomas era el nombre de pila del D.I.C.). Debió de haberse marchado de nuevo al Otro Lugar, sin ella. Sin duda era un hombre malo, infiel, depravado.

—Y así nací en Malpaís —concluyó el joven—.

En Malpaís.

Y movió la cabeza.

¡Qué inmundicia en aquella casita de las afueras del pueblo!

Un trecho cubierto de polvo y de basuras la separaba de la aldea. Ante su puerta, dos perros hambrientos hurgaban de un modo repugnante en la basura. Dentro, cuando ellos entraron, la penumbra hedía y aparecía llena de moscas.

—¡Linda! —llamó el muchacho.

Desde el interior, una voz áspera de mujer dijo:

—¡Voy!

Esperaron. En el suelo veíanse unas escudillas que contenían los restos de un ágape, o acaso de varios.

La puerta se abrió. Una india rubia y muy corpulenta cruzó el umbral y se quedó mirando a los forasteros, incrédulamente, boquiabierta. Lenina observó con desagrado que le faltaban dos dientes. Y el color de los que quedaban... Se estremeció. Era peor que el viejo. ¡Y tan gorda! Una cara abotagada, cubierta de arrugas. ¡Y aquellas mejillas flácidas, con manchas purpúreas! ¡Y aquellas venas rojas en la nariz! ¡Y aquellos ojos inyectados en sangre! ¡Y aquel cuello ...! ¡Aquel cuello! ¡Y la manta que llevaba en la cabeza, vieja y sucia! Y bajo la túnica áspera, de color pardo, aquellos pechos enormes, la redondez del estómago, las caderas... ¡Oh, mucho peor que el viejo, muchísimo peor! Y, de pronto, aquel ser estalló en un torrente de palabras, corrió hacia Lenina y... (¡Ford! ¡Ford! Era algo asqueroso; en otro momento hubiera podido marearse)... y la estrechó contra su vientre, contra su pecho, y empezó a besarla. ¡Ford!, a besarla, babeándole.

Ante ella vio un rostro hinchado y distorsionado; aquella criatura lloraba.

—¡Oh, querida! —El torrente de palabras fluía entre sollozos—. ¡Si supieras cuán feliz soy! ¡Después de tantos años! ¡Una cara civilizada! ¡Sí, y ropas civilizadas! Creí que no volvería a ver jamás una prenda de auténtica seda al acetato. —Tocó la manga de la blusa de Lenina. Sus uñas aparecían negras—. ¡Y esos preciosos pantalones cortos de pana de viscosa! ¿Sabes? Todavía tengo mis vestidos viejos, los que llevaba cuando vine aquí, guardados en una caja. Después te los enseñaré. Aunque, desde luego, el acetato se ha agujereado del todo. Pero todavía tengo una cartuchera blanca estupenda; aunque la verdad es que la tuya, de cuero verde, todavía es más bonita. ¡Para lo que me sirvió, mi cartuchera! —Y de nuevo se echó a llorar—. Supongo que John ya os lo ha contado. ¡Lo que tuve que sufrir! ¡Y sin un gramo de soma! Sólo un trago de mescal de vez en cuando, cuando Popé me lo traía. Popé es un muchacho que era amigo mío. Pero el mescal deja una resaca terrible, y el peyotl marca; además, al día siguiente todavía me sentía más avergonzada. Y lo estaba mucho. Piénsalo por un momento: yo, una Beta, tener un hijo; ponte en mi sitio —La sugerencia hizo estremecer a Lenina—. Aunque no fue mía la culpa, lo juro; todavía no sé cómo pudo ocurrir, teniendo en cuenta que hice todos los ejercicios malthusianos, ya sabes, por tiempos: uno, dos, tres, cuatro. Lo juro; pero el caso es que ocurrió; y, naturalmente, aquí no había ni un solo Centro Abortivo.

Grandes lagrimones escapaban por entre sus párpados cerrados.

—Y el viaje de regreso de Stoke Poges, en avión, por la noche... Y luego un baño caliente y el masaje mecánico... Aquí, en cambio...

Aspiró una profunda bocanada de aire, movió la cabeza, volvió a abrir los ojos, se sorbió los mocos un par de veces, luego se sonó con los dedos y se los secó con la falda.

—¡Oh, perdón! —dijo, en respuesta a la involuntaria mueca de asco de Lenina—. No debí hacerlo. Perdón. Pero, ¿qué se puede hacer cuando no hay pañuelos? Recuerdo cómo me trastornaba toda esta suciedad, la falta de asepsia. Cuando me trajeron aquí tenía una herida horrible en la cabeza. No puedes figurarte lo que me ponían en ella. Porquerías, sólo porquerías. Civilización es Esterilización, solía decirles yo. Y Arre, estreptococos, a Banbury-T, a ver cuartos de baño y retretes espléndidos, como si fueran niños. Pero, claro, no me entendían. Imposible. Y, al fin, supongo que me acostumbré. Por otra parte, ¿cómo se puede tener higiene si no hay una instalación de agua caliente? Mira esas ropas. La lana animal no es como el acetato. Dura eternidades. Y si se desgarra se supone que una la remienda. Pero yo soy una Beta; yo trabajaba en la Sala de Fecundación; nadie me enseñó jamás a hacer estas cosas. No era asunto de mi incumbencia. Además, no era bien visto. Cuando los vestidos se estropeaban había que tirarlos y comprar otros nuevos. A más remiendos, menos dinero. ¿No es verdad? Los remiendos eran antisociales. Pero aquí todo es diferente. Es como vivir entre locos. Todo lo que hacen es pura locura.

Linda miró a su alrededor; vio que John y Bernard las habían dejado solas y paseaban entre el polvo y la basura del exterior; aun así, bajó confidencialmente la voz y acercó tanto los labios a la oreja de Lenina que el hálito de veneno embrional agitó la pelusilla de su mejilla.

—Por ejemplo —susurró—, la forma en que la gente de aquí se empareja. Una locura, te lo aseguro, una auténtica locura. Todo el mundo pertenece a todo el mundo, ¿no es cierto? ¿No es cierto? —insistió, tirando a Lenina de la manga. Lenina, apartando la cabeza, asintió, soltó el aire que hasta entonces habla contenido y aspiró una nueva bocanada relativamente libre de malos olores—. Pues bien —prosiguió Linda—, aquí se supone que una sólo puede pertenecer a otra persona. Y si aceptas tratos con otros hombres te consideran mala y antisocial. Te odian y te desprecian. Una vez acudió un grupo de mujeres y armaron un escándalo porque sus hombres venían a verme. Bueno, ¿y por qué no? Y me pegaron la gran paliza... Fue horrible. No, no puedo contártelo. —Linda se tapó la cara con las manos y se estremeció—. Son odiosas, las mujeres de aquí. Locas, locas y crueles. Y, desde luego, no saben nada de ejercicios malthusianos, ni de frascos, ni de decantación, ni de nada. Por esto constantemente tienen hijos... como perras. Es asqueroso. Y pensar que yo... ¡Oh, Ford, Ford, Ford! Y, sin embargo, John fue un gran consuelo para mí. No sé qué hubiese hecho yo sin él. A pesar de que se ponía como loco cada vez que un hombre... Ya cuando era niño, no creas. Una vez, cuando ya era mayorcito, quiso matar al pobre Waihusiwa, o a Popé, no lo recuerdo bien, sólo porque alguna que otra vez venían a verme. Nunca logré que comprendiera que así es como debían obrar las personas civilizadas. Yo creo que la locura es contagiosa. En todo caso, John parece habérsela contagiado de los indios. Porque, naturalmente, convivió mucho con ellos. A pesar de que se portaban muy mal con él y no le dejaban hacer lo que los demás muchachos hacían. Lo cual, en cierta manera, fue una suerte, porque así me fue más fácil condicionarse un poco. Aunque no tienes idea de cuán difícil es. ¡Hay tantas cosas que una no sabe! No tenía por qué saberlas, claro. Quiero decir que, cuando un niño te pregunta cómo funciona un helicóptero o quién hizo el mundo... bueno, ¿qué puedes contestar si eres una Beta y siempre has trabajado en la Sala de Fecundación? ¿Que puedes contestar?

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