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Nariz dibujada simple
Nariz dibujada simple

La nariz de un notario - III DONDE DEFIENDE EL NOTARIO SU PELLEJO CON MÁS ÉXITO

El cochero de Ayvaz-Bey era un hombre dichoso si los hay. Aquel bribón empedernido fue menos sensible a la propina de cincuenta francos que al placer de haber conducido a su cliente a la victoria.

—¡En verdad que me agrada la manera que tenéis de arreglar a las personas!—le dijo al bueno de Ayvaz.—Bueno es saber cómo las gastáis. Si alguna vez os piso un pie, me apresuraré a pediros mil perdones en el acto. Ese pobre señor se verá negro si quiere tomar rapé. ¡Vamos, vamos! si alguien vuelve alguna vez a sostener ante mí que los turcos son unos torpes, ya sabré qué responderle. ¿No os dije que os daría buena suerte? Eso me sucede siempre. Conozco, en cambio, un viejo que le ocurre lo contrario: da siempre la mala pata a sus clientes. Ni por casualidad conduce una vez sola al terreno del honor a nadie que salga ileso... ¡Arre, pajarita! ¡vamos, que conduces a un héroe! ¡Hoy te envidiarían los caballos de los césares de Roma!

Estas burlas crueles no lograron desarrugar el entrecejo de los turcos, y el cochero, en vista de que sus palabras no hacían gracia, adoptó el prudente partido de callarse.

En otro carruaje infinitamente más elegante y mucho mejor entroncado, lamentábase el notario en presencia de sus dos amigos.

—Todo concluyó para mí—les decía;—soy hombre muerto; no me queda otro recurso que saltarme la tapa de los sesos. ¿Cómo presentarme de nuevo en sociedad, en la Opera, ni en ningún otro teatro? ¿Queréis que comparezca ante el mundo con esta cara grotesca y lamentable, que excitará en unos la risa y en otros la compasión?

—¡Bah!—respondiole el marqués,—la gente se acostumbra a todo. Y, en último caso, si el mundo nos causa espanto, permanecemos en casa.

—¡Permanecer siempre en casa! ¡bonito porvenir! ¿Imagináis, por ventura, que han de venir las mujeres a buscarme a domicilio, en el estado en que me encuentro?

—¡Os casaréis! He conocido a un teniente de coraceros que había perdido un brazo, una pierna y un ojo. Cierto que no era el terror de los maridos, ni el ídolo de las mujeres; pero se casó con una buena muchacha, ni fea ni bonita, que lo quiso con toda su alma, y lo hizo dichoso por completo.

No debió de parecerle al notario demasiado consoladora semejante perspectiva, porque exclamó con acento desesperado:

—¡Oh, las mujeres! ¡las mujeres! ¡las mujeres!

—¡Demontre!—exclamó el marqués,—¡qué importancia concedéis a las mujeres! ¡Ni que ellas lo fuesen todo! Hay en el mundo otras cosas agradables. ¡Se dedica uno a mirar por su salud, qué diablo! A encarrilar su alma, a cultivar su espíritu, a hacer bien a su prójimo, a llenar los deberes de su estado. ¡No es preciso poseer una nariz prominente para ser buen cristiano, buen padre de familia y buen notario!

—¡Notario!—replicó él con amargura poco disimulada,—¡notario! En efecto, eso aun lo soy. Ayer era un hombre de mundo, un verdadero gentleman, y, hasta puedo decirlo prescindiendo de falsas modestias, un caballero cuyo trato se disputaban todos. Hoy sólo soy un notario. ¿Y quién sabe si lo seguiré siendo mañana? Una indiscreción del lacayo bastaría para divulgar esta estúpida aventura. Con dos palabras que diga cualquier periódico, la justicia se verá obligada a perseguir a mi adversario, y a sus testigos, y a vosotros mismos, señores. Y heme entonces aquí conducido ante el tribunal correccional, y teniéndole que referir dónde, cuándo y por qué he perseguido a la señorita Victorina Tompain. Suponed un escándalo semejante, y decidme si el notario podrá sobrevivirle.

—Amigo mío—le dijo el marqués,—os asustáis de peligros imaginarios. Las gentes de nuestro mundo, de este mundo a que vos pertenecéis también, poseen el derecho de rebanarse el cuello impunemente. El ministerio público cierra los ojos cuando se trata de nuestras querellas, y no hay justicia que valga. Comprendo que se metan un poco con los periodistas, los artistas y otros seres de condición inferior cuando se permiten tirar de la espada: conviene recordar a esas gentes que tienen puños para batirse, y que basta con creces esta arma para vengar la clase de honor que poseen. Pero porque un caballero se conduzca y proceda como tal, la justicia no tiene nada que decir, y nada dice. Yo he tenido unos quince o veinte lances desde que dejé el servicio, y algunos, en verdad, bien desgraciados para mis adversarios; y, sin embargo, ¿habéis leído mi nombre alguna vez en la Gaceta de los Tribunales?

M. Steimbourg hallábase menos ligado con M. L'Ambert que el marqués de Villemaurin; no tenía, como éste, todos sus títulos de propiedad en el estudio de la calle de Varneuil desde hacía cuatro o cinco generaciones. No conocía a aquellos dos caballeros más que del círculo y de la partida de whist, y tal vez también por algunos corretajes que le habían hecho ganar. Pero era un buen muchacho y hombre de bastante talento, e hizo, a su vez, algunos razonamientos acertados al notario, para consolarle en su aflicción. A su entender, M. de Villemaurin ponía las cosas peor de lo que ya estaban: existían otros recursos. Decir a M. L'Ambert que quedaría desfigurado para toda su vida, era desesperar demasiado pronto de la ciencia.

—¿De qué nos serviría haber nacido en el siglo xix, si el menor accidente hubiera de ser, como antaño, un mal irreparable? ¿Qué superioridad tendríamos entonces sobre los hombres de la Edad de Oro? No blasfememos del nombre sacrosanto del progreso. La cirugía operatoria se halla, gracias a Dios, más floreciente que nunca en la patria de Ambrosio Paré. El buen doctor de Parthenay nos ha citado los nombres de ciertos ilustres maestros que descuellan por la habilidad con que reparan con éxito las injurias que sufre el cuerpo humano. Ya estamos a las puertas de París; enviaremos a preguntar a la farmacia más próxima, y en ella nos darán la dirección de Velpeau o de Huguier; vuestro lacayo irá a buscar en seguida a cualquiera de estas dos eminencias, y os lo traerá a vuestra casa. Tengo la seguridad de haber oído decir que los cirujanos rehacen un labio, un párpado o una oreja: ¿es acaso más difícil restaurar una nariz?

Por muy vaga que fuese esta esperanza, reanimó, sin embargo, al infeliz notario, que había dejado de sangrar hacía ya media hora. La idea de volver a ser lo que era y de reanudar el curso normal de su vida, prodújole una especie de delirio. ¡Qué verdad es que nadie sabe apreciar la dicha de estar completo hasta que no la ha perdido!

—¡Ah, amigos míos!—exclamó frotándose las manos de esperanza,—mi fortuna pertenece al hombre que me cure. Por grandes que sean los tormentos que me esperen, los sufriré gustoso si me garantizan el éxito. ¡Ni el dolor ni los gastos me harán retroceder!

Animado de estos sentimientos llegó el notario a su casa de la calle de Verneuil, mientras buscaba su lacayo la dirección de los cirujanos más célebres. El marqués y Steimbourg le condujeron a su cuarto, y se despidieron de él, el uno para ir a tranquilizar a su mujer y a sus hijas, que no le habían vuelto a ver desde la víspera, y el otro para correr a la Bolsa.

Solo consigo mismo, ante un espejo de Venecia que le mostraba sin piedad su nueva imagen, cayó Alfredo L'Ambert en un abatimiento profundo. Aquel hombre fuerte, que no lloraba jamás en el teatro por ser cosa propia de las gentes del pueblo; aquel gentleman de frente bronceada, que había enterrado a sus padres con la impasibilidad más serena, lloró la mutilación de su bella persona, y se bañó en lágrimas de egoísmo.

Su lacayo vino a arrancarle de su amargo dolor prometiéndole la visita de M. Bernier, cirujano del Hospital, miembro de la Sociedad de Cirugía y de la Academia de Medicina, profesor de clínica, etc., etc. El criado había ido a buscar al más próximo, y no anduvo desacertado, porque M. Bernier, si bien no estaba a la altura de los Velpeau, los Manee y los Huguier, ocupaba un lugar muy honroso inmediatamente después de ellos.

—¡Que venga!—exclamó M. L'Ambert.—¿Por qué no está aquí ya? ¿Creen, por ventura, que me encuentro en situación de esperar?

Y se echó a llorar de nuevo. ¡Llorar en presencia de sus domésticos! ¿Es posible que un sablazo modifique en tales términos las costumbres de un hombre? Seguramente era preciso que el arma del buen Ayvaz, al cortar el canal nasal, hubiese conmovido el saco lagrimal y los tubérculos mismos.

Enjugose el notario los ojos para leer un grueso volumen en 12º, que le habían traído con urgencia de parte de M. Steimbourg. Era la Cirugía operatoria, de Ringuet, excelente manual enriquecido con unos trescientos grabados. M. Steimbourg había comprado el libro, al dirigirse a la Bolsa, y se lo enviaba a su cliente para tranquilizarle sin duda.

Pero el efecto que le produjo su lectura fue muy otro de lo que se había supuesto. Cuando hubo hojeado el notario las primeras doscientas páginas, y visto desfilar ante sus ojos la serie lamentable de ligaduras, amputaciones, resecciones y cauterizaciones, dejó caer el libro y se echó en una butaca, apretando los ojos con horror. Mas esta precaución no evitole seguir viendo pieles seccionadas, músculos separados por pinzas, miembros seccionados a grandes tajos, huesos aserrados por manos de operadores invisibles. Los rostros de los operados que se ven en los dibujos anatómicos, parecíanle tranquilos, resignados, insensibles al dolor, y preguntábase si tal dosis de valor podía ser compatible con la naturaleza de las almas humanas. Seguía viendo, sobre todo, al cirujano de la página 89, todo vestido de negro, con un cuello de terciopelo en su levita. Este fantástico ser tiene la cabeza redonda y algo grande, la frente despejada, y asierra con esmero y seriedad los dos huesos de una pierna viva.

—¡Monstruo!—exclamó, sin poder contenerse, M. L'Ambert.

Y en aquel mismo instante, vio entrar al monstruo en persona, y el criado anunció a M. Bernier.

El notario retrocedió, reculando, hasta el rincón más oscuro de su cuarto, con los ojos desmesuradamente abiertos, la mirada extraviada, y extendiendo hacia adelante los brazos, como para rechazar a un enemigo. Castañeteando los dientes, murmuró con voz sofocada, como en las novelas de Javier de Montepin:

—¡Él! ¡él! ¡él!

—Caballero—dijo el doctor,—siento haberos hecho aguardar, y os suplico que os calméis. Ya conozco el accidente de que acabáis de ser víctima, y me atrevo a esperar que el mal tenga remedio. Pero nada podremos hacer si tenéis miedo de mí.

La palabra miedo tiene siempre un sonido desagradable para los oídos franceses. M. L'Ambert descargó con el pie un fuerte golpe sobre el suelo, avanzó decididamente hacia el doctor, y le dijo con una risita demasiado nerviosa para ser natural.

—¡Vamos, doctor! tenéis, al parecer, ganas de broma. ¿Tengo cara, por ventura, de cobarde? Si lo fuese, no me hubiera puesto en el trance esta mañana de que me descompletasen mi pobre humanidad. Pero, mientras os estaba esperando, he hojeado un libro de cirugía, y acababa en este momento de ver en él la figura de un cirujano que tiene cierto parecido con vos, cuando, al entrar, me habéis hecho el efecto de un aparecido. Añadid a esta sorpresa las emociones sufridas esta mañana, y quién sabe si acaso también algún movimiento febril, y me perdonaréis lo que de raro hayáis notado en la acogida que os hice.

—¡En hora buena!—dijo M. Bernier, recogiendo el libro del suelo.—¡Ah! ¡leíais a Ringuet! Es muy amigo mío. Recuerdo, efectivamente, que me hizo representar en un grabado, con arreglo a un croquis de Leveillé. Pero sentaos, por favor.

Calmose un poco el notario y refirió al doctor los acontecimientos de la jornada, sin echar en olvido el incidente del gato que, por decirlo así, habíale hecho perder por segunda vez su tan llorada nariz.

—Es una gran desgracia—observó el cirujano,—pero es posible repararla en el término de un mes. Supuesto que tenéis en vuestro poder el libro de Ringuet, poseeréis seguramente algunas nociones de cirugía.

M. L'Ambert confesó que no había llegado aún a ese capítulo.

—Pues bien—replicó M. Bernier,—voy a condensároslo en cuatro palabras. La rinoplastia es el arte de rehacer la nariz a los imprudentes que la han perdido.

—¿Pero es de veras, doctor?... ¿es posible ese milagro?... ¿Ha encontrado la cirugía la manera de...?

—Ha encontrado tres sistemas nada menos. Descartemos el método francés, pues no lo considero aplicable al caso vuestro. Si la pérdida de sustancia fuese menos considerable, podría despegar los bordes de la herida, avivarlos, ponerlos en contacto y unirlos de primera intención. Mas no hay que pensar en esto.

—De lo que me alegro infinito—contestole el notario.—No podéis imaginaros, doctor, hasta qué punto la idea de heridas avivadas y de bordes suturados me descomponen los nervios. ¡Examinemos otros medios más suaves, yo os lo ruego!

—La cirugía raramente procede con dulzura; pero, en fin, os queda la elección entre el sistema indio y el italiano. El primero consiste en cortar en la piel de vuestra frente una especie de triángulo, con el vértice hacia abajo y la base hacia arriba, con el cual se fabrica la nueva nariz. Se despega este trozo de piel en toda su extensión, salvo el vértice inferior que debe permanecer adherido. Se le hace girar sobre este vértice, a fin de que me quede siempre hacia fuera la epidermis, se le rebate hacia abajo y se cosen sus bordes a los de la herida. En otros términos, puedo haceros otra nariz bastante presentable a expensas de vuestra frente. El éxito de la operación es casi cierto; pero siempre conservaréis en la frente una extensa cicatriz.

—No quiero cicatrices, doctor; no las quiero a ningún precio. Os digo más, doctor (y perdonadme esta debilidad), desearía que, a ser posible, no me hicieseis ninguna operación. Acabo de sufrir una hace poco, de manos de ese turco condenado, y, para prueba, ya basta. Se me hiela la sangre al recordar la sensación solamente. Tengo tanto valor como cualquier otro hombre, mas tengo nervios también. La muerte no me asusta, pero el sufrimiento me aterra. Matadme, si queréis, pero, ¡por Dios no me cortéis más nada!

—Caballero—replicole el doctor, con cierto dejo de ironía,—si tal prevención sentís contra las operaciones, hubierais debido llamar a un médico homeópata en vez de hacer venir a un cirujano.

—No os burléis de mí, doctor. No he sabido reprimirme ante la idea de la operación india. Los indios son salvajes y tienen una cirugía digna de ellos. ¿No habéis hablado también de un sistema italiano? No me agradan los italianos por su política. Son un pueblo ingrato, que ha observado la conducta más negra con sus legítimos amos; pero, en materia de ciencia, no siento ninguna prevención contra esos bribones.

—Muy bien—respondió el doctor,—optad, si os place, por el método italiano. Da a veces resultados excelentes, pero exige una inmovilidad y paciencia de la que tal vez no seáis capaz.

—Si sólo se trata de inmovilidad y paciencia, os respondo en absoluto de mí.

—¿Sois capaz de permanecer, por espacio de treinta días, en una posición extremadamente molesta?

—Sí.

—¿Con la nariz cosida al brazo derecho?

—Sí.

—En ese caso, os cortaré del brazo un trozo triangular de piel, de quince o diez y seis centímetros de longitud, por diez u once de anchura...

—¿Que me cortaréis a mí ese trozo de piel?

—Sin duda.

—¡Pero eso es espantoso, doctor! ¡desollarme vivo! ¡sacarme el pellejo a tiras! ¡eso es bárbaro, inhumano, propio de la Edad Media, digno sólo de Shiloock, el judío de Venecia!

—Lo de menos es la herida del brazo. Lo difícil es permanecer cosido a sí mismo por espacio de treinta días.

—A mí sólo me horroriza el corte del escalpelo. Cuando se ha sentido ya el frío de la hoja de acero al penetrar en la carne viva, se horripila uno al pensarlo. Una vez, y nada más, mi querido doctor.

—Siendo así, caballero, no hay nada que aquí exija mi presencia: Os quedaréis sin nariz para toda vuestra vida.

Esta especie de condena sumió al pobre notario en profunda consternación, que le hizo recorrer la estancia a grandes pasos, mesándose los cabellos de su hermosa y rubia cabellera como un loco.

—¡Mutilado!—exclamaba, llorando;—¡mutilado para siempre! ¡No hay remedio para mí! ¡Si existiese alguna droga, algún tópico misterioso cuya virtud devolviera la nariz a los que la han perdido, lo compraría a peso de oro! ¡Lo enviaría a buscar al fin del mundo! Hasta sería capaz de fletar para ello un buque si no hubiera otro remedio. ¡Pero nada! ¿de qué me sirve ser rico? ¿de qué sirve que seáis un cirujano ilustre, si toda vuestra habilidad y todos mis sacrificios no sirven absolutamente para nada? ¡Riqueza, ciencia! ¡he aquí dos palabras hueras!

Pero M. Bernier le respondía de vez en cuando, con imperturbable calma:

—Permitidme que os corte un trozo de piel del brazo, y os reconstruiré la nariz.

M. L'Ambert pareció decidirse un instante. Quitose la levita y arremangose la manga de la camisa; pero cuando vio abierto el estuche del cirujano, y brillaron ante sus aterrados ojos las hojas relumbrantes de treinta instrumentos de suplicio, palideció intensamente y se desplomó, desmayado, sobre una butaca. Algunas gotas de agua con vinagre le devolvieron el conocimiento, mas no la resolución.

—No pensemos más en esto—dijo recuperando la calma.—Nuestra generación posee toda clase de valores, mas se arredra ante el dolor. Es culpa de nuestros padres que nos han criado envueltos entre nubes de algodón en rama.

Pocos instantes después, aquel joven, que profesaba los más religiosos principios, púsose a blasfemar de la Providencia.

—En realidad—exclamó,—el mundo es una gran trapisonda, ¡bendigamos por ello al Creador! Con mis doscientos mil francos de renta, me quedaré para el resto de mi vida tan chato como una calavera; en tanto que mi portero, que no tiene jamás en el bolsillo diez escudos, lucirá la nariz de un Apolo de Beldevere. ¡La Suprema Sabiduría, que tantas cosas ha previsto, no acertó a prever que un turco me cortaría la cabeza por saludar a la señorita Victorina Tompain! Hay en Francia tres millones de pordioseros, todos los cuales juntos no valen medio franco, ¡y no puedo yo comprar a peso de oro la nariz de cualquiera de esos miserables!... Y, después de todo, ¿por qué?

Su rostro iluminose por un rayo de esperanza, y añadió, con tono más dulce:

—Mi anciano tío de Poitiers, en su última enfermedad, se hizo inyectar cien gramos de sangre bretona en la vena cefálica mediana: un antiguo servidor prestose a suministrársela. Mi bella tía Giromagny, cuando aún conservaba su belleza, hizo arrancar un incisivo a una de sus doncellas más hermosas para reemplazar un diente que acababa de perder. Este expediente dio un resultado magnífico, y no costó arriba de tres luises. Doctor, vos me habéis dicho que, a no ser por la trastada de ese maldito gato, hubierais podido colocarme nuevamente la nariz en su sitio, cosiéndomela con cuidado. ¿Me lo habéis dicho, o no?

—Sin duda, y os lo repito.

—Y si lograse comprar la nariz de algún pobre diablo, ¿podríais también colocármela en reemplazo de la mía?

—Claro está que podría...

—¡Oh, magnífico!

—Pero no me prestaría a hacerlo, ni ninguno de mis colegas tampoco.

—¿Y por qué, queréis decirme?

—Porque mutilar a un hombre sano es un crimen, por muy estúpido que sea, o muy hambriento que se halle el paciente para consentir en ello.

—A la verdad, doctor, que confundís mis nociones relativas a lo justo y a lo injusto. Yo me hice reemplazar, cuando fui llamado a filas, mediante un centenar de luises, por una especie de alsaciano, de pelo alazán tostado. A mi hombre (porque era bien mío) hubo de llevarle la cabeza una bala de cañón, el 30 de abril de 1849. Y como dicha bala me estaba destinada a mí por la suerte, puedo decir con verdad que el alsaciano en cuestión vendiome su cabeza y toda su persona entera por un centenar de luises, o algo más. El Estado no sólo toleró, sino que aprobó esta combinación; vos tampoco tendréis nada que objetar; es muy posible que vos mismo hayáis comprado también al mismo precio un hombre entero, que se haya matado por vos. ¡Y sois capaz de escandalizaros porque ofrezco doble precio, al primer bribón que se presente, por sólo la punta de la nariz!

El doctor detúvose un momento a meditar una respuesta lógica. Pero, como no la encontrase, dijo al señorito L'Ambert:

—Si bien no permite mi conciencia desfigurar a otro hombre en beneficio vuestro, creo que podría, sin escrúpulo, cortar del brazo de cualquier perillán los pocos centímetros cuadrados de piel que os hacen falta.

—¡Vaya, doctor! ¡tomadlos de dónde mejor os plazca, con tal de que reparéis este estúpido accidente! Busquemos en seguida un hombre de buena voluntad, y ¡viva el método italiano!

—Os prevengo de nuevo, sin embargo, que tendréis que permanecer un mes entero en una situación bien molesta.

—¡Qué me importan todas las molestias del mundo, si al cabo de ese mes puedo presentarme de nuevo en el foyer de la Opera!

—Convenido. ¿Habéis pensado ya en alguien? ¿Acaso ese portero de quien ahora poco hablabais...?

—¡Me parece muy bien! Será fácil comprarlo, con su mujer y sus hijos, por un centenar de escudos. Cuando Barberau, su antecesor, se retiró no sé adónde, para vivir de sus rentas, un cliente recomendome a este, que se estaba literalmente muriendo de hambre.

Llamó M. L'Ambert, y ordenó al ayuda de cámara, que se presentó al instante, que hiciera subir a Singuet, el nuevo portero.

Acudió el hombre, y lanzó un grito de espanto al contemplar el rostro de su amo.

Era el verdadero tipo del pobre diablo parisiense, que es el más pobre de todos los diablos: un hombrecillo de treinta y cinco años de edad, al cual todos le hubieran echado sesenta, a juzgar por su aspecto flaco, amarillo y desmirriado.

M. Bernier examinolo atentamente y le mandó volver otra vez a la portería.

—La piel de este hombre—dijo—no sirve para nada. Acordaos que los jardineros toman las varas, para efectuar sus injertos, de los árboles más sanos y rollizos. Elegidme a un mozo fuerte y rebosando salud entre vuestra servidumbre; de sobra los tendréis.

—Sí, pero no será empresa fácil convencerlos. Mis criados son todos caballeros, que poseen capitales y valores en cartera, y especulan al alza y a la baja, como todos los criados de casa grande. No creo que haya ninguno entre ellos que quiera comprar con el precio de su sangre un dinero que se gana tan fácilmente en la Bolsa.

—Pero tal vez halléis alguno que por abnegación y cariño...

—¿Abnegación y cariño entre estas gentes? ¡Creo que os burláis, doctor! Nuestros padres tenían servidores abnegados: nosotros sólo poseemos unos grandísimos pillos que medran a nuestra costa, y, en el fondo, tal vez salgamos ganando. Nuestros padres, que se veían amados por estas gentes, creíanse obligados a pagarles en la misma moneda. Sufrían sus defectos, asistíanlos en sus enfermedades, alimentábanlos en su vejez: esto era insoportable. Yo pago a mis criados para que me sirvan bien, y, cuando no estoy satisfecho de ellos, los despido, sin meterme a averiguar si es falta de voluntad, vejez o indisposición lo que motiva su mal comportamiento.

—Entonces no encontraremos en vuestra casa el hombre que precisamos. ¿Tenéis alguno a la vista?

—¿Yo? Ninguno. Pero es igual; el primer advenedizo, el mozo de cordel de la esquina, el aguador que grita en este momento en la calle.

Sacó del bolsillo las gafas, levantó ligeramente la cortina, examinó, a través de aquéllas, la calle de Beaune, y dijo al doctor:

—He ahí a un muchacho que no tiene mala cara. Tened la bondad de hacerle señas, porque yo no me atrevo a mostrar a los transeúntes mi rostro.

M. Bernier abrió la ventana en el momento en que la víctima elegida gritaba a plenos pulmones:

—¡Agua muy fresca!

—¡Muchacho!—gritole el doctor,—dejad vuestro tonel y subid por la calle de Verneuil, si queréis ganar un buen puñado de luises.

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