Un filósofo turco ha dicho:
«No existen puñetazos agradables; pero los puñetazos en la nariz son los más desagradables de todos.»
Y el mismo pensador, añadió con razón en el capítulo siguiente:
«Pegar a un enemigo delante de la mujer a quien ama, es pegarle dos veces: le hieres en el cuerpo y en el alma.»
He aquí por qué el paciente Ayvaz-Bey enrojecía de cólera mientras acompañaba a la señorita Tompain y a su madre al piso que les había amueblado. Despidiose de ellas a la puerta, subió con rapidez a un carruaje, y se hizo conducir, derramando abundante sangre, a casa de su colega y amigo Ahmed.
Ahmed se hallaba entregado al sueño, bajo la salvaguardia de un negro fiel; pero, si bien es verdad que está escrito: «No despertarás a tu amigo cuando duerma», escrito está también: «Pero despiértale si hay peligro para él o para ti», y se procedió a despertar al buen Ahmed.
Este era un turco de elevada estatura, de unos treinta y cinco años de edad, muy flaco y delicado, con largas piernas arqueadas; pero, por lo demás, un muchacho excelente, dotado de talento natural. Por más que digan, hay también gentes de mérito entre los turcos. Cuando descubrió la cara ensangrentada de su amigo, empezó por hacerle traer una gran aljofaina de agua fresca, porque está escrito: «No deliberes antes de haber lavado tu sangre: tus pensamientos serían confusos e impuros.»
Limpio ya, mas no tranquilo, contó Ayvaz a su amigo la aventura, ardiendo en santa cólera. El negro que escuchaba su relato, ofreciose en seguida a tomar su kandjar, e ir a matar a L'Ambert. Ahmed-Bey le dio las gracias por sus buenas intenciones, y lo echó a puntapiés de la estancia.
—¿Y qué haremos ahora?—preguntó el bueno de Ayvaz;—¿qué haremos, amigo mío?
—Una cosa muy sencilla—replicó el interrogado:—mañana por la mañana le cortaré la nariz. La ley del Talión está escrita: «Ojo por ojo, diente por diente, nariz por nariz.»
Advirtiole Ahmed que el Korán era, sin duda alguna, un buen libro; pero que estaba ya un poco anticuado. Los principios del honor han cambiado desde los tiempos de Mahoma. Aparte de que, aun queriendo, aplicar la ley al pie de la letra, Ayvaz sólo tendría que devolver un puñetazo al señor L'Ambert.
—¿Con qué derecho le cortarías la nariz si él no te ha cortado la tuya?
¿Pero quién sería capaz de hacer entrar en razón a un hombre joven a quien acaban de apabullar la nariz en presencia de su amante? Ayvaz sentía sed de sangre, y Ahmed tuvo que halagarle sus deseos.
—Sea—le dijo.—Representamos a nuestro país en el extranjero, y no debemos recibir una afrenta sin dar una gallarda prueba de valor. Pero, ¿cómo podrás batirte en duelo con el señor L'Ambert, con arreglo a la costumbre de este país? Jamás has manejado una espada.
—¿Qué haría yo con una espada? Quiero cortarle las narices, te repito, y una espada no me serviría para eso...
—Si al menos tirases bien con pistola...
—Pero, ¿estás loco? ¿cómo habría de cortar a ese insolente las narices con una pistola? Yo... ¡Sí, es cosa resuelta! Ve a entrevistarte con él, y concierta el duelo para mañana. ¡Nos batiremos a sable!
—Pero, desdichado, ¿qué harás tú con un sable? No dudo de tu valor, pero te digo, sin que mis palabras te ofendan, que no tienes la fuerza de Pons.
—¡Qué importa eso! Levántate y ve a decirle que tenga a mi disposición su nariz mañana por la mañana.
El prudente Ahmed comprendió que no estaba su amigo para razonamientos, y que tratar de disuadirlo sería en vano. ¿A qué predicar a un sordo que se aferraba a su idea, como al poder temporal los pontífices romanos? Vistiose, pues, Ahmed, y, acompañado del primer intérprete, Osmán-Bey, que acababa de regresar del Círculo Imperial, hízose conducir al hotel del señorito L'Ambert. La hora no podía ser menos oportuna, pero Ayvaz no quería desperdiciar un solo instante.
El dios de las batallas tampoco lo quería; por lo menos, todo induce a creerlo así. En el momento en que el primer secretario iba a llamar a la puerta de maese L'Ambert, tropezose con el enemigo en persona, que regresaba a pie, conversando con sus dos testigos.
Al divisar el señorito L'Ambert los bonetes encarnados de nuestros dos personajes, comprendió a qué habían venido, saludolos cortésmente y tomó la palabra con cierta altanería, no exenta de distinción.
—Caballeros—les dijo,—como soy el único habitante de este hotel, no temo equivocarme al suponer que me hacéis el honor de venir a mi domicilio. Soy L'Ambert, si me permitís que me presente yo mismo.
Llamó, empujó la puerta, atravesó el patio con sus cuatro acompañantes, y los condujo a su despacho. Allí dieron sus nombres los dos turcos, presentoles el notario a sus amigos, y se alejó para que pudiesen tratar el asunto con entera libertad.
En nuestro país no puede efectuarse ningún duelo sin contar con la voluntad, o por lo menos con el consentimiento, de seis personas. En el caso presente, sin embargo, había cinco que no lo deseaban. Injusto sería decir que el señorito L'Ambert careciese de valor; pero no ignoraba que un duelo semejante, con motivo de una bailarina de la Opera, comprometería gravemente los prestigios de su bien acreditado bufete. El marqués de Villemaurin, anciano refinado y persona competentísima en materias de honor, dijo que el duelo es un acto noble en el que todo, desde el principio hasta el fin de la partida, debe ser extremadamente correcto. Ahora bien, un puñetazo en la nariz por una señorita Victorina Tompain constituía el más ridículo comienzo que se puede imaginar. Por otra parte, afirmó por su honor, que el señor Alfredo L'Ambert no había visto a Ayvaz-Bey, ni había tenido intención de pegarle a él ni a nadie. El señor L'Ambert había creído reconocer a dos señoras, y se había acercado con viveza a saludarlas.
Al llevarse la mano al sombrero, había dado un fuerte golpe, sin la menor intención, a una persona que venía en sentido opuesto. Se trataba, por lo tanto, de una imperdonable torpeza, de un incidente sencillo, sin la menor importancia, que no pueden jamás constituir una ofensa. Dada la posición social y educación de maese L'Ambert, no podía nadie suponerle capaz de dar un puñetazo a Ayvaz-Bey. Su bien conocida miopía y la semioscuridad del pasaje eran las culpables de todo. En fin, el señor L'Ambert, accediendo a los deseos de sus testigos, estaba dispuesto a declarar, en presencia de Ayvaz-Bey, que lamentaba muy de veras el haberle causado daño de una manera completamente involuntaria.
Este razonamiento, tan justo de por sí, acrecentó la autoridad, por todos reconocida, del orador. Era el señor de Villemaurin uno de esos caballerosos sujetos que parecen haber sido respetados por la muerte para recordarnos los usos de las edades históricas en estos tiempos de degeneración que atravesamos. Según su fe de bautismo, no contaba nada más que setenta y nueve abriles; pero, por los hábitos y costumbres de su cuerpo y de su espíritu, pertenecía sin duda al siglo xvi. Pensaba, hablaba y obraba como si hubiese servido en el ejército de la Liga y traído a mal traer al Bearnés. Realista convencido y católico austero, era tan implacable en sus odios como apasionado en sus afecciones. Su valor, su lealtad, su rectitud, y su caballerosidad hasta cierto punto exagerada, causaban la admiración de la juventud inconsciente de hoy. Nada le causaba risa, no le gustaban las bromas y le ofendían los chistes por juzgarlos una falta de respeto. Era el menos tolerante, el menos amable y el más honrado de todos los ancianos. Había acompañado a Escocia a Carlos X, después de las jornadas de julio; pero se alejó de Holy-Rood, al cabo de quince días, escandalizado de ver que la corte de Francia no tomaba muy en serio su desgracia. Solicitó la absoluta, y se cortó para siempre los bigotes, que conservó en una especie de joyero, con la siguiente inscripción: Mis bigotes de la Guardia Real. Sus subordinados todos, oficiales y soldados, sentían por él gran estima, pero también gran terror. Referíase en secreto que este hombre inflexible había metido en el calabozo a su hijo único, joven militar de veintidós años de edad, por un acto de insubordinación. El muchacho, digno hijo de tal padre, negose resueltamente a ceder, cayó enfermo y murió en el calabozo. Este nuevo Bruto lloró a su hijo, erigiole una tumba suntuosa, y lo visitó con inconcebible regularidad diez veces por semana, sin olvidar este deber en ninguna época ni edad; pero no se encorvó bajo el peso de sus remordimientos. Marchaba derecho, erguido; ni la edad ni el dolor habían logrado doblar sus anchas y robustas espaldas.
Era un hombrecillo rechoncho, vigoroso, fiel a todos los ejercicios de su juventud, que tenía más fe en el juego de pelota que en los médicos, para conservar imperturbable salud. A los setenta años habíase casado, en segundas nupcias, con una joven noble y pobre, que le había hecho padre dos veces, y no perdía la esperanza de verse abuelo bien pronto. El amor a la vida, tan poderoso en los viejos de esta edad, sólo medianamente preocupábale, a pesar de ser dichoso en la tierra. Había tenido su último lance de honor a los setenta y dos años, con un bravo coronel de cinco pies y seis pulgadas de estatura, a consecuencia de una cuestión política, según unos, y de celos conyugales, según otros. Cuando un hombre de su rango y su carácter abrazaba la causa de M. L'Ambert, declarando que un duelo entre el notario y Ayvaz-Bey sería inútil, comprometedor y ordinario, la paz parecía firmada de antemano.
Tal fue el parecer de M. Enrique Steimbourg, que no era ni lo bastante joven, ni lo suficientemente curioso para desear a toda costa el espectáculo de un duelo; y los dos turcos, hombres de buen sentido, aceptaron, de un modo provisional, la reparación que se les ofrecía, pero pidieron que se les autorizara para ir a consultar con Ayvaz. Los otros dos, entretanto, esperaron allí mismo que regresasen de la embajada. Eran las cuatro de la madrugada; pero el marqués no quiso dormir, pues no se lo permitía su conciencia; estaba decidido a dejarlo todo arreglado antes de meterse en la cama.
Empero el terrible Ayvaz, al escuchar las primeras palabras de conciliación de sus amigos, sufrió un terrible acceso de cólera verdaderamente turca.
—¡Ni que estuviera yo loco!—exclamó, blandiendo el chibuquí de jazmín que le hiciera compañía,—¿Pretenderéis persuadirme de que he sido yo quien con la nariz ha dado un golpe en el puño a M. L'Ambert? Él fue quien me agredió, y la prueba es que se ofrece a presentarme sus excusas. ¿Pero a qué tanto hablar? ¿no es suficiente prueba la sangre que he derramado? ¿Puedo acaso olvidar que Victorina y su madre han sido testigos de mi afrenta?... ¡Oh, amigos míos! ¿no me queda otro remedio que morir, si no le corto hoy mismo la nariz a mi ofensor!
De mejor o peor grado, fue preciso reanudar las negociaciones sobre esta base algo ridícula. Ahmed y el intérprete tenían el espíritu lo bastante razonable para vituperar a su amigo, pero poseían también un corazón demasiado caballeresco para abandonarle en la mitad del camino. Si el embajador, Hamza-Bajá, se hubiese encontrado en París, hubiera zanjado la cuestión sin duda alguna, imponiendo su autoridad; pero, desgraciadamente, desempeñaba al mismo tiempo las embajadas de Francia y de Inglaterra, y se hallaba entonces en Londres. Los testigos del bueno de Ayvaz anduvieron yendo y viniendo, entre la calle de Granelle y la de Verneuil, sin lograr que el asunto avanzase lo debido, hasta las siete de la mañana. A esta hora, perdió L'Ambert la paciencia y les dijo a sus testigos:
—¡Ya me está cargando este turco! ¡No contento con haberme birlado a la Tompain, se complace en hacerme pasar la noche en claro! ¡Pues bien, marchemos! Tal vez pudiera creer que tengo miedo de cruzar con él mi acero. Pero marchemos de prisa, si os parece, y tratemos de dejar zanjado el asunto esta misma mañana. Haré enganchar el carruaje en diez minutos, y nos marcharemos a dos leguas de París. Aplicaré a mi turco el correctivo merecido, en menos tiempo del que se tarda en contarlo, y antes que los periodicuchos que viven del escándalo se den cuenta del lance, estaremos de vuelta en mi despacho.
Todavía trató el marqués de oponer una o dos objeciones; pero acabó por confesar que M. L'Ambert se veía obligado a batirse. La insistencia de Ayvaz-Bey era de pésimo gusto, y merecía una severa lección. Ninguno dudaba de que el belicoso notario, ventajosamente conocido en todas las salas de armas, era la persona elegida por el destino para enseñar a aquel osmanlí la cortesía francesa.
—Amigo mío—decía el anciano Villemaurin a su cliente, dándole palmaditas sobre el hombro,—nuestra situación es excelente, toda vez que tenemos de nuestra parte el derecho. ¡El resto, Dios lo hará! El resultado no es dudoso: poseéis un corazón animoso, y una mano firme y rápida. Acordaos tan sólo de que no debemos tirarnos nunca a fondo; porque el duelo se ha hecho para corregir a los necios, mas no para destruirlos. Sólo los torpes matan a sus adversarios so pretexto de enseñarles a vivir.
La elección de armas correspondía en buen derecho al excelente Ayvaz; pero el notario y sus testigos pusieron mala cara al enterarse de que había escogido el sable.
—Es el arma predilecta de los militares—dijo el marqués,—o el arma de los burgueses que no quieren batirse. Pero, en fin, ¡vaya, si os empeñáis, por el sable!
Los testigos de Ayvaz-Bey mostráronse conformes. Se trajeron dos sables del cuartel del muelle de Orsay, y quedaron citados para las diez de la mañana en la pequeña aldea de Parthenay, situada en el antiguo camino de Sceaux. Eran las ocho y media.
Todos los parisienses conocen este lindo grupo de doscientas casas cuyos habitantes son más ricos, más limpios y más instruidos que la generalidad de los aldeanos. Cultivan la tierra como jardineros, y no como campesinos, y los campos de su término parecen en primavera un pequeño paraíso terrenal. Un prado de fresas floridas se extiende, cual manto argentado, entre un prado de frambuesas y otro de grosellas. Por todas partes se huele el perfume penetrante de la acacia, tan agradable al olfato de los porteros. París adquiere a peso de oro la cosecha de Parthenay, y los bravos campesinos, a quienes veis caminar a paso lento, con una regadera en cada mano, son casi todos pequeños capitalistas.
Comen carne dos veces al día, desprecian la gallina del puchero, y prefieren el pollo asado. Pagan el sueldo de un instituidor y un médico comunal, construyen, sin necesidad de levantar empréstitos, un ayuntamiento y una iglesia, y votan a mi espiritual amigo el doctor Veron, en las elecciones municipales. Sus muchachas son preciosas, si no me es infiel la memoria. El sabio arqueólogo Cubaudet, archivero de la subprefectura de Sceaux, asegura que Parthenay es una colonia griega, y que su nombre se deriva de la palabra Parthemos, virgen o mujer joven (expresiones sinónimas entre los pueblos cultos). Pero esta digresión nos aleja del bueno de Ayvaz.
Llegó el primero al lugar de la cita, todavía encolerizado. ¡Con qué furor paseaba por la plaza de la aldea, esperando al enemigo! Ocultaba bajo sus vestidos dos formidable yataganes, de finísimas hojas de Damasco. ¿Qué digo de Damasco? Dos hojas japonesas, de esas que cortan una barra de hierro con igual facilidad que si se tratase de un espárrago, con tal de que sean manejadas por un brazo vigoroso. Ahmed-Bey y el fiel intérprete seguían a su amigo y le daban los más sabios consejos: atacar con prudencia, descubrirse lo menos posible, comenzar la partida con un salto, en fin, cuantas recomendaciones pueden hacerse a un novicio que se presenta por primera vez en la liza, sin haber aprendido a tirar.
—Gracias por vuestros consejos—respondía el obstinado;—pero no necesito tantos requisitos para cortarle las narices a un notario.
El objetivo de su venganza no tardó en aparecer entre dos cristales de gafas, a la puerta de un carruaje. Pero M. L'Ambert no descendió, limitándose a saludar. El marqués echó pie a tierra, y vino a decir a Ahmed-Bey:
—Conozco un sitio excelente, a veinte minutos de aquí; tened la amabilidad de subir nuevamente al carruaje, con vuestros amigos, y seguirnos.
Tomaron los beligerantes un camino transversal, y descendieron a un kilómetro del caserío.
—Señores—dijo el marqués,—podemos ir a pie hasta aquel bosquecillo que allí veis. Los cocheros pueden esperarnos aquí. Nos hemos olvidado de traer con nosotros un médico; pero el lacayo, que he dejado en Parthenay, tiene encargo de traernos el de la localidad.
El cochero del turco era uno de esos merodeadores parisienses que circulan después de media noche bajo un número de contrabando. Ayvaz lo había tomado a la puerta de la señorita Tompain, y no lo había vuelto a dejar. El muy truhán sonrió maliciosamente cuando vio que le mandaban detenerse en medio del campo, y que llevaban sables debajo de las mantas.
—¡Buena suerte, caballero!—le dijo al valiente Ayvaz.—Nada tenéis que temer, porque yo doy la suerte a mis clientes. Aun no hace un año llevé en mi coche a uno que había muerto a su adversario. Por cierto que me dio veinticinco francos de propina, ¡como os lo estoy refiriendo!
—Yo te daré cincuenta—respondiole Ayvaz,—si quiere Dios que realice la venganza que medito.
M. L'Ambert tiraba perfectamente, pero era demasiado conocido en las salas de esgrima de París para haber tenido jamás ninguna ocasión de batirse. Por eso, en el verdadero terreno del honor, era tan nuevo como Ayvaz: se comprende, por lo tanto, que aunque hubiese vencido en diferentes asaltos a los maestros y prebostes de varios regimientos de caballería, experimentase una sorda trepidación, que no era miedo, pero que producía efectos análogos a éste. La conversación durante el camino había sido animada: había hecho gala ante sus amigos de una alegría sincera, aunque un poco febril. Había encendido tres o cuatro cigarros, y arrojádolos al poco de empezados. Cuando todos descendieron del coche, marchó él con paso firme, demasiado firme tal vez. En el fondo de su alma sentía cierta aprensión completamente viril, completamente francesa: desconfiaba de su sistema nervioso, y temía no parecer todo lo valiente que era.
Parece que las facultades del alma se multiplican en los momentos críticos de la vida. Por eso a M. L'Ambert, a pesar de hallarse preocupado en grado sumo con el pequeño drama en que iba a representar tan importante papel, los objetos más insignificantes del mundo exterior, los que hubieran pasado completamente inadvertidos para él en circunstancias ordinarias, atraían y retenían su atención con un poder irresistible. A sus ojos, la naturaleza se hallaba iluminada por una nueva luz, más clara, más transparente, más límpida, más cruda que la luz apagada del sol. Su preocupación subrayaba, por decirlo así, todo lo que sus ojos veían. En una revuelta del sendero, descubrió un gato que caminaba a paso lento por entre dos hileras de grosellas: uno de esos gatos tan comunes en las aldeas, largo, flaco, de piel blanca llena de manchas rojizas; uno de esos animales medio salvajes que a favor de los cuales hacen renuncia sus amos, con una esplendidez nada común, de todos los ratones que atrapan. El que atrajo la atención de L'Ambert había visto, sin duda, que la morada de su dueño no ofrecía ya bastante caza, y buscaba en plena campiña un suplemento a su pitanza. Los ojos del señorito L'Ambert, después de haber errado algún tiempo a la ventura, sintiéronse atraídos y como fascinados por el gesto de aquel gato. Observolo atentamente, admiró la flexibilidad de sus músculos, el vigoroso perfil de sus mandíbulas, y creyó hacer un descubrimiento trascendental, digno de un naturalista, observando que el gato es un tigre en miniatura.
—¿Qué diablo miráis en ese punto?—preguntole el marqués, dándole, con cariño, una palmada en el hombro.
Volvió el notario a la realidad de la vida, y respondió con el tono más desenvuelto del mundo:
—Ese estúpido animal me ha distraído. No podéis imaginaros, marqués, los estragos que estas bestias ocasionan en la caza. Se comen más nidadas que perdigones tiramos nosotros. ¡Si tuviese una escopeta!...
Y acompañando el gesto a la palabra, hizo ademán de echarse la escopeta a la cara, señalando al animal con el dedo. El gato comprendió la intención, dio un salto atrás y fugose, para reaparecer doscientos pasos más lejos, lavándose la cara, entre unas matas de colsa, como si aguardase a los parisienses.
—¿Te has propuesto seguirnos?—exclamó el notario repitiendo la amenaza. La prudentísima bestia huyó de nuevo; pero reapareció a la entrada del claro del bosque donde iban a batirse. M. L'Ambert, con la superstición del jugador que va a exponer una suma importante, quiso ahuyentar aquella bestia maléfica, y le arrojó una piedra; mas, como errase el golpe, el gato trepó a un árbol, y allí se estuvo quedo.
Entretanto, los testigos habían elegido el terreno y echado a suerte los puestos. El mejor tocó a M. L'Ambert. La suerte quiso también que se empleasen sus armas, y no los yataganes japoneses, que tal vez le hubiesen impuesto.
A Ayvaz todo le tenía sin cuidado: cualquier arma era buena para él. Contemplaba la nariz de su enemigo como mira el pescador una trucha apetitosa suspendida del extremo de su caña. Despojose vivamente de la ropa que no consideró indispensable, arrojó sobre la hierba su fez rojo y su levita verde, y se arremangó hasta el codo las mangas de la camisa. Es de suponer que los turcos más dormidos se despierten al tintineo de las armas. Aquel grueso muchachote, cuya fisonomía no tenía nada de paternal, pareció transfigurarse. Su rostro se iluminó, sus ojos lanzaron rayos. Tomó un sable de manos del marqués, retrocedió dos pasos, y entonó en idioma turco una improvisación poética que su amigo Osmán-Bey tuvo la amabilidad de anotar y traducirnos:
—Armado estoy para el combate; ¡Dios confunda al malvado que me ofende! La sangre se lava con sangre. Me heriste con la mano, yo te heriré con el sable. Tu rostro mutilado hará reír a las mujeres hermosas: Schelosser y Mercier, Thibert y Savile, te volverán la espalda con desprecio. Perderás para siempre el perfume de las rosas de Izmir. ¡Que Mahoma me dé fuerzas, que el valor no tengo que pedírselo a nadie! ¡Hurra! ¡que armado estoy para el combate!
Dicho esto, lanzose sobre su adversario, atacándole en tercia o en cuarta, pues no entiendo una palabra de estas andanzas, ni él, ni su adversario, ni los testigos tampoco. Pero una oleada de sangre brotó de la punta del sable, unas gafas rodaron por el suelo, y el notario sintió aligerada su cabeza del peso de su nariz. Quedábale aún de ella una parte para muestra, mas, tan insignificante, que no merece la pena de que la mencionemos siquiera.
M. L'Ambert se dejó caer de espaldas, y se levantó otra vez en seguida para echar a correr, con la cabeza agachada, como un ciego o como un loco. En aquel preciso momento, un cuerpo opaco cayó desde lo alto de una encina. Un minuto después, presentose un hombrecillo enteco, con el sombrero en la mano, seguido de un lacayo de gran librea. Era M. Triquet, médico municipal de Parthenay.
—¡Bien venido seáis, digno señor Triquet! Un ilustre notario de París precisa vuestros servicios con urgencia. Colocaos nuevamente vuestro grasiento sombrero sobre vuestro cráneo pelado, enjugaos las gotas de sudor que brillan sobre vuestros rojos carrillos, como el rocío sobre dos peonías en flor, y haceos quitar cuanto antes las manchas relucientes de vuestro respetable traje negro!
Pero el buen hombre estaba demasiado emocionado para entrar en funciones sin demora. Hablaba a tontas y a locas, con voz temblorosa y jadeante.
—¡Bondad divina!...—decía.—Dios os guarde, señores; reconózcanme como un nuevo servidor. ¿Acaso está permitido ponerse de esta manera? ¡Esto es una mutilación, demasiado bien lo veo! Decididamente, ya es tarde para tratar de reconciliaros: el mal no tiene remedio, ya está hecho. ¡Ah, señores, señores! ¡la juventud jamás dejará de ser joven! Yo también estuve a punto de dejarme arrastrar por el criminal deseo de mutilar o destruir a un semejante. Fue en 1820. ¿Y qué hice, señores míos? Pues darle toda clase de excusas. De excusas, sí, y me jacto mucho de ello, y con tanto más motivo cuanto que toda la razón estaba de mi parte. ¿No habéis leído, por ventura, las admirables páginas de Rousseau contra el duelo? Son verdaderamente irrefutables: un trozo admirable de crestomatía moral y literaria. Y observad que Rousseau no dijo todavía en este asunto la última palabra. Si hubiese estudiado el cuerpo humano, esta obra maestra de la creación, esta imagen admirable de Dios sobre la tierra, habría demostrado, sin duda, que es gran pecado destruir un conjunto tan perfecto. Y no lo digo, en verdad, por la persona que ha recibido el golpe. ¡Dios me libre de tal cosa! ¡Tendría, sin duda, razones poderosas que respeto! ¡Pero si se supiese cuánto trabajo nos cuesta a los pobrecitos médicos el curar la más insignificante herida! Cierto que de eso vivimos, y de las enfermedades; pero, a pesar de todo, preferiría privarme de muchas cosas y no comer nada más que una tajada de tocino y un trozo de pan moreno, a tener que ser testigo de los sufrimientos del prójimo.
El marqués interrumpió sus clamores.
—Vaya, doctor—le dijo,—que la ocasión no es la más oportuna para filosofar. Este hombre se desangra como un buey, y es preciso, ante todo, tratar de contener la hemorragia.
—Sí, señor—replicó vivamente el medicucho,—¡la hemorragia! esa es la verdadera palabra. Felizmente, todo lo tengo previsto. He aquí un frasco de agua hemostática, preparada según la fórmula de Brocchieri; yo la prefiero a la de Lechelle.
Y se dirigió, con el frasco en la mano, hacia M. L'Ambert, que se había sentado al pie de un árbol y sangraba con tristeza.
—Caballero—le dijo entre profundas reverencias,—podéis creerme que lamento sinceramente el no haber tenido el honor de conoceros con ocasión de un acontecimiento menos desagradable que este.
Levantó melancólicamente la cabeza el señorito L'Ambert, y contestole con acento dolorido:
—Doctor, ¿perderé la nariz?
—No, señor, no la perderéis. ¡Válgame Dios, caballero! ¿cómo podríais perderla de nuevo, si la habéis perdido ya?
Y mientras se expresaba de esta suerte, vertía el agua de Brocchieri sobre una compresa.
—¡Cielos!—exclamó de repente,—tengo una idea, caballero. Puedo responderos del órgano tan útil como agradable que acabáis de perder.
—¡Hablad pronto, por favor! Mi fortuna será entera para vos. ¡Ah, doctor! antes que vivir desfigurado de esta suerte, es preferible morir.
—Eso suele decirse... ¡pero vamos a ver! ¿dónde está el trozo de nariz que os han cortado? No soy yo un cirujano de los vuelos de M. Velpeau, o de M. Huguier; pero trataré de hacer volver las cosas a su primitivo estado.
El señorito L'Ambert levantose precipitadamente, y corrió al lugar de la lucha, seguido del marqués y de M. Steimbourg. Los turcos, que se paseaban juntos y cariacontecidos, porque el fuego de Ayvaz-Bey habíase extinguido en un segundo, aproximáronse también a sus antiguos enemigos. Hallose sin trabajo el lugar donde los combatientes habían pisoteado la fresca y naciente hierba; recuperáronse las gafas de oro, pero las narices del notario no hubo forma de encontrarlas. En cambio, vieron un gato, el horrible gato blanco con manchas rojizas, que se relamía con placer los labios ensangrentados.
—¡Maldición!—exclamó el marqués, señalando al animal.
Todo el mundo comprendió el gesto y la exclamación.
—¿Será tiempo todavía?—preguntó el notario.
—Tal vez—contestó el médico.
Y todos corrieron hacia el gato. Pero el astuto animal no estaba por dejarse cazar, y corrió a su vez como alma que lleva el diablo a sus talones.
Jamás había visto el pequeño bosque de Parthenay, ni volverá a ver tampoco, una caza semejante. Un marqués, un agente de cambio, tres diplomáticos, un médico de aldea, un lacayo con gran librea y un notario sangrando en su pañuelo, lanzáronse a carrera abierta tras un miserable gato. Corriendo, gritando, arrojándole piedras, ramas secas, y cuantos objetos encontraban al alcance de sus manos, atravesaron los caminos y los claros, y se internaron, bajando la cabeza, en los sitios más espesos del bosque. Ya agrupados, ya dispersos; unas veces escalonados sobre una línea recta, y otras formando círculo alrededor de la bestia; apaleando las malezas, sacudiendo los arbustos, trepando a los árboles, destrozándose el calzado con las raíces y troncos, y dejándose jirones de ropa entre las ramas de los arbustos, arrollábanlo todo como una tempestad; pero el gato endiablado corría más que el viento. En dos ocasiones lograron encerrarlo en un círculo, y otras tantas logró escapar, forzando el cerco. Un momento pareció como rendido de fatiga y de dolor, al caer de costado por querer saltar de un árbol a otro, siguiendo el camino de las ardillas. El lacayo de M. L'Ambert lanzose veloz sobre él, alcanzolo en pocos saltos y lo agarró por la cola. Pero el tigre en miniatura conquistó su libertad mediante un terrible zarpazo, y escapó fuera del bosque.
Entonces comenzó la persecución a través de la llanura. Si largo era el camino que llevaban ya recorrido, inmensa era la planicie que, en forma de tablero de ajedrez, se extendía delante de los cazadores y de su codiciada presa.
El calor era sofocante; gruesos nubarrones negros se amontonaban por occidente; el sudor corría copioso por todas las frentes; pero nada fue capaz de detener el furor de aquellos ocho hombres.
M. L'Ambert, lleno todo de sangre, no cesaba de animar a sus compañeros con el gesto y con la voz. Los que nunca han visto a un notario corriendo tras sus narices no podrán hacerse cargo de su ardor. ¡Adiós frambuesas y fresas! Por dondequiera que pasaba el alud, quedaba la cosecha apabullada, destruida, aniquilada; todo eran flores mustias, brotes rotos, ramas tronchadas, tallos pisoteados. Sorprendidos los campesinos por la invasión de aquel azote nunca visto, arrojaban las regaderas, llamaban a sus vecinos, reclamaban el auxilio de los guardias rurales, exigían que les indemnizasen los daños y perjuicios, y lanzábanse en persecución de los cazadores.
¡Victoria! ¡el gato ya está preso! Hase arrojado a un pozo. ¡Cubos! ¡cuerdas! ¡escalas! Todos abrigan la esperanza, la casi seguridad de recuperar las narices del señorito L'Ambert intactas o poco menos. Mas ¡ay! que este pozo no es un pozo como todos los demás. Es la boca de una cantera abandonada cuyas galerías forman una vasta red de más de diez leguas, y se extienden en todas direcciones, hallándose en comunicación con las catacumbas de París.
Se pagan sus honorarios a M. Triquet; se abonan a los campesinos las indemnizaciones que exigen, y se emprende el regreso a Parthenay, bajo una lluvia torrencial.
Antes de subir al carruaje, Ayvaz-Bey, mojado como un pato, y ya recuperada la calma por completo, vino a ofrecer su mano a M. L'Ambert.
—Caballero—le dijo,—lamento sinceramente que mi obstinación haya llevado las cosas hasta este extremo. La Tompain no vale una gota siquiera de la sangre vertida por su culpa, y hoy mismo rompo con ella, pues no podría verla sin pensar en la desgracia que ha causado. Sois testigo de que he hecho cuanto me ha sido posible, como asimismo estos señores, por devolveros lo perdido. Ahora, permitidme esperar que este accidente no sea del todo irreparable. El médico de esta aldea nos ha recordado que existen en París cirujanos más hábiles que él; creo haber oído decir que la cirugía moderna poseía secretos infalibles para restaurar las partes del cuerpo humano mutiladas o perdidas. M. L'Ambert aceptó, con el humor que pueda suponerse cualquiera, la mano que le tendía su rival, y se hizo conducir al faubourg Saint-Germain en compañía de sus dos amigos.