Biblioteca de la NACION: Edmond About
La nariz de un notario
Traducción de: Carlos de Pineda
medallion
Buenos Aires
1916
Imp. de La Nación.—Buenos Aires
A M. Aejandro Bixio BIXIO
Permitidme, señor, que encabece este humilde trabajo con el nombre ilustre y querido de un hombre que ha consagrado toda su vida a la causa del progreso; de un padre que ha ofrecido sus dos hijos a la liberación de Italia; de un amigo que se ha apresurado a darme una prueba de simpatía al siguiente día de Gaetana.
E. A.
Maese Alfredo L'Ambert, antes de recibir el golpe fatal que le obligó a cambiar de narices, era, sin duda alguna, el notario más notable de Francia. En la época aquella contaba 32 años; era de elevada estatura, y poseía unos ojos grandes y rasgados, una frente despejada y olímpica, y su barba y sus cabellos eran de un rubio admirable. Su nariz (la parte más prominente de su cuerpo), se retorcía majestuosa en forma de pico de águila. Aunque alguno no me crea, su nítida corbata blanca le sentaba de maravilla. ¿Era debido esto a que la usaba desde su más tierna infancia, o porque se surtía de ellas en alguna tienda afamada? Yo opino que eran ambas razones a un tiempo.
Una cosa es atarse en torno del cuello un pañuelo de bolsillo blanco, hecho una torcida, y otra muy distinta formar, con arte y perfección, un espléndido nudo de inmaculada batista, cuyas puntas iguales, almidonadas sin exceso, se dirigen simétricamente a derecha e izquierda. Una corbata blanca elegida con acierto y anudada con esmero no es un adorno sin gracia; todas las mujeres os dirán lo mismo que yo. Pero no basta anudársela con maestría y con primor; es preciso, además, saberla llevar; esto es cuestión de práctica. ¿Por qué parecen los obreros tan torpes y desmañados el día que se casan? Porque suelen colocarse para el acto de la boda una corbata blanca sin previa preparación.
Se acostumbra uno en seguida a llevar los más exorbitantes tocados: una corona por ejemplo. El soldado Bonaparte recogió una que el rey de Francia había dejado caer en la plaza de Luis XV: colocósela él mismo, sin que nadie le hubiese dado lecciones, y Europa declaró que aquel tocado no le sentaba muy mal. Animado por el éxito, no tardó en introducir la moda de las coronas en el círculo de su familia y de sus íntimos. Todos los que le rodeaban se la encasquetaron, o así lo pretendieron por lo menos. Pero este hombre extraordinario no pasó nunca de ser un porta-corbatas mediocre. El vizconde de C***, autor de varios poemas en prosa, había estudiado bien la diplomacia, o sea el arte de ponerse la corbata con fruto.
Asistió, en 1815, a la revista de nuestro último ejército, algunos días antes de la campaña de Waterloo; y, ¿sabéis lo que más llamó su atención en aquella fiesta heroica en que se desbordó el entusiasmo desesperado de un gran pueblo? Que la corbata de Napoleón no estaba bien anudada.
Pocos hombres, en este terreno pacífico, hubiera podido medirse con maese Alfredo L'Ambert. Se firmaba L'Ambert, y no Lambert, en virtud de un acuerdo del Consejo de Estado. El señorito L'Ambert, sucesor de su padre, ejercía de notario por derecho de herencia. Hacía más de 2 siglos que esta ilustre familia se transmitía, de varón en varón, el estudio de la calle de Verneuil con la más elevada clientela del faubourg Saint-Germain.
El cargo no había sido cotizado, toda vez que jamás había salido de la familia; pero, a juzgar por los beneficios de los cinco últimos años, no era posible evaluarlo en menos de trescientos mil escudos. Es decir, que producía un promedio anual de unas noventa mil libras. Desde hacía más de dos siglos todos los primogénitos de la familia habían sabido llevar la corbata blanca con tanta desenvoltura como llevan los cuervos sus mejores plumas negras, los borrachos su amoratada nariz, o los poetas sus raídas vestimentas. Heredero legítimo de un nombre y de una fortuna, el joven Alfredo había mamado en los pechos de su madre la elegancia y distinción, a la par que los buenos principios. Despreciaba tanto como se merecen las innovaciones políticas introducidas en Francia a partir de la catástrofe de 1879. A su juicio, la nación francesa componíase de tres clases: el clero, la nobleza y el estado llano. Opinión respetable y compartida hoy aún por un reducido número de senadores. Se colocaba modestamente a sí mismo en uno de los primeros puestos del estado llano, no sin sustentar ciertas pretensiones secretas de formar con la nobleza. Sentía un profundo desprecio hacia el grueso de la nación francesa, ese hacinamiento de obreros y campesinos que recibe el nombre de pueblo, o de vil plebe. Procuraba rozarse con él todo lo menos posible, por respeto a su amable persona, a quien cuidaba y quería con pasión. Sano, esbelto y vigoroso como un sollo de río, estaba convencido de que aquella gentuza era una especie de morralla creada por la Providencia expresamente para nutrir a los señores sollos.
Hombre, por lo demás, agradable, como todos los egoístas; estimado en el Palacio, en el círculo, en la cámara de notarios, en las conferencias de San Vicente de Paúl y en la sala de armas; buen tirador de punta y de contrapunta; excelente bebedor y amante generoso, mientras tenía el corazón interesado; amigo fiel de los hombres de su rango; acreedor bondadoso, mientras cobraba los intereses de su capital; delicado en sus gustos, atildado en el vestir, limpio como un luis de nuevo cuño, y asiduo concurrente los domingos a los oficios de Santo Tomás de Aquino, y los lunes, miércoles y viernes a la Opera: hubiera sido el más perfecto gentleman de su época, así en lo físico como en lo moral, a no ser por una deplorable miopía que le condenaba a usar gafas. ¿Será necesario agregar que sus gafas eran de oro y las más finas, ligeras y elegantes que salieron jamás de los talleres del celebre Mateo Luna, del muelle de los Plateros?
No las llevaba siempre puestas, colocándoselas tan sólo en su despacho, o en casa de sus clientes, cuando tenía que leer alguna escritura. No es necesario decir que los lunes, miércoles y viernes, al entrar en el templo de la danza, tenía muy buen cuidado de desenmascarar sus bellos ojos. Ningún cristal bicóncavo velaba en semejantes ocasiones, el brillo encantador de sus pupilas. Es muy cierto que no veía gota, y que saludaba a veces a una figuranta tomándola por una estrella; pero marchaba siempre con el aire resuelto de un Alejandro al entrar en Babilonia. Por eso las muchachas del cuerpo de baile, que se complacen en poner remoquetes a las personas, lo habían bautizado con el sobrenombre de Vencedor. Un turco muy grueso, secretario de la embajada de su país, era conocido entre ellas por el mote de Tranquilo; un consejero de Estado se llamaba Melancólico; un secretario general del ministerio de***, muy vivo y bullidor, era conocido por M. Turlu, y por eso Elisita Champagne, conocida también por Champagne II, recibió el nombre de Turlurette cuando salió de los corifeos para elevarse al rango de sujeto.
El párrafo precedente va a dar mucho que pensar a mis lectores de provincias (si es que tengo la suerte de que este relato traspase alguna vez las fortificaciones de París). Oyendo estoy desde aquí las miles de preguntas que dirigen al autor mentalmente. «¿Qué se entiende por el templo de la danza? ¿Y por cuerpo de baile? ¿Y por estrellas de la Opera? ¿Y por corifeos? ¿Y por sujetos? ¿Y por figurantas? ¿Qué secretarios generales son esos que se codean con tales gentes, a trueque de que les pongan remoquetes? Y, en fin, ¿por qué extraño azar un hombre de posición y sólidos principios, como el señorito Alfredo L'Ambert, asistía tres veces por semana al templo de la danza?»
¡Bah, queridos amigos! precisamente porque era un hombre de posición y de sólidos principios. El templo de la danza era, en aquellos tiempos, un amplio salón cuadrado, rodeado de viejas banquetas de terciopelo rojo, en el que se daban cita los hombres más distinguidos de París. A él concurrían no solamente los banqueros, los secretarios generales y los consejeros de Estado, sino hasta duques y príncipes, diputados y prefectos, y los senadores más partidarios del poder temporal del Papa; sólo faltaban los prelados. Veíanse en él ministros casados, y hasta los más casados de todos los ministros. Al decir que se veían no quiero significar que los he visto yo mismo; desde luego comprenderéis que los pobres periodistas no entraban en aquel lugar como en el molino. Un ministro tenía en sus manos las llaves de aquel salón de las Hespéridos, y nadie podía penetrar en él sin la venia de Su Excelencia. ¡Por eso tenían que ver las rivalidades, los celos y las intrigas! ¡Cuántos gabinetes han sido derribados bajo los más diversos pretextos, pero, en el fondo, porque todos los hombres de Estado tenían la pretensión de reinar en el templo de la danza! ¡No os imaginéis, sin embargo, que todos estos personajes acudían a aquel lugar atraídos por el cebo de los placeres ilícitos! Su intención se limitaba a fomentar un arte eminentemente aristocrático y político.
El transcurso de los años es posible que haya hecho cambiar todo esto, porque las aventuras del señorito L'Ambert no datan de la semana pasada. No quiere decir esto, sin embargo, que se remonten a ninguna época antidiluviana; pero razones de alta conveniencia impídenme precisar la fecha exacta en que este funcionario ministerial cambió su nariz aguileña por una nariz recta. Por eso he dicho en aquellos tiempos, hablando de una manera vaga como los fabulistas. Contentaos con saber que la acción tiene lugar en cierta época de los anales del mundo, comprendida entre el incendio de Troya por los griegos y el del palacio de estío, de Pekín, por el ejército inglés: dos memorables etapas de la civilización europea.
Un contemporáneo y cliente del señorito L'Ambert, el marqués de Ombremule, decía en el Café Inglés cierta noche:
—Lo que nos distingue del común de los hombres es el fanatismo que sentimos por el baile. La canalla se desvive por la música. Se cansa de aplaudir cuando escucha las óperas de Rossini, de Donizetti y de Auber: diríase que un millón de notas, revueltas en sabrosa ensalada, tiene un no sé qué que halaga los oídos de esas gentes. Llevan su ridiculez hasta el extremo de cantar ellos mismos, con sus roncas y estridentes voces, y la policía les permite que se reúnan en ciertos anfiteatros para destrozar algunas arias. ¡Buen provecho les haga! En cuanto a mí, jamás me detengo a escuchar una ópera; me contento con mirarla; voy a ver la parte plástica, que es la única que me divierte, y me marcho después. Mi respetable abuela me ha contado que todas las damas encopetadas de su tiempo sólo iban a la Opera atraídas por el baile, y no regateaban sus aplausos a los bailadores. Nosotros, a nuestra vez, protegemos a las bailarinas: ¡maldito él que piense mal!
La duquesita de Biétry, joven, linda y olvidada, tuvo la debilidad de reprochar a su esposo los hábitos que había aprendido en la Opera:
—¿No os da vergüenza de abandonarme en un palco, con todos vuestros amigos, para correr no sé adónde?
—Señora—respondiole él,—cuando se tienen fundadas esperanzas de lograr una embajada, ¿no es lo más natural que estudiemos la política?
—Convenido; pero creo que habrá en París mejores escuelas para ello.
—Ninguna. Aprended, querida mía, que la danza y la política son hermanas gemelas. El tratar de agradar constantemente, el cortejar al público, y tener siempre el ojo fijo sobre el director de orquesta, y refrenar su propio semblante, y cambiar a cada instante de traje y de color, y saltar de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, y volverse con rapidez, y caer nuevamente de pie, y sonreír, en fin, con los ojos llenos de lágrimas, ¿no es, acaso, dicho en pocas palabras, el programa del baile y la política?
La duquesa sonrió, perdonó y se echó un amante.
Los grandes señores, como el duque de Biétry, los hombres de Estado como el barón de F..., los grandes millonarios como el diminuto señor St..., y los simples notarios como el héroe de esta historia, codeábanse en el templo de la danza y entre los bastidores del teatro. Ante la sencillez e ignorancia de estas ochenta ingenuas que componen el cuerpo de baile, son iguales todos ellos. Se les conoce con el nombre de abonados, se les sonríe gratuitamente, se cuchichea con ellos en los rincones, se aceptan sus confites, y hasta sus diamantes, como galanterías sin consecuencias y que a nada comprometen a las que los reciben. La gente se imagina sin razón que es la Opera un mercado de placeres y una escuela de libertinaje. Nada de eso: se encuentran allí virtudes en mayor número que en ningún otro teatro de París. ¿Por qué? porque la virtud es allí más apreciada que en ninguna otra parte.
¿No es cosa interesante el estudiar de cerca este pequeño pueblo de jóvenes, casi todas ellas de humildísima procedencia, y a quienes el talento o la belleza pueden elevar en un momento a las más encumbradas esferas del arte? Muchachitas de catorce a diez y seis años de edad, la mayor parte de ellas alimentadas con pan seco y con manzanas verdes en una buhardilla de obreros o en la garita de un portero, vienen al teatro con vestidos de tartán y con zapatos viejos, y su primer cuidado es correr a mudarse de traje, sin que nadie pueda notarlo. Un cuarto de hora después, bajan al templo de la danza esplendorosas, radiantes, cubiertas de seda, de gasas y de flores, todo a costa del Estado, y más brillantes que los ángeles, las hadas y las huríes de nuestros sueños. Los ministros y los príncipes les besan las manos y se manchan sus irreprochables trajes negros con el albayalde que ellas llevan en los brazos. Se recitan a sus oídos madrigales nuevos y viejos que sólo a veces comprenden. Algunas suelen tener talento natural y da gusto hablar con ellas. Estas no duran allí mucho tiempo.
Un campanillazo indiscreto llama a las hadas al teatro; la muchedumbre de abonados las acompaña la entrada del escenario, las retiene y entretiene detrás de los bastidores móviles. Hay virtuoso de estos que desafía la caída las decoraciones, las manchas de petróleo los quinqués y los más diversos miasmas por el placer de oír murmurar a una vocecita ronca estas encantadoras palabras:
—¡Demonio! ¿Cómo me duelen los pies!
Levántase el telón y las ochenta reinas efímeras mariposean gozosas bajo las ardientes miradas de un público entusiasmado. Cada una de ellas ve, o cree adivinar, dos, tres, diez adoradores más o menos conocidos. ¡Cuánto disfrutan mientras permanece levantado el telón! Se consideran hermosas, están ataviadas ricamente, ven todos los gemelos fijos en sus personas, sienten la admiración que producen y no tienen que temer los silbidos ni la crítica.
Por fin suenan las doce de la noche y cambia la decoración como en los cuentos de hadas. La Cenicienta sube con su hermana mayor, o con su madre, hacia las económicas cumbres de Batignolles o de Montmartre. ¡La pobre cojea un poquito! El lodo inmundo salpica sus medias grises. La excelente madre de familia que ha cifrado sus esperanzas todas en esta querida hija, no cesa, durante el camino, de inculcarle sabias máximas de moderación y moral.
—Marcha siempre derecha por el camino de la vida, hija mía—le dice,—¡cuidado con tropezar! Mas si el implacable destino te tiene deparada esa desgracia, ¡cuida mucho de caer sobre un lecho de rosas!
No siempre son escuchados estos prudentes consejos. A veces el corazón puede más que la cabeza, y se han visto bailarinas casadas con bailadores. Se dan casos de jóvenes, bellas como la Venus de Anadyomene, renunciar a cien mil francos en joyas por unirse ante el altar con un empleado de dos mil. Otras abandonan a la suerte el cuidado de su porvenir y labran la desesperación de sus familias. Unas esperan a que llegue el 10 de abril para disponer de su corazón, porque se han jurado a sí mismas a ser juiciosas hasta los 10 y 7 años. Otras encuentran un protector de su gusto y no se atreven a confesárselo: temen la venganza de un consejero refrendario que ha jurado matarla, y suicidarse en seguida, si ama a otro que no sea él. Claro que lo ha dicho en broma, como podréis comprender; pero en este mundo especial se toman las palabras en serio. ¡Qué supina ignorancia y sencillez es la de estas muchachas! Hay quien ha oído disputar a dos jóvenes de diez y seis años sobre la nobleza de su origen y la categoría social de sus respectivas familias.
—¡Miren la impertinente!—decía la mayor de ellas;—¡los aretes de su madre son de plata y los de mi padre de oro!
Maese Alfredo L'Ambert, después de haber andado mariposeando mucho tiempo de la morena a la rubia, había acabado por prendarse de una linda trigueña de ojos azules. La señorita Victorina Tompam era honesta, como se es generalmente en la Opera, hasta que se deja de serlo. Excelentemente educada, por otra parte, era incapaz de adoptar una resolución extrema sin antes consultar a sus padres. De unos seis meses acá, se veía constantemente asediada muy de cerca por el apuesto notario y por Ayvaz-Bey, el corpulento turco de veinticinco años de edad, a quien hemos dicho que designaban con el remoquete de Tranquilo. Ambos le habían espetado muy razonados discursos, en los que su porvenir jugaba papel importante. La respetable señora Tompain había logrado, sin embargo, que su hija se conservase en un justo medio, esperando que uno de los rivales se decidiese a plantear el asunto en forma de negocio. El turco era un buen muchacho, honrado, decente y tímido. Esto no obstante, habló al fin, y fue escuchado.
Todo el mundo tuvo noticia en seguida de este pequeño contecimiento, excepto el señorito L'Ambert, que había marchado al Poitou, con objeto de asistir al entierro de un tío suyo. Cuando volvió a la Opera, la señorita Victorina Tompain poseía un brazalete de brillantes, unas dormilonas de brillantes, y un corazón también de brillantes, pendiente de su cuello a manera de araña de salón. Ya hemos dicho al principio que el notario era miope; así es que no pudo ver nada de lo que debía haber notado en seguida, ni aun siquiera las sonrisas picarescas con que fue acogido a su entrada. Anduvo dando vueltas de un lado para otro, charlando sin cesar alegremente, y deslumbrando a todo el mundo, como siempre, con su proverbial elegancia, esperando con impaciencia la terminación del baile y la salida de las jóvenes. Habíanse cumplido sus cálculos: el porvenir de la señorita Victorina se hallaba asegurado, gracias a su excelente tío de Poitiers, que había tenido la inmejorable idea de morirse en el momento más oportuno.
Lo que se conoce en París con el nombre de pasaje de la Opera es una red de galerías más o menos estrechas, más o menos alumbradas, de muy diversos niveles, que unen el bulevar, y las calles Lepeletier, Drouot y Rossini. Un largo corredor, descubierto en su mayor parte, se extiende, desde la calle Drouot a la calle Lepeletier, normalmente a las galerías del Barómetro y del Reloj. En su parte más baja, a dos pasos de la calle Drouot, ábrese la puerta falsa del teatro, la entrada nocturna de los artistas. Cada dos días, a eso de la media noche, una oleada de trescientas o cuatrocientas personas pasa tumultuosa ante los ojos vivarachos del digno papá Monge, conserje de este paraíso. Maquinistas, comparsas, figurantas, coristas, bailarines y bailarinas, tenores y sopranos, autores, compositores, administradores y abonados salen juntos a la calle en confuso torbellino. Los unos bajan hacia la calle Drouot, los otros suben la escalera que conduce, por una galería descubierta, a la calle Lepeletier.
A mitad del pasaje descubierto, al extremo de la galería del Barómetro, Alfredo L'Ambert esperaba fumando un cigarrillo. Diez pasos más allá, un hombrecillo redondo, con un fez escarlata, aspiraba a intervalos iguales el humo de un cigarrillo de tabaco turco, del grueso de un dedo. Alrededor de ellos, más de veinte pisaverdes, unos paseando nerviosos, otros, con más calma, a pie firme, esperaban igualmente cada uno por su lado. Y los cantantes atravesaban tarareando, y las sílfides, arrastrando un poco el pie, pasaban cojeando, y, de minuto en minuto, una sombra femenina, negra, parda o marrón, deslizábase entre los escasos mecheros de gas, desconocida para todos, excepto para los ojos del amor.
Las parejas se reconocen, se abordan y se marchan sin despedirse de los otros. Pero, ¿qué ocurre? he aquí un ruido extraño y un tumulto inusitado. Dos sombras han pasado veloces, dos hombres han corrido, dos fuegos de cigarro se han aproximado uno a otro; se han oído dos voces exaltadas y el estruendo de una rápida querella. Los paseantes se han amontonado en un punto; mas no han encontrado a nadie. Maese Alfredo L'Ambert se dirige, completamente solo, hacia su carruaje, que le aguarda en el bulevar; y a la luz de un farol lee, encogiéndose de hombros, esta tarjeta de visita, salpicada de sangre:
AYVAZ-BEY
SECRETARIO DE LA EMBAJADA OTOMANA
Calle de Granelle Saint-Germain, 100.
Escuchad lo que iba diciendo entre dientes el atildado notario de la calle de Verneuil:
—¡Maldita aventura! ¡Que me lleve el diablo si sospechaba siquiera que le hubiese dado derechos a este animal de turco!... porque, ¡vaya si lo es!... Pero, ¿por qué no me habré puesto las gafas?... Parece que le he pegado un puñetazo en la nariz... Sí, sin duda: su tarjeta está manchada de sangre, y mi mano lo está también. Heme aquí frente a un turco por una imperdonable torpeza; porque yo no tengo motivos para querer mal a ese pobre muchacho... La chica, por otra parte, me es del todo indiferente... ¡Que se la quede en buen hora! ¡Degollarse dos personas decentes por la señorita Victorina Tompain!... El maldito puñetazo es lo que no tiene arreglo...
Esto decía entre dientes, entre sus treinta y dos dientes más blancos y afilados que los de un lobo. Ordenó a su cochero que se retirase a casa, y se dirigió, a paso lento, hacia el círculo de los Caminos de Hierro. Allí encontró dos amigos y les refirió su aventura. El anciano marqués de Villemaurin, antiguo capitán de la Guardia Real, y el joven Enrique Steimbourg, agente de cambio, juzgaron unánimemente que el puñetazo lo echaba a perder todo.