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Germana - El duque

V

EL DUQUE

El señor y la señora de La Tour de Embleuse se habían despedido de su hija en la sacristía de Santo Tomás de Aquino. La duquesa lloró mucho; el duque tomó más alegremente la separación, para tranquilizar a su esposa y a su hija; quizá también porque no encontró lágrimas en sus ojos. En su fuero interno, él no creía en la muerte de Germana. El solo, con la vieja condesa de Villanera, esperaba el milagro de la curación. Aquel caballero servidor de la fortuna estaba firmemente convencido de que una dicha nunca llega sola. Todo le parecía posible desde que había vuelto a salir a flote. Comenzó por predecir el restablecimiento de su mujer y no se equivocó.

La duquesa era de una constitución robusta, como toda su familia. Las fatigas, las noches sin dormir y las privaciones habían tomado una gran parte en la enfermedad crítica que la edad le había aportado. Añadid a esto las angustias continuas de una madre que espera el último suspiro de su hija. La señora de La Tour de Embleuse sentía tanto o más los dolores de Germana que los suyos propios. Cuando se separó de su querida enferma, se repuso poco a poco y compartió menos penosamente los males que no veía tan de cerca. La imaginación nos hace sufrir tanto como los sentidos, pero una desgracia que no vemos pierde algo de su crudeza. Si vemos aplastar un hombre en la calle, experimentamos un dolor físico, como si las ruedas hubiesen pasado por encima de nuestro cuerpo; el relato de este suceso leído en un periódico no hace más que rozar nuestra piel. La duquesa no podía estar tranquila ni ser feliz, pero por lo menos escapó a la acción directa del peligro sobre su sistema nervioso. No es que hubiese recobrado la calma, pero no vivía en la terrible ansiedad del que espera un acontecimiento inevitable. No abría jamás sin temblar una carta de Italia, pero en el intervalo de cada correo tenía instantes de reposo. A las vivas angustias que la torturaban, sucedió un dolor sordo que la costumbre le hizo familiar. Experimentaba el triste consuelo de un enfermo que del estado agudo pasa al estado crónico.

Un amigo del joven doctor la visitaba dos o tres veces por semana, pero su verdadero médico continuaba siendo el señor Le Bris. Este le escribía regularmente, así como a la señora Chermidy, y aunque siempre había procurado no mentir, las dos correspondencias no se parecían mucho. Repetía a la pobre madre que Germana vivía, que la enfermedad parecía haberse detenido y que aquella dichosa suspensión de una marcha fatal daba derecho a esperar un milagro. No se alababa de curarla y decía a la señora Chermidy que sólo Dios podía aplazar indefinidamente la viudez de don Diego. La ciencia era impotente para salvar a la joven condesa de Villanera. Vivía aún y la enfermedad parecía haber hecho un alto, lo mismo que un viajero descansa en una posada para continuar con mayor vigor al día siguiente. Germana estaba siempre débil durante el día, febril y agitada al aproximarse la noche. El sueño le negaba sus favores, su apetito era caprichoso y rechazaba los platos con disgusto desde el momento que los había probado. Su delgadez era espantosa y la señora Chermidy hubiera tenido sumo placer en verla. Se podía decir que debajo de la piel límpida y transparente no tenía más que huesos y tendones; los pómulos parecían salírsele de la cara. ¡Verdaderamente era preciso que la señora Chermidy fuese muy impaciente para pedir algo más!

El duque no sabía o no quería saber esto y ya había celebrado más de una vez la curación de su hija. En la edad del juicio, aquel anciano, cuyos cabellos blancos hubieran inspirado respeto si no se los tiñese, resistía mejor que un joven las fatigas del placer. Se adivinaba fácilmente que agotaría más pronto sus escudos que sus necesidades y sus fuerzas. Los hombres que han entrado tarde en la vida encuentran reservas extraordinarias para sus últimos años.

Disponía de poco dinero efectivo, por muy millonario que fuese. El primer semestre de sus rentas debía vencer el 22 de julio; mientras tanto, era preciso vivir de los 20.000 francos de la canastilla. Esto era bastante para los gastos de la casa y para las pequeñas deudas que esperan menos que las grandes. Si la duquesa hubiese tenido a su disposición esta suma habría puesto la casa sobre un pie decente; pero el duque no soltaba la llave de la caja, siempre que en ella hubiese dinero. Pagó muy pocas deudas; se negó cortésmente a comprar muebles y conservó, a pesar de la duquesa y del sentido común, un departamento de 12.000 francos, en el cual no se detenía un instante. De cuando en cuando daba un luis a Semíramis para la cocina, pero nunca se preocupó de preguntarle cuánto se le debía por sus servicios. Compró dos o tres vestidos magníficos a la duquesa, que carecía de la ropa interior más necesaria. Lo que empleaba cada día en sus gastos personales era un secreto entre su cajón y él.

No creáis, sin embargo, que tenía el egoísmo odioso de ciertos maridos que tiran el dinero a manos llenas y quieren conocer al céntimo los desembolsos de su esposa. Concedía a la duquesa tanta libertad para lo pequeño como se reservaba él para lo grande. Continuaba siendo aquel hombre cortés, solícito y tierno que su pobre mujer adoraba hasta en sus faltas. El se informaba de su salud con una atención casi filial. Le repetía por lo menos una vez al día: «Eres mi ángel guardián.» Le daba nombres tan dulces que, sin el testimonio de los espejos, hubiera creído tener veinte años. Algo es algo; y el peor marido no es despreciable más que a medias, cuando deja una dulce ilusión a su víctima. Un gran artista que ha visto nuestra sociedad con los ojos de Balzac, y que la ha pintado mejor, Gavarni, ha puesto este singular juicio en la boca de una mujer del pueblo: «Mi marido, un perro acabado; ¡pero el rey de los hombres!» Traducid la frase en estilo noble y comprenderéis el amor obstinado de la duquesa por el duque.

No obstante, el viejo descendía rápidamente todos los escalones que un hombre bien nacido puede descender. Cuando el ruido de su nueva fortuna se hubo extendido por París, encontró en el Bosque un cierto número de antiguos conocidos que habían tomado la costumbre de volver la cabeza cuando le veían. Le invitaron a algunos salones de Montmartre donde los hombres más elegantes y más respetables van algunas veces en buena compañía a buscar la mala. Encontró aquí y acullá muebles que había comprado con su dinero; miró la hora en relojes cuya factura había pagado. La pasión del juego, que dormía en él desde muchos años, se despertó más ardiente que nunca; pero jugó a lo pícaro, alrededor de esos tapetes sospechosos que la policía barre de cuando en cuando. Aquel mundo peligroso, que es maestro en adular todos los vicios de que vive, hizo un recibimiento triunfal al duque de La Tour de Embleuse y le aplaudió su juventud póstuma que salía de la miseria como Lázaro de su tumba. Le probaron que tenía veinte años y él intentó probárselo a sí mismo. Asistió a grandes comilonas, con detrimento de su estómago, bebió champagne, fumó cigarros y rompió botellas. En aquellas reuniones la dignidad quedaba en el guardarropa. No obstante, los recién llegados de provincias, los extranjeros perdidos en París o los hijos de familia escapados de la tutela paternal, admiraban los nobles modales y la apostura aristocrática de aquel gentilhombre averiado. Los hombres le respetaban más de lo que se respetaba él mismo; las mujeres contemplaban en él una ruina a la que habían contribuido y que, no obstante, se conservaba bien. En ciertos remansos de la sociedad se hace más caso de un veterano que se ha comido ciento veinte mil francos de renta que de un soldado que haya perdido los dos brazos en el campo de batalla.

El duque siguió a esta sociedad a todos los lugares donde ella iba. Así, concurrió a las primeras representaciones de ciertos teatros y el respeto de su nombre, que le había acompañado en la primera mitad de su carrera, pareció abandonarle para siempre. En dos meses se convirtió en el hombre más criticado de París. Tal vez hubiera tenido más recato en su conducta si el conocimiento de sus actos hubiera podido llegar a su familia. Pero Germana estaba en Italia y la duquesa se había encerrado en su casa; no tenía, pues, nada que temer.

El contraste de su nombre y de su conducta le dio en poco tiempo una popularidad entre la gente baja, que parecía ser muy de su gusto. Se le vio, a la salida del teatro, en un café del bulevar del Temple, rodeado de figurantes mal afeitados y de cómicos ínfimos que bebían un ponche en su honor, le contemplaban con los ojos muy abiertos y se disputaban la gloria de estrechar la mano de un duque que no era nada orgulloso. Pero aun descendió más, si esto era posible. Los compañeros más abyectos eran buenos para él y más de una vez se le vio en los arrabales sentado ante un jarro de vino tinto, a la mesa de una taberna. Es muy difícil, en el siglo XIX, encanallarse con elegancia. Unicamente la corte de Luis XV intentó este esfuerzo con algún éxito. Dos o tres grandes señores franceses y extranjeros quisieron revivir las tradiciones de los buenos tiempos, pero con bastante menos dignidad. El alma más altanera se desploma con una rapidez increíble en los placeres malsanos y en las fiestas nauseabundas de los arrabales. Las únicas orgías a las que se resiste algún tiempo son aquellas que cuestan muy caro. El contentarse con poco, que es una virtud en los trabajadores, es el último grado de la abyección en los hombres desocupados y ricos.

El pobre duque estaba en lo más bajo cuando dos personas le tendieron la mano por motivos bien distintos. Sus salvadores fueron el barón de Sanglié y la señora Chermidy.

El señor de Sanglié iba de cuando en cuando a llamar a la puerta de los de La Tour de Embleuse. Era su antiguo propietario, el testigo de boda de Germana y el amigo de la familia. A la duquesa la encontraba siempre, al duque nunca; pero todo París le daba noticias de su deplorable amigo. Resolvió, pues, salvarle, del mismo modo que antes le había dado alojamiento, por el honor del linaje.

El barón era lo que se llama, aun hoy, un perfecto caballero. No era guapo y aun tenía en su fisonomía algo de su nombre (Jabalí). Su rostro abultado y encarnado se escondía en un matorral de pelo rojizo. Robusto como un cazador y ligeramente ventrudo, nadie le hubiera hecho más de cuarenta años, aunque había cumplido ya los cincuenta. Los barones de Sanglié datan de una época en que se construía sólidamente. Bastante rico para vivir espléndidamente sin hacer nada, cuidaba de su persona y vivía por vivir bien.

Su traje y su aspecto eran igualmente aristocráticos. Por la mañana se le encontraba con vestidos amplios, sólidos, cómodos y de una elegancia coquetonamente descuidada. Por la noche, su traje era irreprochable y del mejor gusto, siendo uno de aquellos hombres cuya ropa no llamaba nunca la atención, que es la elegancia más difícil. Tenía tanto cuidado de su cuerpo como de sus vestidos. Montaba a caballo todos los días y frecuentaba el juego de pelota; por la noche asistía a uno de los teatros de ópera y luego hacía su partida de whist en el club. Buen jugador, buen comensal y magnífico bebedor; gran fumador, inteligente en pintura y bastante buen jinete para ganar un steeple chase, pero demasiado juicioso para arriesgar su fortuna en un caballo de carrera o en una cuadra; indiferente a los libros nuevos, despreocupado en política, prestamista fácil para los que le podían devolver el préstamo, generoso a veces para los pobres, muy sociable, de una cortesía caballeresca con las mujeres, era amable y bueno como todos los egoístas inteligentes. Hacer el bien sin molestarse, es una de las formas más simpáticas del egoísmo.

La salvación del duque no era, sin embargo, cosa fácil. El barón no la habría logrado jamás sin un auxilio poderoso, la vanidad, que aun sobrenadaba un poco en aquel triste naufragio de todas las virtudes aristocráticas; el señor de Sanglié le asió por ella como se coge por los cabellos al hombre que se ahoga.

Fue a buscarle hasta en los chiribitiles donde arrastraba su nombre y su casta. Le golpeó rudamente en el hombro y le dijo con aquella franqueza que oculta tan bien la adulación:

—¿Qué hace usted, mi querido duque? Este no es su sitio. Todo el mundo le echa de menos en nuestro círculo, hombres y mujeres; ¿me ha oído usted bien? Todos los La Tour de Embleuse han sostenido su jerarquía desde Carlomagno; no concedo a usted el derecho de hacer quedar mal a sus antepasados. Todos nosotros tenemos necesidad de usted. Ea, ¡pardiez! si usted se entierra aquí en la flor de la edad madura, ¿quién nos dará lecciones de elegancia? ¿quién nos enseñará a vivir bien, a comerse correctamente una fortuna? ¿quién nos enseñará el arte de gustar a las mujeres, que se va perdiendo entre nosotros?

El duque respondió con un gruñido como el borracho a quien se despierta bruscamente. Gozaba en paz de su nueva fortuna y no se preocupaba de reanudar las costumbres incómodas que el mundo impone a sus esclavos; una pereza invencible le encadenaba a los placeres fáciles que no exigen ningún esfuerzo de decencia o de inteligencia. Pretendía, pues, que se encontraba bien, que no deseaba nada mejor y que cada uno se proporciona sus diversiones donde puede.

—Venga usted conmigo—continuó el barón—, y yo le juro que le haré encontrar diversiones más dignas de usted. No tema usted perder en el cambio; en nuestro mundo se vive bien, y usted lo sabe mejor que nadie. Ya supondrá usted que no he venido aquí para conducirle a su casa; para eso le hubiera enviado a un misionero. ¡Qué diablo! en parte yo también soy de la escuela de usted. Yo no desprecio ni el vino, ni el juego, ni el amor, pero yo mantendré contra todo el mundo, y contra usted mismo, que un duque de La Tour de Embleuse no debe embriagarse, arruinarse o condenarse más que con sus iguales.

Estos y otros argumentos por el estilo acabaron por convencer al duque que volvió, no a la virtud, pues el camino era demasiado largo para sus viejas piernas, pero sí al vicio elegante. El señor de Sanglié le llevó a uno de los mejores sastres del bulevar, como se conduce un desertor al vestuario del cuartel, que le obligó a endosarse la librea de las gentes de mundo. Aquel singular enfermo era siempre idólatra de su persona, pero hacía mucho tiempo que economizaba los gastos del culto. Había conservado la costumbre de pintarse y acicalarse y no descuidaba ninguna de las prácticas que podían darle una apariencia de juventud, pero no le disgustaba parecer más nuevo que su traje. Le probaron que algunos metros de tela fina rejuvenece el aspecto de la persona y acabó por convenir en que los sastres no son gente despreciable. Este era un gran paso; un hombre bien vestido, está medio salvado. Los padres de familia ya lo saben y cuando vienen a París a arrancar del vicio a un hijo pródigo, lo primero que hacen es llevarle a casa de un sastre.

El barón se encargó de lanzar a su discípulo; le hizo admitir en su club. Allí se comía bien, y el señor de La Tour de Embleuse no perdió nada en cambiar de cocinero. Antes de su conversión, la comida excesivamente condimentada de los figones y el uso de los licores falsificados irritaban su estómago, enrojecían su lengua y le condenaban a una sed inextinguible. La engañaba bebiendo aún más y el pobre hombre estaba en un círculo vicioso del cual no podía salir sino por la muerte. La duquesa se asustaba alguna vez de su ardoroso aliento y no se atrevía a manifestarle sus terrores, pero colocaba discretamente sobre su mesita de noche alguna tisana refrescante y perfumada que él no tomaba. La mesa del círculo le restableció insensiblemente, por más que no se privaba de nada. El incentivo del juego le retenía bajo la férula de su protector. Los abonados del club jugaban al whist y al écarté con un cierto atrevimiento, pero sin intemperancia; rara vez se pasaba de un luis por puesta; no era, pues, una distracción peligrosa para un millonario. Si aventuraba una fuerte suma en una partida de écarté, nadie tenía el derecho, es verdad, de llamarle a la razón, pero por lo menos había de escuchar las advertencias de los compañeros. Todos le conocían y se interesaban por él como por un convaleciente. Un jugador se conduce como un hombre juicioso o como un loco, según que sea incitado o contenido por los que le rodean. A él le refrenaban, y con una mano tan delicada, que no sentía el tirón de la brida.

Los salones más distinguidos le abrieron sus puertas de par en par; toda aristocracia es naturalmente francmasónica, y un duque, por tonterías que haya cometido, tiene derechos imprescindibles a la indulgencia de sus iguales. El faubourg Saint-Germain, como el hijo respetuoso de Noé, cubrió con su manto de púrpura los antiguos extravíos del anciano. Los hombres le trataron con consideración; las mujeres con benevolencia. ¿En qué país y en qué época han dejado ellas de tener indulgencia para las malas personas? Se le miraba como un viajero que había atravesado comarcas desconocidas. No obstante, ninguna mujer se atrevió a preguntarle sus impresiones de viaje. No tardó en ponerse a tono con tan buena compañía, porque a todos los defectos de la juventud unía aquella flexibilidad de espíritu que es uno de sus más hermosos privilegios. A nadie extrañó que la elección del conde de Villanera, que le había aceptado por suegro, recayese en un hombre tan digno de su nombre y de su fortuna.

El barón le había prometido placeres más vivos, y no faltó a su palabra. No le encerró en el faubourg como en una fortaleza y le hizo ver un mundo menos empingorotado. Siempre con la etiqueta de la alta sociedad, le condujo a algunos de esos salones en los que la gente era aceptada sin pruebas, pero no sin motivo. Le presentó a viudas cuyos maridos nunca habían estado en París, a mujeres legítimamente casadas pero indispuestas con su familia, a marquesas desterradas del faubourg a consecuencia de un escándalo, a personas respetables que vivían espléndidamente sin fortuna conocida. Aquella sociedad heterogénea estaba relacionada de una parte con el gran mundo y de otra con las gentes de conducta equívoca. Yo no aconsejaría a ninguna madre que llevase allí a sus hijas, pero hay muchos hijos que van con sus padres y salen igual que han entrado. No se encuentra allí la austeridad de costumbres, la vida patriarcal, el buen gusto severo y el lenguaje digno y grave que reina en los antiguos salones del faubourg, pero se baila decentemente, se juega sin recurrir a las trampas y no son robados los abrigos del recibimiento. En una de esas casas es donde se encontraron el duque y la señora Chermidy.

Ella le reconoció a la primera ojeada, por haberle visto el día de la boda. Sabía que era abuelo de su hijo, padre de Germana y millonario a expensas de don Diego. Una mujer como la señora Chermidy no olvida nunca la cara de un hombre a quien ha dado un millón. No le hubiera sabido mal conocerle de cerca, pero nunca hubiera dado un paso por hacerlo. El duque le ahorró el camino. Desde el momento en que supo que estaba allí se presentó por sí mismo a ella, con una impertinencia cuyo espectáculo hubiera regocijado a todas las mujeres honradas de París. Nada hay que plazca más profundamente a las mujeres virtuosas que ver tratar desvergonzadamente a las que no lo son.

El duque no tenía intención de ofender a aquella hermosa ni de renegar en un solo día de la religión de toda su vida; pero hablaba a las gentes en su lenguaje y creía no equivocarse con la señora Chermidy. Se sentó familiarmente a su lado y le dijo:

—Señora, permítame usted que le presente a uno de sus antiguos admiradores, el duque de La Tour de Embleuse. Ya había tenido el gusto de verla en Santo Tomás de Aquino. Casi somos de la familia; aliados por los hijos. Permítame usted, pues, que, como buen pariente, le dé la mano izquierda.

La señora Chermidy, que razonaba con la rapidez del relámpago, comprendió desde la primera palabra la posición en que estaba colocada. Cualquiera que fuese su respuesta, siempre quedaría humillada ante el duque. En lugar de aceptar la mano que le tendía, se levantó con un gesto lleno de dignidad y de dolor, que puso además de relieve toda la opulencia de su cuerpo, y se dirigió hacia la puerta sin volver la cabeza, como una reina ultrajada por el último de sus súbditos.

El viejo cayó en el lazo. Corrió hacia ella y balbuceó algunas palabras de excusa. La hermosa arlesiana le dirigió una mirada tan brillante, que creyó ver a través de ella una lágrima y le dijo a media voz con una emoción contenida o admirablemente fingida:

—Señor duque, usted no sabe y por tanto no puede comprender lo que me pasa. Venga mañana a las dos; estaré sola y podremos hablar.

Después se alejó sin querer esperar la contestación, y cinco minutos más tarde se oyó su coche rodar sobre la arena del patio.

El pobre duque había sido prevenido y creía conocer muy bien a la dama, pues el doctor se la había pintado al vivo. Pero se reprochó lo que había hecho y hasta el día siguiente estuvo en un estado de intranquilidad no exento de remordimientos. Se dice, no obstante, que hombre prevenido vale por dos.

Fue exacto a la cita y se encontró enfrente de una mujer que había llorado.

—Señor duque—le dijo—, he hecho todo lo posible por olvidar las palabras crueles con que usted me abordó anoche. No lo he conseguido del todo, pero ya pasará, no hablemos más de eso.

El duque quiso reiterar sus excusas; estaba profundamente admirado. La señora Chermidy había empleado la mañana en hacerse un tocado irresistible. Seguramente estaba más hermosa aún que la noche anterior. Una mujer está en su tocador como un cuadro en su marco. Aprovechó la turbación en que sus gracias habían envuelto al señor de La Tour de Embleuse para acabarle de arrollar en los pliegues de su oratoria insidiosa. Empleó primero el respeto tímido que convenía a una mujer en su posición. Hizo protestas de una veneración exagerada por la ilustre familia en la que había introducido a su hijo; se atribuyó el honor de haber elegido a los La Tour de Embleuse entre veinte casas linajudas del faubourg y de haber levantado por la fortuna uno de los más hermosos nombres de Europa. Los ademanes muelles y la languidez melancólica con que este exordio fue acompañado, persuadieron al viejo duque, mucho más que las palabras, y casi no dudó de que había insultado a su bienhechora.

—Yo comprendo—continuó—, que usted no puede tener mucha estimación por mí. Usted me compadecería, no obstante, porque usted tiene un noble corazón, si conociese la historia de mi vida.

Era maestra en aquella pantomima tan expresiva de los habitantes del Mediodía, que da verosimilitud a las mayores mentiras. Sus ojos, sus manos, sus piececitos, hablaban al mismo tiempo que sus labios y parecían ser otros tantos testigos de su veracidad. Cuando se la había oído una vez, se estaba tan firmemente convencido como si se hubiese abierto una información con todas las formalidades del caso.

Contó su nacimiento en una rica propiedad de la Provenza. Sus padres, que poseían una importante fábrica, destinaban a un industrial su hija y su fortuna. Pero el amor, ese señor inflexible de la vida humana, le había arrojado en los brazos de un simple oficial. Su familia se había distanciado de ella hasta el momento en que las brutalidades del señor Chermidy la habían hecho salir de la casa conyugal. ¡Pobre Chermidy! ¡una mujer siempre tiene razón contra un marido que está en China!

Una vez viuda, o poco menos, había venido a París donde vivió modestamente hasta la muerte de su padre. Una herencia más considerable de lo que ella esperaba la había permitido montar su casa con cierto lujo. Algunas especulaciones afortunadas habían aumentado su capital; era rica, pero se aburría. A los treinta años se soporta de mala gana la soledad. Había amado al conde de Villanera sin conocerle, desde la primera vez que le vio en los Italianos.

El duque no pudo menos de decirse a sí mismo que don Diego era un jayán bien dichoso.

Después, y acompañándose de una mirada en la que brillaba el candor, probó que el señor de Villanera no le había dado más que su amor. Y no es que no fuese generoso; pero ella no era mujer capaz de mezclar los asuntos de interés con los asuntos del corazón.

Había llevado su desinterés hasta el sacrificio; había cedido su hijo a la condesa de Villanera y había acabado por abandonarlo a otra madre. Había devuelto la libertad a su amante. ¡El conde estaba casado, viajaba por restablecer la salud de su joven esposa y ni siquiera escribía a la pobre abandonada para darle noticias del pequeño!

Acabó su discurso dejando caer sus dos brazos con un abandono lleno de elegancia.

—En fin—añadió—, aquí me tiene usted más sola que nunca, en esta ociosidad del corazón que no es para mí. En cuanto a consuelos, no los tengo; distracciones, las encontraría, pero mi corazón está demasiado triste. Conozco a algunos caballeros que vienen aquí todos los martes por la noche a charlar un rato. No me atrevo a invitar al señor duque de La Tour de Embleuse a estas reuniones melancólicas; su negativa me humillaría y me haría muy desgraciada.

Cierto que la campana de la señora Chermidy no sonaba igual que la del señor Le Bris, pero el timbre era tan dulce, que el duque se dejó engañar como un niño. Compadeció a la linda dama y le prometió que de cuando en cuando iría a llevarle noticias de su hijo.

El salón de la señora Chermidy era, en efecto, el lugar de reunión de un cierto número de hombres distinguidos. Ella sabía atraerles y retenerles a su alrededor por un medio menos heroico que el de la señora de Warrens; se hacía amar con menos exposición. Los unos conocían su posición, los otros creían en su virtud; todos estaban persuadidos de que su corazón estaba libre, y que el último poseedor, se llamase Villanera o Chermidy, había dejado una sucesión abierta. Ella se valía de su situación para explotar a todos sus admiradores en provecho de su fortuna. Artistas, escritores, hombres de negocios, hombres de mundo, la servían simultáneamente en la medida de sus medios. Eran otros tantos empleados suyos a los que pagaba con esperanzas. Un agente de cambio de sus amigos le hacía operaciones por 20.000 francos al mes; un pintor le compraba cuadros, un especulador enriquecido adquiría terrenos para ella. Servicios gratuitos, es verdad, pero ninguno dejaba de serle útil porque todos aspiraban a ser amados. A los impacientes que estrechaban demasiado el cerco, les enseñaba su casa: una casa de cristal. Hasta sus menores acciones procuraba que fuesen conocidas, sin duda para tranquilizar la susceptibilidad de don Diego; quizá también para oponer una barrera entre ella y los que dudaban de su virtud.

La presencia del duque en los salones de la calle del Circo no fue tampoco inútil a la reputación de la señora Chermidy. Así pudo detener ciertos rumores que circulaban acerca del matrimonio del conde; probó a algunas almas crédulas que no había habido nunca nada entre ella y el conde de Villanera. ¿Cómo suponer que la señora Chermidy invitara al suegro de su amante?

Explotó este nuevo conocimiento con igual habilidad que los antiguos. Le importaba mucho conocer con exactitud el estado de Germana y llevar la cuenta de los días que le quedaban de vida. El señor de La Tour de Embleuse le confió un día todas las cartas del doctor Le Bris.

Su lectura produjo en ella tal impresión que hubiera caído enferma de no ser más fuerte que todas las enfermedades. Se vio traicionada por el médico, por el conde y por la Naturaleza. Se representó el porvenir más odioso que una imaginación de mujer pudiese concebir. Una rival elegida por ella le robaba su amante y su hijo, sin tener para ello que cometer ningún crimen, sin intriga, sin cálculo de su parte, con el apoyo de todas las leyes divinas y humanas.

No obstante, recobró algo de su valor al pensar que el doctor quería, piadosamente, ocultar la verdad a la duquesa. Lo mejor era ver las cartas de la propia Germana; el duque no dejaría de satisfacer su siniestra curiosidad.

El señor de La Tour de Embleuse era presa de una de esas pasiones finales que acaban con el cuerpo y el alma de los viejos. Todos los vicios que le dominaban desde medio siglo antes, habían abdicado en provecho de un solo amor. Cuando los ingenieros reúnen en un canal todos los arroyuelos dispersos de la llanura, crean un río bastante capaz para la navegación.

El barón de Sanglié, la duquesa y todos los que se interesaban por él, estaban asombrados del cambio de sus costumbres. Vivía tan sobriamente como el joven ambicioso que quiere triunfar por medio de las mujeres. Iba muy raras veces por el club y ya no jugaba. El cuidado de su tocador le ocupaba gran parte de la mañana. Había vuelto a dedicarse a la equitación y paseaba todos los días por el Bosque de cuatro a seis. Comía con su esposa siempre que no estaba invitado a la mesa de la señora Chermidy. Iba todas las noches a las reuniones del gran mundo para encontrarse con ella, y tan pronto como había abandonado el baile, el duque volvía a su casa, daba las buenas noches a su mujer y se acostaba. El miedo de comprometer a la que amaba le devolvió las costumbres de discreción que habían velado los primeros desórdenes de su vida, y la duquesa le creyó fuera de peligro, precisamente en el momento en que estaba perdido sin remedio.

La señora Chermidy, maestra en las artes de la seducción, afectaba tratarle con una ternura filial. Le recibía a todas horas, incluso cuando estaba en su tocador. Nunca retiraba su mano o su frente a un beso del duque; le reconvenía dulcemente, le escuchaba con complacencia, aceptaba sus caricias como pruebas de generosidad, no aparentaba ningún temor y no parecía sospechar el sentimiento brutal que ella misma fomentaba todos los días. Para tenerle a distancia no empleaba más que una sola arma: la humildad. Era implacablemente respetuosa. Se dejaba dar todos los nombres que el amor puede inspirar a un hombre, pero no se olvidaba ni una sola vez de llamarle señor duque. El viejo insensato hubiese dado toda su fortuna por que la señora Chermidy le faltase al respeto.

Por de pronto le sacrificó lo que un honrado anciano pueda tener en más estima, la santidad del nombre de padre. Pidió a la duquesa las cartas de Germana, con el pretexto de volverlas a leer, y la noble mujer lloró de alegría al confiar tan preciado tesoro a su marido. Corrió sin pérdida de tiempo a la calle del Circo y fue recibido con los brazos abiertos. Aquellas cartas que la enferma había garrapateado con su mano trémula, aquellas cartas en que a veces ponía besos para su madre en un cuadro mal dibujado debajo de la firma, aquellas cartas que la duquesa había regado con sus lágrimas, fueron registradas sobre una mesita del salón, como un juego de naipes, por un viejo depravado y una mujer perversa.

La señora Chermidy, disfrazando su odio bajo una máscara de compasión, buscó ávidamente algunos síntomas de muerte entre las protestas de ternura, y no quedó más que medianamente satisfecha. El olor que exhalaba aquella correspondencia no era el que atrae los cuervos a los campos de batalla. Era como el perfume de una florecilla enfermiza que languidece al soplo del invierno, pero que se abriría al sol si la brisa del mediodía viniese a barrer las nubes. La cruel arlesiana encontraba demasiada firmeza en aquella mano, demasiada vida en aquel espíritu y unos latidos inquietantes en aquel corazón. Mas no era esto todo; sintió que se apoderaba de ella una sospecha desgarradora. La enferma contaba con demasiada complacencia los cuidados de su marido. Se acusaba de ingratitud, se reprochaba el corresponder mal a lo que por ella hacía. La señora Chermidy rugió interiormente a la idea de que el marido y la mujer acabasen quizá por sentirse atraídos el uno hacia el otro; temió que la piedad, el reconocimiento, la costumbre, uniría a las dos almas jóvenes y que un día vería sentarse entre don Diego y Germana a un invitado con el que no había contado: el Amor.

La profanación de las cartas de Germana tuvo lugar algunos días después de su llegada a Corfú. Si la señora Chermidy hubiese podido ver con sus propios ojos a su inocente rival, es probable que su miedo se hubiese trocado en piedad. Las fatigas del viaje habían dejado a la pobre niña en un estado deplorable. Pero la amante de don Diego se forjaba a todas horas unos monstruos que repartían la salud y se veía suplantada sin remisión. El día en que sus sospechas se cambiasen en certidumbre, no retrocedería ante ningún crimen. Mientras tanto, por espíritu de prudencia y de venganza, por entretener su ocio de hermosa sin empleo, por una especulación de interés y de perversidad, se divertía en desplumar al señor de La Tour de Embleuse. Encontraba gracioso despojarle del millón que le había dado, sin perjuicio de devolvérselo a la muerte de su hija. Era una especie de desquite que se adjudicaba en caso de desgracia.

No era difícil hacerle dar una inscripción de renta. El duque se ponía todos los días a sus pies con cuanto poseía. Era de un carácter y de un temperamento capaz de arruinarse sin publicarlo y de vencer sin atribuirse la victoria. Un hombre de honor no compromete nunca a una mujer, aunque se vea despojado por ella. Pero la señora Chermidy pensaba que sería más digno de ella tomar un millón sin dar nada en cambio, y guardando siempre la superioridad sobre el donante.

Un día que el viejo deliraba a sus pies y renovaba por centésima vez el ofrecimiento de su fortuna, ella le dijo:

—Acepto, señor duque.

El señor de La Tour de Embleuse perdió la cabeza como un aeronauta novicio al que se rompiese la cuerda del globo (Nota: Hay que tener presente la época en que se escribió esta novela). Creyó estar en el séptimo cielo. La dama detuvo dulcemente sus transportes y le dijo:

—Cuando usted me hubiera dado un millón, ¿creería usted haberme pagado?

El duque protestó, pero sus ojos decían, y no sin razón, que desde el momento en que la virtud se pone en venta, un millón no es un precio despreciable.

Ella contestó al pensamiento de su adversario:

—Señor duque, las mujeres entre las cuales hace usted la injusticia de colocarme, valen tanto más cuanto que son más ricas. Yo he heredado cuatro millones; he ganado lo menos tres en los negocios y mi fortuna es tan limpia que la podría realizar sin pérdida en un mes. Ya ve usted que hay pocas mujeres en Francia que tengan derecho a ponerse un precio más elevado. Esto le prueba a usted que también tengo el medio de darme por nada. Si yo le llego a amar, lo que quizás ocurra, el dinero no será nada entre nosotros. El hombre a quien yo dé mi corazón tendrá encima todo lo demás.

El duque cayó desde lo más alto y dio rudamente contra el suelo. Era tan desgraciado al guardar su millón como se había sentido feliz al recibirlo. La señora Chermidy pareció tener piedad de él.

—Niño grande—le dijo—, no llore usted. He empezado por decirle que aceptaba. Pero tenga usted cuidado; voy a hacerle mis condiciones.

El señor de La Tour de Embleuse sonrió como un moribundo que ve entreabrirse el cielo.

—Soy yo quien ha enriquecido a usted—le dijo—. Le conocía de antiguo, o por lo menos conocía su reputación. Usted se ha comido su fortuna con una grandeza digna de los tiempos heroicos. Es usted el último representante de la verdadera nobleza, en esta edad degenerada. También es usted, sin saberlo, el único hombre de París capaz de interesar seriamente el espíritu de las mujeres. Yo siempre he lamentado que usted no tuviese una fortuna incalculable como la de don Diego: usted habría sido más grande que Sardanápalo. A falta de otra cosa mejor, hice que le diesen un millón; se hace lo que se puede. Pero he tomado mal mis medidas y la cosa no ha respondido a mis esperanzas. Lo que tiene usted en su cajón es un papelote que nunca le serviría para nada. El día 22 de junio cobrará usted sus 25.000 francos; de aquí a entonces no hará más que vegetar. Contraerá deudas y sus rentas no harían más que enriquecer a los acreedores. Deme usted su inscripción de renta y yo haré que la venda mi agente de cambio. Guardaré el capital, porque no me fío de usted. En cambio es absolutamente preciso que acepte el producto. Y no crea que éste será de cincuenta mil francos; serán ochenta mil o cien mil, quizá más. Conozco la Bolsa a fondo, aunque nunca haya puesto los pies allí; y sé que se gana todo lo que se quiere con algunos millones en dinero contante y sonante. El papel del Estado es una admirable invención para los burgueses que quieren vivir modestamente y sin preocupaciones. Para las gentes de nuestra clase que no temen el peligro ni el trabajo, ¡viva la especulación! Es lo mismo que el juego en gran escala y usted es jugador, ¿no es cierto?

—Lo he sido.

—Y lo es aún. Correremos juntos el mismo albur; pondremos en común nuestros intereses, nuestros placeres, nuestros temores, nuestras esperanzas.

—Los dos formaremos como uno solo.

—En la Bolsa, al menos.

—¡Honorina!

Honorina pareció sumirse en una profunda reflexión y ocultó el rostro entre sus manos. El duque se apoderó de ellas poniendo fin así a aquel eclipse de belleza. La señora Chermidy le miró fijamente, sonrió con melancolía y le dijo:

—Perdóneme usted, señor duque, y olvidemos nuestros castillos en el aire. Nos extraviábamos en el porvenir como dos niños en el bosque. Era un dulce sueño, pero no pensemos más en ello. No tengo el derecho de despojarle, aunque sea para enriquecerle. ¿Qué dirían de mí? ¿Qué pensarían de usted mismo? ¡Si la señora duquesa se enterase de lo que habíamos hecho!

La señora Chermidy sabía perfectamente que para hacer odiosa a una mujer ante su marido, es suficiente pronunciar su nombre en ciertos momentos. El duque respondió altivamente que su mujer no se mezclaba nunca en sus negocios y que además lo tenía prohibido.

—Pero—continuó la tentadora—usted tiene una hija; y todo lo que usted posee debe volver a ella. No estaría bien.

—Pero—replicó el duque—mi hija tiene un hijo que es el de usted. Nuestras fortunas irán juntas al pequeño marqués. ¿Acaso no somos de la misma familia?

—Usted ya me dijo eso otra vez, señor duque; pero aquel día me causó menos placer que hoy.

La señora Chermidy colocó la inscripción de renta en un cajón y se guardó mucho de venderla. Aquella mujer tenía el instinto de lo sólido y desconfiaba juiciosamente de la inestabilidad de las cosas humanas. El duque fue, desde aquel momento, el asociado de su hermosa amiga. Le quedaba el derecho de visitar su caja y encontró en ella, hasta nueva orden, tanto dinero como quiso. Esto es todo lo que pudo obtener de aquella generosa y sonriente virtud. Honorina se ocupaba del viejo con una ternura minuciosa; le hizo abandonar el departamento que ocupaba; le transportó a los Campos Elíseos con la duquesa y le compró muebles, cuidando de que no faltase nada en la casa y preocupándose incluso de los gastos de la cocina. Hecho esto, se frotó las manos y se dijo riendo:

—Ya tengo al enemigo bloqueado, y si nunca llegara a declararse la guerra, les mataría de hambre sin piedad.

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