II
PETICIÓN DE MATRIMONIO
El doctor Carlos Le Bris era uno de los hombres más apreciados de París. La gran ciudad tiene sus niños mimados en todas las artes, pero no conozco a ninguno que lo fuese tanto como él. Había nacido en una miserable y pequeña ciudad de la Champaña, pero hizo sus estudios en el colegio de Enrique IV. Un pariente suyo, que ejercía la medicina en el país, le dedicó desde muy joven a la misma profesión. Carlos siguió sus cursos, frecuentó los hospitales, hizo su internado, practicó a la vista de sus maestros y ganó a pulso todos sus diplomas y algunas medallas que hoy constituyen el adorno de su gabinete. Su única ambición era suceder a su tío y acabar con los enfermos que el buen hombre le dejase. Pero cuando le vieron aparecer, armado de sus éxitos y doctor hasta los dientes, los curanderos del país, y su tío que, después de todo, no era otra cosa, le preguntaron por qué no se había quedado en París. Unía a su talento unos modales tan seductores y le sentaba tan bien su gran paletó, que se adivinaba desde el primer día que todos los enfermos serían para él. El venerable pariente se encontraba demasiado joven para pensar en retirarse, y la rivalidad de su sobrino dio una agilidad a sus piernas que nunca había tenido. En resumen, el pobre muchacho fue tan mal recibido, se le pusieron tantos obstáculos en su camino, que, de puro desesperado, se volvió a París. Sus antiguos maestros le acogieron con los brazos abiertos y pronto tuvo una gran clientela. Los grandes hombres tienen el medio de no ser envidiosos; gracias a su generosidad, el doctor Le Bris hizo su reputación en cinco o seis años. Aquí se le apreciaba como sabio, allá como bailarín, y en todas partes como hombre simpático y bueno. Ignoraba los primeros elementos de la charlatanería, hablaba muy poco de sus éxitos y abandonaba a sus enfermos el cuidado de decir que los había curado. Su casa no era un templo, ni mucho menos. Habitaba en un cuarto piso de un barrio extremo. ¿Por modestia? ¿Por coquetería? No se sabe. Las pobres gentes de su barrio no se quejaban de tal vecindad; él, por su parte, las cuidaba con tanta solicitud, que algunas veces olvidaba el portamonedas a la cabecera de su cama.
El señor Le Bris era, desde hacía tres años, el médico de la señorita de La Tour de Embleuse. Había seguido los progresos de la enfermedad sin poder hacer nada para detenerlos. Y no es que Germana fuese una de esas niñas condenadas desde su nacimiento, que llevan en sí el germen de una muerte hereditaria. Su constitución era robusta y su pecho ancho; además, su madre nunca había tosido. Un resfriado descuidado, una habitación demasiado fría, la privación de cosas necesarias a la vida, es lo que había producido todo su mal. Poco a poco, a pesar de los cuidados del doctor, la pobre niña había palidecido coma una estatua de cera y sus fuerzas la habían abandonado; el apetito, la alegría, el aliento, la satisfacción de respirar el aire, todo le faltaba. Seis meses antes del principio de esta historia, Le Bris había tenido consulta con dos celebridades. Aun podía salvarse entonces; le quedaba un pulmón, y la Naturaleza a veces se contenta con menos. Pero era preciso llevarla sin demora a Egipto o a Italia.
—Sí—dijo el joven doctor—, ésa es la única prescripción racional; una casa de campo a orillas del Arno, una vida tranquila y sin preocupaciones pecuniarias... ¡Pero, ya veis!...
Y designó con el dedo los cortinajes destrozados, las sillas de paja y el desnudo pavimento del salón.
—¡He aquí su sentencia de muerte!
En el mes de enero el último pulmón fue afectado; el sacrificio se consumaba. El doctor casi se preocupaba ya más de la duquesa que de la enferma. Su última esperanza era que la hija se extinguiese dulcemente y que la madre se salvase.
Hizo su visita a Germana, le tomó el pulso por pura fórmula, le ofreció una caja de bombones, la besó fraternalmente en la frente y pasó a la habitación del señor de La Tour de Embleuse.
El duque aun estaba en la cama y, sin los artificios de tocador, nadie le hubiera rebajado un mes de sus sesenta y tres años.
—Y bien, elegante doctor—dijo con su risa sonora—, ¿qué año nuevo nos trae usted? ¿La Fortuna, al fin, querrá venir a verme? ¡Ah! ¡bribona, si vuelvo a pillarte! Usted es testigo, doctor, de que la espero en la cama.
—Señor duque—respondió el doctor—, puesto que estamos solos, podemos hablar de cosas serias. Creo que no he ocultado a usted el estado de su hija.
El duque hizo una pequeña mueca sentimental y dijo:
—Verdaderamente, doctor, ¿es que no se puede ya esperar nada? Yo creo, falsa modestia aparte, que es usted capaz de un milagro.
Le Bris movió tristemente la cabeza.
—Todo lo más que yo puedo hacer—respondió—, es evitarle sufrimientos en sus últimos días.
—¡Pobre pequeña! Figúrese usted, querido doctor, que tose todas las noches hasta despertarme. Debe sufrir horriblemente, aunque trate de ocultarlo. Si no hay ninguna esperanza, su última hora será la del descanso.
—No es eso todo lo que tengo que decirle, y perdóneme usted si empiezo el año con tristes noticias.
El duque se incorporó de un salto.
—¿Qué pasa, pues? ¡Me da usted miedo!
—La señora duquesa me inquieta desde hace algunos meses.
—¡Ah!... Efectivamente, doctor, usted abusa de los malos augurios. La duquesa, gracias a Dios, está perfectamente. ¡Ya quisiera estar yo como ella!...
El doctor entró en detalles que abatieron la indiferencia y la ligereza del viejo. Se vio solo en el mundo y se estremeció de terror. Su voz bajó de tono y se cogió a la mano del doctor como un náufrago al último trozo de madera.
—Amigo mío—le dijo—, ¡sálveme! ¡Salve a la duquesa, quería decir! No tengo más que a ella en el mundo. ¿Qué sería de mí? Es un ángel, mi ángel guardián. ¿Qué es necesario hacer para curarla? Dígamelo y obedeceré como un esclavo.
—Señor duque, lo que necesita la señora duquesa es una vida tranquila y fácil, sin emociones, y, sobre todo, sin privaciones; un régimen suave, alimentos escogidos y variados, una casa cómoda, un buen coche...
—Y la luna, ¿no es verdad?—exclamó el duque con impaciencia—. Le creía a usted, doctor, hombre de más talento y de más vista. ¡Coche! ¡casa! ¡buena alimentación! ¡Vaya usted a buscarme todo eso y se lo daré!
El doctor respondió sin inmutarse:
—Ya se lo traigo a usted, señor duque, y no tiene usted más que tomarlo.
Los ojos del duque brillaron como los de un gato en la obscuridad.
—¡Hable usted, pues!—exclamó—. ¡Me tiene usted en ascuas!
—Antes de pasar adelante, señor duque, debo recordarle que desde hace tres años soy el mejor amigo de la casa.
—Puede usted decir el único sin temor a ser desmentido.
—El honor de su nombre me es tan caro como a usted mismo, y si...
—¡Va bien! ¡va bien!
—No olvide usted que la vida de la señora duquesa está en peligro y que yo respondo de salvarla, puesto que usted me proporciona los medios.
—¡Qué diablo! Es usted el que me los proporciona a mí. Hace una hora que me está usted hablando como el peripatético del Matrimonio forzado. ¡Al grano, doctor, al grano!
—A eso voy. ¿Ha visto usted nunca en París al conde de Villanera?
—¿Al de los caballos negros?
—Precisamente.
—¡El más hermoso tronco de París!
—Don Diego Gómez de Villanera es el último vástago de una ilustre familia napolitana transplantada a España durante el reinado de Carlos V. Su fortuna es la más grande de toda la península; si cultivase sus tierras y explotase sus minas, sus rentas no bajarían de dos o tres millones. Así y todo, tiene millón y medio de renta, un poco menos que el príncipe de Isupoff, treinta y dos años, una figura agradable, una educación exquisita, un carácter caballeroso...
—Y a la señora de Chermidy, puede usted añadir.
—Puesto que usted sabe eso, me abrevia el camino. El conde, por razones que ahora sería muy largo exponer, desea abandonar a la señora de Chermidy y unirse, con arreglo a su jerarquía, con una de las más ilustres familias. Se preocupa tan poco de los bienes de su futura, que asegurará a su suegro una renta de cincuenta mil francos. El suegro que él desea es usted, y me ha encargado que explore sus disposiciones. Si usted accede, él vendrá hoy mismo a pedirle la mano de la señorita Germana y dentro de quince días se habrá celebrado la boda.
Por de pronto, el duque saltó al suelo y miró fijamente al doctor.
—¿No está usted loco?—dijo—, ¿no se está burlando de mí? Supongo que no olvidará usted que soy el duque de La Tour de Embleuse y que puedo doblarle en edad... ¿Es verdad todo eso que me ha dicho?
—Como el Evangelio.
—¿Pero él no sabe que Germana está enferma?
—Lo sabe.
—¿Que está moribunda?
—Lo sabe.
—¿Desahuciada?
—Lo sabe.
Una nube pasó por el rostro del viejo duque. Se sentó en un rincón de la fría chimenea sin darse cuenta de que estaba casi desnudo y, apoyando los codos sobre las rodillas, se apretó la cabeza con las manos.
—Eso no es natural—añadió—; usted no me lo ha dicho todo y el señor de Villanera debe tener algún motivo secreto para querer casarse con una muerta.
—En efecto—respondió el doctor—. Pero haga usted el favor de volverse a la cama. Es una historia muy larga.
El duque volvió a arrebujarse debajo del cobertor. Sus dientes castañeteaban a causa del frío y de la impaciencia y tenía sus ojillos fijos en el doctor con la curiosidad inquieta de un niño ante el que se abre una caja de bombones. El señor Le Bris no le hizo esperar.
—¿Usted sabe—dijo—cuál es la situación de la señora de Chermidy?
—Viuda consolable de un marido al que no ha visto nunca.
—Yo he visto al señor Chermidy hace tres años y le aseguro por lo tanto que su esposa no es viuda.
—¡Tanto mejor para él! ¡Diablo! ¡Marido de la señora Chermidy! Es una sinecura que le debe proporcionar muy bonitas rentas.
—¡Así es como se hacen juicios temerarios! El señor Chermidy es un hombre honrado y hasta un oficial de algún mérito. No creo que pertenezca a una familia aristocrática; a los treinta y cinco años era capitán de la marina mercante y obtuvo embarque en un navío del Estado como oficial auxiliar hasta que, al cabo de dos años de navegación, el ministro le firmó su nombramiento de oficial. Fue en 1838 cuando puso su corazón y sus charreteras a los pies de Honorina Lavenaze. Esta tenía por toda fortuna sus diez y ocho años, unos grandes ojos que usted ya conoce, un gorro de arlesiana y una ambición sin límites. No era, ni con mucho, tan hermosa como hoy. Ella misma me ha dicho que era seca como un palo y negra como un cuervo, pero tenía ciertos atractivos que la hacían desear. Reinaba en el mostrador de un despacho de tabacos y, desde el prefecto marítimo hasta los alumnos de segundo año, toda la aristocracia náutica de Tolón iba a fumar y a suspirar a su alrededor. Pero nada podía trastornar aquella firme cabeza, ni los vapores del incienso ni el humo de los cigarros. Se había jurado ser juiciosa hasta que encontrase un marido, y ninguna seducción fue bastante para desviar su decisión. Los oficiales la llamaban Croquet (rosquilla de almendra) a causa de su dureza; los burgueses Ulloa, porque había sido sitiada por la marina francesa.
»No faltaban hombres serios que quisieran casarse con ella; en los puertos de mar se les encuentra en abundancia. Cuando regresa de largas travesías, el oficial de marina tiene más ilusiones, más ingenuidad, más juventud que el día de la partida; la primera mujer que aparece a sus ojos se le presenta tan hermosa, tan santa, como la patria que se vuelve a ver; ¡es la patria vestida de seda! La apetitosa Honorina, vista por Chermidy, rudo lobo de mar, fue la preferida por su candor, y aquella oveja recalcitrante pasó a su poder bajo las barbas de sus rivales.
»Su buena suerte, que hubiese podido darle muchos enemigos, no perjudicó en lo más mínimo su porvenir. Aunque vivía apartado, solo con su mujer, en una quinta aislada, obtuvo un bonito embarque, que no había pedido. Desde entonces, no ha estado en Francia más que raras veces; siempre en el mar, ha podido hacer economías para su esposa que, por su parte, las ha hecho para él. Honorina, embellecida por el tocador, por el bienestar y por el aumento de carnes, ha reinado diez años en el departamento del Var. Los únicos acontecimientos que hayan señalado su reinado son la quiebra de un almacenista de carbones y la destitución de dos oficiales pagadores. Después de un proceso escandaloso, en el cual su nombre no sonó para nada, creyó prudente exhibirse en un escenario más amplio y tomó el piso que aun ocupa en la calle del Circo. Su marido navegaba sobre los bancos de Terranova, mientras que ella rodaba por París. ¿Asistió usted a su presentación en esta ciudad, señor duque?
—¡Sí, pardiez! y me atrevo a decir que hay pocas mujeres que hayan hecho mejor su camino. Ser bonita y tener talento, no es nada; lo difícil es aparentar ser millonaria, la única manera de que se le ofrezcan millones.
—Llegó aquí con doscientos o trescientos mil francos, rebañados discretamente aquí y acullá. Así y todo, levantó en el Bosque tal polvareda que se habría dicho que la reina de Saba acababa de llegar a París. En menos de un año consiguió hacer hablar de sus caballos, de sus vestidos, de su mobiliario, sin que nadie pudiese decir nada positivo sobre su conducta. Yo mismo la he estado visitando año y medio sin sospechar quién era. Y la hubiese creído otra cosa durante largo tiempo, si la casualidad no me hubiera puesto en presencia de su marido. Era en los primeros días de 1850, ahora hace tres años, poco más o menos. El pobre diablo acababa de llegar de Terranova y a fin de mes partía para los mares de la China, donde había de permanecer cinco años, y encontraba muy natural abrazar a su mujer, entre dos viajes. La librea de sus criados le hizo guiñar los ojos, y los esplendores de su mobiliario le acabaron de deslumbrar. Pero cuando vio a su querida Honorina aparecer en un traje de mañana que representaba dos o tres años de su sueldo, se olvidó de caer en sus brazos, viró en redondo sin decir una palabra y se hizo llevar el equipaje a la estación de Lyón. Así es cómo el señor Chermidy me hizo entrar en la intimidad de su mujer. Otros pormenores los conozco por el conde de Villanera.
—¿Llegamos ya?—preguntó el duque.
—Un poco de paciencia. La señora Chermidy había distinguido a don Diego algún tiempo antes de la llegada de su marido. Era su vecina en el teatro de los Italianos y había sabido mirarle con tales ojos que se hizo presentar a ella. Todos los hombres le dirán que sus salones son los más agradables de París, aun cuando no se encuentre a otra mujer que a la dueña de la casa. Pero Honorina se multiplica. El conde se apasionó por ella, llevado del mismo espíritu de emulación que perdió al pobre Chermidy. Y la amó tanto más ciegamente, por cuanto ella le otorgó todos los honores de la guerra y pareció ceder a una inclinación irresistible que la arrojaba en sus brazos. El hombre más inteligente se deja prender en este lazo y todo el escepticismo se estrella contra la comedia del amor verdadero. Don Diego no es un atolondrado sin experiencia. Si hubiera adivinado el menor interés, sorprendido un movimiento calculado, se habría puesto en guardia y todo estaba perdido, pero la ladina llevó su habilidad hasta el heroísmo. Agotó todos los recursos de su presupuesto, gastó hasta su último sueldo e hizo creer al conde que le amaba por él. Llegó hasta exponer su reputación, que tanto había cuidado hasta entonces, y se hubiera comprometido locamente a no impedírselo él. La condesa viuda de Villanera, una santa mujer, un prodigio de vejez y de rigidez, parecida a un retrato de Velázquez, escapado del lienzo, tuvo conocimiento de los amores de su hijo y no encontró nada que decir. Prefería verlo en relaciones con una mujer de mundo, que perdido entre los placeres fáciles en los cuales se arruina el cuerpo y se envilece el alma.
»La delicadeza de la señora Chermidy era de carácter tan quisquilloso, que don Diego no pudo ofrecerle ni la menor bagatela. Lo primero que aceptó de él, después de un año de intimidad, fue una inscripción de cuarenta mil francos de renta. Estaba encinta de un hijo que nació en noviembre de 1850. Ahora, señor duque, llegamos al fondo de la cuestión.
»La señora Chermidy dio a luz en Bretéche-Saint-Nom, detrás de San Germán. Yo estaba allí. Don Diego, ignorando nuestras leyes y creyendo que todo era permitido a las personas de su condición, quería reconocer al niño. Los primogénitos de la familia Villanera son marqueses de los Montes de Hierro. Yo le expliqué el axioma de derecho: Is pater est, y le demostré que su hijo debía llamarse Chermidy o no llamarse de ningún modo. Precisamente el marino había estado en París en enero último y esto bastaba para salvar las apariencias. Después de deliberar un buen rato cerca de la cama de la parturienta, ésta nos dijo que su marido la mataría infaliblemente si ella intentaba imponerle esta paternidad legal. El conde añadió que el marqués de los Montes de Hierro no consentiría jamás en firmarse Chermidy. Resumiendo, inscribí al niño en la alcaldía con el nombre de Gómez, hijo de padres desconocidos.
»El noble padre, dichoso y desgraciado a la vez, comunicó tan importante acontecimiento a la venerable condesa. Esta ha querido ver al niño, y ha hecho llevarlo a su lado, en su hotel del faubourg Saint-Honoré, donde aun está. Tiene dos años, goza de buena salud y se parece ya a las veinticuatro generaciones de los Villanera. Don Diego adora a su hijo, y no se consuela de ver en él a un niño sin nombre y, lo que es peor, adulterino. La señora de Chermidy es una mujer capaz de remover las montañas para asegurar a su heredero el nombre y la fortuna de los Villanera. Pero la más digna de compasión es la pobre viuda. Ella prevé que don Diego no se casará nunca ante el temor de desheredar a su hijo amado; que desarraigará su fortuna para podérsela entregar, que venderá las tierras de la familia y que de su ilustre nombre y grandes dominios no quedará nada dentro de medio siglo.
»Ante este conflicto, la señora Chermidy ha tenido un rasgo de genio y ha dicho a don Diego: «Cásese usted. Busque una esposa de la primera nobleza de Francia y obtenga, por medio del acta de matrimonio, que ella reconozca a nuestro hijo como suyo. Siendo así, el pequeño Gómez será su hijo legítimo, noble por padre y madre, heredero de todos los bienes de la familia. En cuanto a mí, no se preocupe usted, me sacrifico por los dos.»
»El conde ha sometido el proyecto a su madre, que está dispuesta a firmar a dos manos. La noble dama ha perdido ya sus ilusiones sobre la señora Chermidy que cuesta más de cuatro millones a don Diego y que habla de retirarse a una choza para llorar la dicha perdida pensando en su hijo. El señor de Villanera cree cándidamente en su falsa resignación y creería cometer un crimen abandonando a esta heroína del amor maternal. Para terminar, y con objeto de acallar sus nobles escrúpulos, la señora Chermidy ha susurrado al oído del conde: «Cásese usted por poco tiempo. El doctor le buscará una esposa entre sus enfermas.» Yo he pensado en la señorita de La Tour de Embleuse y he venido a confiarme absolutamente en usted, señor duque. Este matrimonio, por extravagante que parezca a primera vista, y aunque dé a usted un nieto que no es de su sangre, asegura a la señorita Germana un fin dulce y tranquilo y una prolongación de la existencia; salva la vida a la señora duquesa, y, en fin...
—Me da a mí cincuenta mil libras de renta, ¿no es eso? Pues bien, querido doctor, le doy a usted las gracias. Dígale al señor de Villanera que soy su servidor. A mi hija podré enterrarla tal vez, pero no venderla.
—Señor duque, realmente lo que propongo a usted es un negocio, pero si yo lo creyese indigno de un caballero, no hubiera intervenido en él, puede creerme.
—¡Pardiez! doctor, cada uno entiende el honor a su manera. Hay el honor del soldado, el honor del tendero y el honor del noble que no me permite ser el abuelo del pequeño Gómez. ¡Ah! ¡el señor de Villanera pretende legitimar a sus bastardos! Eso es Luis XIV puro, pero nosotros no estamos aliados a la familia Saint-Simon. ¡Cincuenta mil francos de renta! Yo he tenido ciento veinte mil, señor, sin haber hecho nunca nada, ni bueno ni malo. ¡Y no me apartaré de las tradiciones de mis antepasados para obtener menos de la mitad!
—Me permito llamarle la atención, señor duque, sobre el hecho de que la familia Villanera es digna de tal alianza. El mundo no encontraría nada que decir.
—¡No faltaría más sino que se me ofreciese un yerno plebeyo! Confieso que en cualquiera otra circunstancia me consideraría muy honrado. Don Diego Gómez de Villanera es bien nacido, he oído elogiar a su familia y a su persona. Pero, ¡qué diablo! ¡no quiero que se diga que la señorita de La Tour de Embleuse tenía un hijo de dos años el día de su boda!
—No dirán nada, ni lo sabrá nadie. El reconocimiento será secreto, y después, ¿quién se ocuparía de eso más tarde? Ni la ley ni la sociedad establecen diferencia alguna entre un hijo legitimado y un hijo legítimo.
—¿Pero cree usted que yo voy a poder ver a Germana en el altar mayor de Santo Tomás de Aquino, con el señor de Villanera a su derecha, la señora Chermidy a su izquierda con un niño de dos años en los brazos, y el sepulturero cerrando la comitiva? Eso es sencillamente abominable, mi pobre doctor. No hablemos más de ello... Diga usted... ¿Y es muy complicada esa ceremonia del reconocimiento?
—No hay ceremonia alguna. Una frase en el acta de matrimonio y todo queda en regla.
—Esa frase es la que sobra. No hablemos más de ello. Ni una palabra a la duquesa, ¿me lo promete usted?
—Se lo prometo.
—¿Y usted cree que verdaderamente está tan mal la pobre duquesa? ¡Pero si está tan ágil como cuando tenía quince años!
—El estado de la señora duquesa es bastante serio.
—¿Y cree usted, de buena fe, que con dinero la podríamos curar?
—Respondo de su vida si obtengo de usted...
—Usted no obtendrá nada absolutamente. ¡Yo soy de piedra roqueña, mi querido amigo! Y ya ve usted si mi negativa tiene mérito, ¡tal vez no hay diez luises en toda la casa! A fe de gentilhombre que si alguien muriese aquí no se encontraría con qué enterrarle. ¡Tanto peor! ¡tanto peor! ¡nobleza obliga! El duque de La Tour de Embleuse no es un ama seca, ¡y sobre todo del hijo de la señora Chermidy! Antes me dejaría morir en un jergón. Doctor, estoy muy contento de que me haya puesto a prueba y no le guardo ningún resentimiento. Nunca se conoce bien uno a sí mismo y no estaba muy seguro de la cara que pondría ante cincuenta mil francos de renta. Usted ha pulsado mi honor que ¡gracias a Dios! ha respondido bien... ¿El señor de Villanera ofrece el capital o sólo la renta?
—A elección de usted, señor duque.
—Yo he elegido la miseria, ya lo ha visto usted. ¡Pero cuando yo le decía que la Fortuna era una caprichosa! La conozco desde hace mucho tiempo y unas veces hemos estado en buenas relaciones y otras reñidos. Ahora quiere tentarme... ¡como si no! ¡Adiós, querido doctor!
El señor Le Bris se levantó de la silla. El duque le retuvo por la mano.
—Fíjese usted en que lo que hago es heroico. ¿Usted no ha sido jugador? ¿Conoce usted las cartas?
—Juego al whist.
—Entonces no es usted jugador. Sepa usted, pues, amigo mío, que cuando una vez se ha dejado pasar una buena racha, ya no vuelve. Al rechazar sus proposiciones, renuncio a toda esperanza en lo porvenir y me condeno a perpetuidad.
—Acepte usted, pues, señor duque, y no desprecie a la fortuna. ¡Cómo! yo le traigo a usted en mis manos la salud para la señora duquesa, el bienestar para usted y un fin dulce y tranquilo para la pobre niña que se extingue entre privaciones de todas clases; levanto su casa que se derrumba entre el polvo; le doy un nieto ya criado, un niño magnífico que podrá unir su nombre de usted al de su padre, y todo eso, ¿a qué precio? Mediante una cláusula de dos líneas en el acta de matrimonio. ¿Y usted prefiere mejor condenar a su hija, a su esposa y hasta condenarse a sí mismo, antes que prestar su nombre a un niño extraño? ¿Cree usted que con eso cometería un crimen de lesa nobleza? ¿Es que no sabe usted a qué precio se ha conservado la nobleza en Francia y en todas partes desde las Cruzadas? ¡Cuántos nombres salvados por milagro o por habilidad! ¡Cuántos árboles genealógicos rejuvenecidos por un injerto plebeyo!
—¡Casi todos, querido doctor! Le citaría más de veinte sin salir de esta misma calle. Además, los Villanera pertenecen a la aristocracia más pura; no veo inconveniente en una alianza con esos señores. Con una condición, sin embargo: y es que el asunto se lleve en plena luz, sin hipocresía. Mi hija puede reconocer un hijo extraño en el interés de dos ilustres casas de España y de Francia. Si alguien pregunta por qué, se le contestará que por razones de Estado. ¿Y usted salvará a la duquesa?
—Respondo de ella.
—¿Y a mi hija también?
El doctor movió lentamente la cabeza. El viejo continuó con tono de resignación:
—¡Qué le vamos a hacer! no se puede tener todo a la vez. ¡Pobre niña! ¡Tanto que me hubiera gustado compartir con ella el bienestar! ¡Cincuenta mil francos de renta! ¡Ya sabía yo que volvería la fortuna!
En aquel momento entró la duquesa y su marido le hizo un resumen de los ofrecimientos del doctor con transportes de una admiración infantil. El señor Le Bris se había levantado para ofrecer su silla a la pobre mujer que corría sin descanso desde por la mañana. Con los codos sobre la cama, frente a frente del duque, escuchó con los ojos cerrados todo lo que aquél quiso decirle. El viejo, inconstante como un hombre cuya razón vacila, había olvidado sus propias objeciones. No veía más que una cosa en el mundo: los cincuenta mil francos de renta. En su aturdimiento llegó hasta a hablar a la duquesa de los peligros que corría y de su vida amenazada. Pero esta revelación resbaló sobre su corazón sin herirlo.
Abrió los ojos, y volviéndolos tristemente hacia el doctor, le dijo:
—Y bien, ¿Germana está condenada sin remisión, puesto que esa mujer no tiene miedo de casarla con su amante?
El doctor intentó persuadirla de que no se había perdido toda esperanza, pero ella le detuvo con el gesto.
—No mienta usted, pobre amigo mío. Esas gentes han puesto su confianza en usted y le han pedido que buscase una mujer lo suficientemente enferma para que no hubiese esperanza alguna de salvarla. Si por una casualidad viviese, si un día llegase a colocarse entre los dos para reclamar sus derechos y expulsar a la amante, el señor de Villanera podría echar en cara a usted que le había engañado. Y usted no habrá querido exponerse a eso.
El señor Le Bris enrojeció a su pesar, porque la duquesa decía la verdad; pero salió de aquel mal paso haciendo el elogio de don Diego. Le pintó como un noble corazón, un caballero de antaño perdido en nuestro siglo.
—Puede usted creer, señora duquesa, que si nuestra querida enferma llegase a salvarse, lo debería a su marido. El no la conoce, no la ha visto nunca; ama a otra y abriga una esperanza bien triste para nosotros al decidirse a colocar una esposa legítima entre su amante y él. Pero cuanto mayor sea su interés en esperar el día de la viudez, más creerá de su deber el retrasarlo. No sólo rodeará a su esposa de todos los cuidados que su estado requiere, si no que es hombre para constituirse en enfermero de ella y velarla noche y día. Le garantizo a usted que tomará el matrimonio en serio, como todos los deberes de la vida. Es español e incapaz de jugar con los Sacramentos; tiene un culto por su madre y una ternura apasionada por su hijo. Esté usted segura de que el día en que le conceda la mano de su hija, se habrá acabado todo entre él y la señora Chermidy. Llevará a su mujer a Italia; yo les acompañaré y usted también, y si Dios tiene a bien hacer un milagro, seremos tres para ayudarle, señora duquesa.
—¡Diablo!—añadió el duque—. No hay nada imposible; todo puede ocurrir en este mundo; ¿quién me hubiera dicho esta mañana que yo heredaría cincuenta mil francos de renta?
Ante estas palabras la duquesa sintió que una oleada de lágrimas subía a sus ojos.
—Amigo mío—dijo—, es muy triste el que los padres hereden a los hijos. Si Dios tiene decidido llamar a su lado a mi pobre Germana, yo bendeciré llorando su mano rigurosa y esperaré a tu lado el instante en que debamos reunirnos. Pero yo quiero que la memoria de mi ángel amado sea tan pura como su vida. Desde hace más de veinte años conservo un ramo de flores de azahar, marchito lo mismo que mi felicidad y mi juventud: cuando ella muera quiero ponerlo sobre su ataúd.
—¡Ta! ¡ta!—exclamó el duque—. ¡Así son las mujeres! Tú estás enferma, querida, y no serán las flores de azahar las que te curen.
—¡En cuanto a mí...!
Su mirada acabó la frase de modo tan expresivo que hasta el mismo duque la comprendió.
—¡Eso es!—dijo—; ¡a vuestra comodidad! ¡moríos las dos juntas! ¿Y entonces qué será de mí?
—Usted será rico, padre mío—dijo Germana abriendo la puerta del comedor.
La duquesa se levantó como movida por un resorte y corrió hacia su hija; pero ésta no tenía necesidad de apoyo. Besó a su madre y con paso firme y resuelto, el paso de los mártires, avanzó hasta la cama.
Iba vestida de blanco, como Paulina en el quinto acto de Poliuto. Un pálido rayo del sol de enero caía sobre su frente, formando como una aureola. Su rostro sin color parecía una página borrada en la que no se veía brillar más que dos grandes ojos negros. Una masa de cabellos de oro, finos y frondosos, se amontonaban sobre su cabeza. Una hermosa cabellera es el último adorno de los tísicos; la conservan hasta el fin y son enterrados con ella. Sus manos transparentes caían a lo largo del cuerpo y se confundían con los pliegues del vestido. Era tal la delgadez de su persona que se asemejaba a una de esas criaturas celestes que no tienen ninguna de las bellezas ni de las imperfecciones de la mujer.
Se sentó familiarmente al borde de la cama, pasó el brazo derecho alrededor del cuello de su padre y le atrajo dulcemente hacia sí. Después designó la silla a Le Bris y le dijo:
—Haga el favor de sentarse, doctor, para que la familia esté completa. No me arrepiento de haber escuchado detrás de las puertas. Yo me temía que no hubiese servido para gran cosa; esta discusión me ha demostrado que aún podría ser útil a los míos. Ustedes son testigos de que no tengo ningún aprecio a la vida y que hace seis meses me he despedido de ella. Así como así este mundo es una bien triste morada para los que no pueden respirar sin sufrir. Mi único disgusto era el de legar a mis padres un porvenir de dolores y de miserias; ahora ya estoy tranquila. Me casaré con el conde de Villanera y adoptaré al hijo de esa señora. Gracias, querido doctor; a usted debemos nuestra salvación. Gracias a usted, el desarreglo de esas gentes devolverá el bienestar a mi excelente padre y la vida a mi noble madre. Mi paso por el mundo no habrá sido inútil. Me quedaba por todo bien el recuerdo de una vida pura y un pobre nombre sin mancha, como el velo de la primera comunión de una niña. Se lo doy todo a mis padres. Le ruego, mamá, que no proteste usted. No se desobedece a los enfermos. ¿Verdad, doctor?
—Señorita—respondió tendiéndole la mano—, es usted una santa.
—Sí; me esperan allá arriba; mi urna está dispuesta para recibirme. Rogaré a Dios por usted, mi digno amigo, ya que usted no lo hace.
Al hablar así su voz tenía algo de alado, de aéreo, de sobrenatural, como la serenidad del cielo. La duquesa se estremecía al escucharla; le parecía que el alma de su hija iba a escapar como un pájaro al que se ha abierto la jaula. Estrechó a Germana entre sus brazos y le dijo:
—¡No, tú no nos dejarás! Iremos todos a Italia y el sol te curará. El señor de Villanera es un hombre de corazón.
La enferma se encogió ligeramente de hombros y respondió:
—El hombre a quien se refiere usted hará mejor en quedarse en París, puesto que aquí tiene sus afectos, y en dejarme que pague tranquilamente mi deuda. Ya sé yo a lo que me comprometo aceptando su nombre. ¿Qué diría, ¡Dios santo!, si le jugase la mala partida de curarme? La señora Chermidy tendría el derecho de hacerme expulsar de este mundo por la justicia. Y diga usted, doctor, ¿me veré obligada a presentarme al señor de Villanera?
El señor Le Bris contestó con un imperceptible signo afirmativo.
—Bueno—dijo ella—, le haré buena cara. En cuanto al niño, le besaré de muy buena gana. Siempre me han gustado los niños.
La duquesa miró al cielo como un náufrago mira la orilla.
—Si Dios es justo—murmuró—, no nos separará; nos llevará a todos juntos.
—No, querida mamá; usted vivirá para mi padre. Usted, padre mío, vivirá para sí mismo.
—Te lo prometo—respondió ingenuamente el viejo.
Ni la duquesa ni su hija parecieron darse cuenta del egoísmo monstruoso que se encerraba detrás de aquellas palabras, al contrario, se emocionaron hasta derramar lágrimas; solamente el doctor sonrió.
Semíramis entró, anunciando que el almuerzo del señor duque estaba en la mesa.
—Adiós, señoras—dijo el doctor—; voy a llevar esas buenas noticias al conde. Creo que ustedes recibirán hoy mismo su visita.
—¿Tan pronto?—preguntó la duquesa.
—No tenemos tiempo que perder—añadió Germana.
—Mientras tanto—dijo el duque—, almorcemos.