A Tale of Jerusalem, 1832
Intensos rigidam in frontem ascendere canos
passus erat...
LUGANO
Corramos hacia las murallas —dijo Abel-Phittim a Buzi-Ben-Leví y Simeón el Fariseo, el décimo día del mes de Taammuz del año del mundo tres mil novecientos cuarenta y uno—; corramos hacia las murallas que están cerca de la puerta de Benjamín, en la ciudad de David, que dominan el campamento de los incircuncisos; porque es la hora cuarta de la cuarta vela y el sol ha salido; y los idólatras, cumpliendo la promesa de Pompeyo, deben de estar esperándonos con los corderos para el sacrificio.
Simeón, Abel-Phittim y Buzi-Ben-Leví eran los gizbarims o sub-recaudadores de las ofrendas, en la santa ciudad de Jerusalén.
—Tienes razón —replicó el fariseo—, corramos; porque esta generosidad es inusitada en los gentiles; y la inconstancia ha sido siempre una virtud de los adoradores de Baal.
—Que no son constantes y que son traidores es tan cierto como el Pentateuco —dijo Buzi-Ben-Leví—; pero eso sólo se refiere al pueblo de Adonai.
¿Se ha visto alguna vez que los ammonitas luchasen en contra de sus propios intereses? Pienso que no son muy generosos al darnos corderos para el altar del Señor, a cambio de treinta siclos de plata por cabeza.
—Sin embargo olvidas, Ben-Leví —contestó Abel-Phittim— que el romano Pompeyo, que es el impío que ahora asedia la ciudad del Altísimo, no está seguro de que no destinemos los corderos comprados para el altar para el sustento del cuerpo, más bien que para el del espíritu.
—Pero ¡por las cinco puntas de mi barba! —gritó el fariseo, que era miembro de la secta de los Magulladores (un pequeño grupo de santos cuyo modo de magullarse y destrozarse los pies contra el pavimento era desde antiguo una espina y un reproche para los devotos menos celosos, un obstáculo para los caminantes menos iluminados—, ¡por las cinco puntas de mi barba, que, como sacerdote, no puedo cortar!, ¿hemos vivido para ver el día en que un blasfemo e idólatra romano nos va a acusar de saciar los apetitos de la carne con los elementos más santos y consagrados?
¿Hemos vivido para ver el día en que...?
—Dejemos de considerar los motivos del filisteo —interrumpió Abel-Phittim—, porque ahora nos aprovechamos por primera vez de su avaricia o de su generosidad; pero vayamos de prisa hacia las murallas, no sea que nos falten las ofrendas para el altar, cuyo fuego nunca podrá extinguir la lluvia del cielo, y cuyos pilares de humo no podrá abatir ninguna tempestad.
El punto de la ciudad hacia el que se apresuraban nuestros dignos gizbarims, y que tenía el nombre de su arquitecto, el rey David, era considerado como el barrio mejor fortificado de Jerusalén; estaba situado sobre la escarpada y alta colina de Sión. Allí un foso ancho, profundo y circular, cavado en la sólida roca, era defendido por una muralla de gran fortaleza, erigida sobre su borde interior. Esta muralla estaba adornada, a espacios regulares, por torres cuadradas de mármol blanco; la más baja era de sesenta codos y la más alta de ciento veinte. Pero, cerca de la puerta de Benjamín, la muralla estaba interrumpida al borde del foso. Por el contrario, entre el nivel de la zanja y la base de aquélla se levantaba perpendicularmente una roca de doscientos cincuenta codos de altura, que formaba parte del escarpado del monte Moriah. Así, cuando Simeón y sus compañeros llegaron a la cima de la torre Adoni-Bezek —la más alta de todas las que rodean Jerusalén, y lugar señalado para parlamentar con el ejército sitiador—, vieron abajo el campamento enemigo desde una altura superior en muchos pies a la pirámide de Cheops, y en algunos al templo de Belus.
—Verdaderamente —suspiró el fariseo, mientras sentía vértigo al mirar hacia abajo—, los incircuncisos son como las arenas a la orilla del mar o las langostas en el desierto. El valle del Rey ha llegado a ser el valle de Adommin.
—Y sin embargo —añadió Ben-Leví—, no te será posible señalarme un filisteo; no, ni uno solo, desde Aleph hasta Tau, desde el desierto hasta las murallas, que parezca mayor que la letra Jod.
—¡Bajad la cesta con los siclos de plata! —gritó entonces un soldado romano con una voz ronca y áspera que parecía salir de las regiones de Plutón—; bajad la cesta con esa maldita moneda que estropea la boca de un noble romano cuando la pronuncia. ¿Así mostráis vuestra gratitud a nuestro jefe Pompeyo, quien, condescendiente, ha consentido en escuchar vuestras inoportunidades idólatras? El dios Febo, que es un verdadero dios, ha emprendido su marcha en el carro hace una hora, y ¿no debíais estar sobre las murallas a la salida del sol? ¡Aedepol! ¿Pensáis que nosotros, los conquistadores de la tierra, no tenemos nada más que hacer que traficar en cada muralla de la tierra con los perros? ¡Bajad el cesto! Os lo repito, y mirad bien que vuestro fraude tenga el brillo y el peso exactos.
—¡El Elohim! —gritó el fariseo, mientras los recios acentos del centurión retumbaban por el precipicio y venían a morir contra el templo—. ¡El Elohim! ¿Quién es el dios Febo? ¿A quién invoca el blasfemo? Tú, Buzi-Ben-Leví, que eres experto en las leyes de los gentiles y que has vivido entre los que se manchan con los teraphims, ¿es de Nergal de quien habla el idólatra o de Ashimah o de Nibhaz o de Tartak o de Adramalech o de Anamalech o de Succoth-benith o de Dagón o de Belial o de Baal-Perith o de Baal-Peor o de Baal-Zebub?
—Ciertamente, no se trata de ninguno de ésos; pero anda con cuidado y no dejes que se deslice la cuerda demasiado rápidamente entre tus dedos, porque podría engancharse en aquella roca saliente que hay allá abajo y tirarías desgraciadamente las cosas santas del templo.
Por medio de un rudo mecanismo, la pesada cesta fue descendida cuidadosamente entre la multitud, y desde su altísimo pináculo veían a los romanos arremolinarse en torno a ella; pero a causa de la gran altura y de la niebla predominante no podían distinguir claramente sus operaciones.
Ya había pasado media hora.
—Llegaremos tarde —suspiró el fariseo, mirando al abismo entonces—; llegaremos demasiado tarde. Seremos echados de nuestro empleo por los katholim.
—Nunca —respondió Abel-Phittim—, nunca más volveremos a festejarnos con la grasa de la tierra; nunca más nuestras barbas serán perfumadas con incienso; nunca más el fino lino del templo ceñirá nuestros ríñones.
—¡Raca! —juró Ben-Leví—. ¡Raca! ¿Tienen intención de robarnos el dinero del mercado?
¡Oh, santo Moisés!, ¿están pesando los siclos del tabernáculo?
—¡Por fin han hecho la señal! —gritó el fariseo—. ¡Por fin han hecho la señal! ¡Tira, Abel-Phittim! ¡Y tú, Buzi-Ben-Leví, ayuda también, porque los filisteos retienen aún el cesto, o, de lo contrario, el Señor ha ablandado sus corazones y les ha hecho poner en él un cordero de buen peso!
Y los gizbarims tiraban, mientras se balanceaba el cesto pesadamente entre la niebla, que seguía haciéndose más densa.
—¡Maldición! —así exclamó al cabo de una hora Ben-Leví, cuando vio un poco confusamente un objeto en el extremo de la cuerda—. ¡Maldición! Es un carnero de los pastos de Enjedí, y tan arrugado como el valle de Josafat.
—Es el primer parido del rebaño —dijo Abel-Phittim—, lo conozco por el balido y la inocencia de sus miembros. Sus ojos son más bellos que las joyas del pectoral, y su carne es como la miel de Ebrón.
—Es un ternero cebado de los pastos de Basham —dijo el fariseo—. ¡Los gentiles se han portado a las mil maravillas con nosotros! ¡Unamos nuestras voces en un salmo! ¡Con el sistro y con el salterio, con el arpa y la trompeta, con la cítara y el sacabuche!
Cuando el cesto llegó a unos pocos pies de distancia de los gizbarims, un ronco gruñido descubrió a sus oídos un cerdo de un gran tamaño.
—¡Vamos, El Emanu! —exclamaron lentamente los tres, con los ojos levantados al cielo.
Y cuando soltaron la bestia, se escapó corriendo por entre los filisteos.
—¡El Emanu! ¡Dios sea con nosotros! ¡Ésa es la carne innombrable!