El Dr. Rawlings suspiró profundamente, un suspiro nacido de la frustración y el cansancio, mientras se acercaba a la estantería de libros. Con un movimiento casi metódico, sacó un volumen de gran tamaño titulado "Una Introducción General al Psicoanálisis" de Freud y retiró la botella de su escondite. La botella, medio llena de un líquido ámbar, se agitaba agradablemente cuando la sostenía con una mano inestable, observando cómo brillaba bajo la luz del sol de la tarde. También extrajo un pequeño vaso de whisky.
PROLOGO
Fuera de las notas sobre Mauclair y Adam, todo lo contenido en este libro fué escrito hace doce años, en Buenos Aires, cuando en Francia estaba el simbolismo en pleno desarrollo. Me tocó dar a conocer en América ese movimiento y por ello y por mis versos de entonces, fuí atacado y calificado con la inevitable palabra «decadente...» Todo eso ha pasado,—como mi fresca juventud.
Había soportado lo mejor posible los pequeños agravios de Fortunato; pero cuando se atrevió a llegar hasta el ultraje, juré que me vengaría. Vosotros, que conocéis bien mi temperamento, no pensaréis que hice la más ligera amenaza. Algún día me vengaría; eso era definitivo, pero mi decisión excluía cualquier idea de correr el más mínimo riesgo. No solo era necesario castigar, sino castigar con impunidad. No se repara un agravio cuando la reparación se vuelve en contra del justiciero, ni tampoco se repara si el ofensor no siente de quién proviene el castigo.
"Calor de agosto" es un relato breve de terror psicológico que explora temas de destino, premonición y la inevitabilidad de la muerte. El autor, William Fryer Harvey, construye una atmósfera de suspenso y angustia a través del encuentro entre James Clarence Withencroft, un artista, y Charles Atkinson, un tallador de lápidas, en una sofocante tarde de agosto.
H. P. Lovecraft
Me preguntan por qué temo tanto las corrientes de aire frío, por qué tiemblo más que cualquier otra persona al cruzar el umbral de una habitación helada. Parece como si sintiera náuseas y un profundo rechazo cuando el fresco viento del atardecer se cuela entre la atmósfera cálida de un apacible día otoñal. Algunos aseguran que reacciono ante el frío como otros lo hacen ante el hedor de la podredumbre, y no puedo decir que se equivoquen. Pero en lugar de negarlo, prefiero relatar el episodio más espeluznante que jamás he vivido, para que puedan juzgar si mi particular aversión tiene una explicación razonable, o si acaso mi miedo pertenece a lo inexplicable.