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Las señales

Estaba por fin ahí, como el rostro de un destino antes descifrable y ahora revelado: un hombre de piedra (el sombrero sobre los ojos, casi palpable la pesada pistola), pero atentísimo a las próximas señales del estrago.

Ese hombre ahí significaba que todos los plazos se habían cumplido; que él, Manolo, pronto sería el cadáver de Manuel Cerdeiro, llorado por su mujer, recordado durante un tiempo por alguno de sus paisanos y por sus parroquianos sólo hasta que otro (desde luego gallego, recio, petiso, velloso y cejudo) lo sustituyera en el mostrador del bar La Nueva Armonía.

Ahora, frente a esta muerte enchambergada, comprendía con claridad por qué los vecinos lo miraban con piedad y por qué sus palabras tenían dejos de lástima constante:

—¿Qué tal, Manolo? —la conversación solía comenzar así.

—Trabajando, ya lo ve.

—Es la vida del pobre. Y… ¿más sereno ya?

—Sí… pero hablemos de otra cosa.

Pero ellos nunca querían hablar de otra cosa, sino de aquella por la cual el barrio —la pequeña esquina desteñida de Floresta al sur, calle Mariano Acosta al mil y tantos fue transportada súbitamente tres meses atrás a los titulares de los periódicos amarillos.

Primero eran los consejos:

—Le convendría cambiar de barrio…

—Es difícil vender el bar.

Y luego volvían al tema obsesionante:

—Nunca se sabe… Con esa gente no se puede jugar. ¡Y la policía que no lo protege a uno! El agente ya no está más, ¿verdad?

—Ve usted que no. Hasta luego… Lo pasado pisado.

Se iba, huía, pero aun así sabía que lo miraban alejarse como al portador de una segura enfermedad mortal.

Había otros diálogos, sin embargo, aunque en el fondo eran lo mismo.

—¡Lo felicito, hombre! ¡Qué coraje tuvo!

—Me defendí, nada más. Pero no quiero hablar. Lo pasado pisado.

—Para usted, sí. Pero ellos eran tres. Cayó uno y quedaron dos.

—No quise matarlo; me defendí nada más.

—Para un valiente como usted, lo mismo es uno que diez. Que vayan saliendo, no más, ¿eh? ¡Qué higados: enfrentar a Lungo Riquelme!

—Usted perdonará, pero debo atender a los clientes. No me gusta recordar.

Era, sin embargo, un recuerdo para llenar una vida y, sobre todo, la del oscuro Manolo Cerdeiro, atado día a día y durante años a una noria de jornadas iguales detrás del mostrador de La Nueva Armonía. Abrir el bar, atender a los corredores, a los parroquianos, desde la mañana hasta la madrugada; turnándose con la patrona, salvo los lunes día en que comenzaba a las seis de la tarde. Estos lunes preparaban con nabizas, pingüe unto sin sal, papas y porotos, un caldo gallego blanquecino, generoso y tan espeso que las cucharas quedaban clavadas de punta en su masa, y del cual bebían (o comían) dos soperas, empanadas de pescado fuerte o callos, regado todo con vino tinto áspero y común. Era una fiesta, su única pausa en el trabajo, su escape hacia el mundo, ahíto, satisfecho, sin necesidad ni temor que le aguardaba cuando pudiera redondear una fortuna. Luego, después de una siesta bovina y profunda, reabría el bar, y mientras llegaban los clientes hacía las cuentas y preparaba el dinero para depositar en el Banco.

Aquel día, concluidas las sumas y las restas, liado y encerrado el dinero bajo llave en un cajón del mostrador, estaba limpiando unos vasos cuando, a un ruido de pasos, levantó la cabeza y se encontró frente a aquellos dos hombres parecidos a cuchillos.

—¿Desean los señores?

—Pasá el fajo y no grités, gallego.

Y ya no vio sino la boca de la pistola con que el más bajo lo encañonaba.

Manuel Cerdeiro no era, tal vez, un cobarde. Por eso demoró un par de segundos mientras sentía que un sudor rápido le pegaba la ropa a la piel.

—Apurate, gallego, o te liquido —dijo el de la pistola, y el más alto, sin mover el cuerpo, le cruzó la cara con el canto de la mano en un golpe cruel, duro e injusto.

Llorando —recordaba que lloró, pero no si fue de rabia o de miedo, o las dos cosas juntas— abrió Manolo Cerdeiro el cajón. Allí estaba el dinero, un fajo de sólo veintitrés mil pesos y también saltándole a los ojos como la cabeza de una víbora, como la punta de un látigo, como una fría lengua de acero, aquel Colt .38, caño corto, que le vendieron junto con el bar, diez años atrás, y que jamás había usado.

Hasta allí, los hechos memorables. Luego todo se confundía turbulentamente, se superponía en un lapso que debió de ser de segundos, y en el cual, llevado por el dolor de aquel golpe injusto, por un rencor instantáneo y feroz, por el pánico, por todo eso, se halló de pronto disparando su revólver sobre los dos hombres, dos veces, tres, cuatro, vaciando el tambor del arma sobre ellos, encogiéndose tras el mostrador porque también le tiraban mientras se retiraban lentos y precisos hacia la puerta con las cuarenta y cinco de inacabables recámaras, viendo sin ver, ciego, en tanto algunas botellas caían deshechas, regándolo de anís, cegándolo de coñac. Hubo un confuso ruido de mesas derribadas, patadas en el suelo, mientras él, enajenado por aquel rapto de matar y morir que le quemaba el alma, gatillaba inútilmente contra cualquier cosa su revólver ya sin proyectiles. El mostrador subió como un telón invertido, de abajo hacia arriba, borrándole todo mientras él caía derribado por una bala, sin tomar conciencia de que caía, ni por qué. Por tanto, advirtió de pronto que su boca daba contra el suelo, que olía olfateándolo, el seco olor del polvo acumulado en las tablas no barridas, que no podía levantarse. Vio que la sangre le corría por la camisa, no sabía desde dónde, un dolor agudo le barrenó el hombro y volvió a caer, entonces sí, sin sentido.

Ese mismo dolor lo volvió en sí. El bar estaba lleno de voces, de sombras, de agitación y de ruidos. Un hombre recio y colorado se inclinaba sobre él. Luego se irguió:

—La bala le lastimó el hombro. No es grave, pero tengan cuidado.

Dos camilleros lo levantaron en vilo y lo sacaron acostado, semidesnudo, desvalido e infantil. Sintió una súbita vergüenza al pasar casi en cueros entre la apretada hilera de los curiosos, de los vecinos, de todo el barrio aborregado ante la puerta de La Nueva Armonía al concierto de los tiros, y volvió a desmayarse cuando lo metieron en la ambulancia.

Sólo después, y lentamente, mientras salía del asombro como de una red de hilos infinitos que sólo se iban soltando de a uno y despacito, reconstruyó el episodio, a la vez trivial y trágico, oscuro y heroico.

Ese día, aprovechando una hora vacía, dos asaltantes intentaron robarle. Un modesto golpe de mano, en un bar huero y a un hombre solo, desprevenido, desarmado y presumiblemente cobarde. Poco dinero, es cierto, aunque proporcional al escaso riesgo. Pero, imprevisiblemente, la víctima resistió (por avaricia, por aturdimiento, por estupidez, dijeron todos, nadie por cívico heroísmo) y mató a uno de los atracadores, mientras el otro huía. Nada, como se ve, más allá de un episodio cualquiera de la crónica policial. Nada más… si el muerto no hubiera sido el Lungo Riquelme.

Pero lo era, y por eso la gente empezó a mirar a Manuel Cerdeiro como a un cadáver, con lastimosa piedad, tanto que a veces él mismo se olisqueaba para ver si ya hedía a la muerte que le asignaban.

—Lástima que era Riquelme —decían.

Él sonreía, crispado:

Sí…, sí. Fatalidad. Pero no quiero hablar de ello.

Así, y todavía exánime en el hospital, lo había repetido a los reporteros entre relumbres de flash.

—¿Sabía usted que era el Lungo Riquelme?

—De saberlo, ¿hubiera resistido lo mismo?

—No sé. Todavía no sé bien quién es ese señor Riquelme.

No lo sabía pero lo aprendió: el Lungo Riquelme era el mayor y el jefe de tres hermanos, duros profesionales del delito, asesinos todos, que desde hacía dos años se tiroteaban con increíble buena fortuna con la policía de cuatro provincias y la uruguaya. Asaltar era su oficio; matar, un azar aceptable para ellos; morir, un riesgo conexo. Bancos, pagadores, joyeros, casas de cambio habían sido saqueados uno tras otro, bajo sus pistolas sin ley. Porque los Riquelme disparaban enseguida, sin más, alevosamente, cuando alguien resistía o parecía dispuesto a hacerlo. Así mataron a un oficial de policía llamado Bazán, y entonces se trabó uno de esos duelos cerrados, porfiados, sin piedad, incluso con víctimas por lujo, que se dan entre uno o más delincuentes y la policía cuando a ésta le matan uno de sus hombres.

 

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