Bon-Bon, 1832
En cuanto se había pasado el dintel de la pequeña casa que habitaba nuestro filósofo, en un callejón sin salida llamado Lefévre de Ruán, se veía una habitación profunda, baja de techo, de antigua construcción. En un rincón se hallaba la cama del metafísico. Un juego de cortinas y un canapé a la griega la rodeaban clásica y cómodamente. En el ángulo opuesto yacían libros. Una gran chimenea se erigía frente por frente de la puerta. A la derecha, en un armario entreabierto, se podía ver una batería formidable de botellas etiquetadas.
En este lugar, una noche del invierno de 17..., hacía la una, Pedro Bon-Bon, habiendo escuchado durante algún tiempo las palabras de sus vecinos y las alusiones a sus singularidades, los puso a todos en la puerta, corrió el cerrojo echando pestes, y se echó malhumorado en su viejo y cómodo sillón de cuero, cerca del fuego de la chimenea.
Era una noche terrible, como sólo se ven cada cien años. Nevaba furiosamente y toda la casa oscilaba bajo las ráfagas de la tormenta. El viento silbaba por los intersticios de los tabiques y se abismaba rabiosamente en la chimenea, doblando y desdoblando las ropas de la cama o desordenando los papeles que dormían junto a los libros.
El metafísico no estaba en absoluto de humor. Notaba aquella agitación angustiosa que produce la furia de una noche de tempestad. Llamó más cerca de sí a su gran perro negro, y como se había sentado en el sillón con cierto malestar no pudo abstenerse de echar una mirada recelosa hacia los rincones apartados de la estancia, de donde las llamas rojas de la chimenea no llegaban a expulsar completamente las tinieblas. Terminado ese examen, cuyo objeto exacto le hubiera sido imposible explicar, se puso ante una mesita llena de libros y de papeles, y se dedicó a la corrección de un voluminoso manuscrito que tenía que entregar al día siguiente.
Bon-Bon trabajaba desde hacía algún tiempo cuando «No tengo prisa, señor Bon-Bon»
murmuró de golpe, desde el fondo de la estancia, una voz humilde.
—¡Diablos! —exclamó nuestro héroe, sobresaltándose en su asiento, echando al suelo la mesita y mirando estupefacto a su alrededor.
—Eso es —replicó, con calma, la voz.
—¿Quién es, eso? ¿Cómo ha llegado usted hasta aquí? —vociferó el metafísico. Su mirada se había posado en algo que estaba extendido sobre la cama.
—Decía —dijo el intruso, sin inquietarse por las interrogaciones—, decía que puede usted disponer de su tiempo, que el asunto que me ha traído aquí no es urgente, en una palabra, que puedo perfectamente esperar a que haya usted terminado su Exposición.
—¿Mi exposición? Bien, pero, por Dios. ¿Cómo sabe usted, cómo ha llegado usted a saber que yo escribía una Exposición?
—¡Pst! —respondió el intruso con voz baja.
Se levantó rápidamente del lecho y dio un paso hacia Bon-Bon, al acercarse, la lámpara de hierro que colgaba del techo empezó a oscilar dando grandes sacudidas.
Nuestro filósofo, más que estupefacto, no se abstuvo de examinar el traje y la apariencia del forastero. Las formas de su persona, delgada, pero de una altura mayor que la habitual, saltaban a los ojos por lo detalladas, gracias a un traje negro y gastado que le ceñía el cuerpo y que parecía ser, por el corte, del pasado siglo. El vestido había sido cortado para alguien menos grande que su actual poseedor. En las muñecas y en los tobillos se notaba la carne. Un par de brillantes hebillas en los zapatos contrastaban con la extremada pobreza de lo restante. De la cabeza le colgaba una coleta terriblemente larga. Unas gafas verdes, con cristales al lado, protegían sus ojos de la luz e impedían a Bon-Bon el discernir su forma y su color. En toda la persona del forastero no había ni la apariencia de una camisa. Pero una corbata blanca, estrecha, estaba anudada cuidadosamente alrededor de su cuello, sus puntas colgaban ceremoniosamente, rectas y paralelas. Esa corbata daba al forastero el aire de un clérigo. La verdad es que otros detalles, ya fuese su empaque, ya sus maneras, hubiesen podido servir para confirmar esa idea. En su oreja izquierda llevaba un instrumento parecido al «stilus» de los antiguos. Del bolsillo de su traje asomaba un librito negro, con cierre de acero, puesto, accidentalmente o no, de modo que se vieran las palabras «Ritual Católico», impresas en letras blancas sobre el lomo. La fisonomía del intruso era saturniana, de una palidez intensa y cadavérica. Las comisuras de sus labios se inclinaban hacia abajo con una expresión de humildad muy sumisa. Tuvo también una manera de juntar las manos, cuando avanzó hacia nuestro filósofo, un suspiro y una mirada de tal beatitud que hubiese sido difícil no recibirle bien.
Toda huella de ira desapareció de la fisonomía de Bon-Bon, quien, una vez hubo terminado el examen del desconocido, le estrechó cordialmente la mano y le condujo a un sillón.
Se equivocaría quien atribuyera el cambio visible que se había producido en las disposiciones de Bon-Bon, a alguna causa común. En verdad, Pedro Bon-Bon, según lo que he podido averiguar por mi cuenta, era el menos capaz de todos los hombres de dejarse imponer por una presencia extraña. Un observador, tan preciso como él, de los hombres y de las cosas, no hubiese dejado de descubrir inmediatamente la verdadera calidad del personaje que venía a reclamar su hospitalidad.
Por no decir nada más, los pies de su visitante eran de extraña conformación, y mantenía sobre su cabeza un sombrero de altura notable. En la parte posterior de sus calzones se podía observar algo que se agitaba, las oscilaciones súbitas de los faldones de su frac eran un hecho palpable. Júzguese, pues, con qué sentimiento de satisfacción, Bon-Bon se encontraba de golpe ante un personaje por el que sentía respeto. Pero nuestro filósofo era demasiado diplomático para dejar escapar el menor indicio de las sospechas que le agitaban. No entraba en sus miras el parecer que tenía conciencia del honor que se le hacía tan de improviso. Tenía la intención de hacer hablar a su huésped, de sacarle alguna importante noción ética, de escribir ese informe en la obra que iba a publicar y de beneficiar con el a la humanidad al paso que el mismo se inmortalizaba. Añado que la elevada edad del visitante y sus trabajos de ciencia moral, podían muy bien haberle procurado el conocimiento de alguna verdad nueva.
Impulsado por estos profundos motivos, el filósofo rogó a su huésped que se sentara mientras el mismo se apresuraba a echar algunos troncos de leña al fuego y a colocar sobre la mesa vuelta a poner en pie unas botellas de vino. Acabados estos preparativos, empujó su sillón enfrente de su visitante, se sentó en el y esperó a que el otro empezara la conversación.
Pero los planes más hábilmente urdidos se frustran con frecuencia cuando se trata de aplicarlos.
A las primeras palabras del intruso, Bon-Bon se quedó pasmado.
—¡Veo que usted no me conoce, Bon-Bon! —dijo el hombre vestido de negro—. ¡Jajajá, jejé, jijijí, jojó, jujujú!
Y el diablo, abandonando su aire de santidad, abrió de oreja a oreja su boca, para enseñar unos dientes quebrados parecidos a colmillos, y, echando su cabeza hacia atrás, se rió insolentemente. El perro negro, acurrucándose sobre su barriga, le hizo coro y el gato, huyendo de un salto, se puso a maullar en un rincón de la sala.
Bon-Bon no hizo nada parecido. Era demasiado hombre de mundo como para reír como el perro o aullar de miedo como su gato. Todo lo más, experimentaba alguna estupefacción al ver las letras blancas de las palabras Ritual católico en el libro de su huésped, cómo cambiaron, súbitamente, de color y de forma, para convertirse en las palabras Registro de condenados.
Tan extraña circunstancia dio a su respuesta el tono de turbación que no hubiese tenido en ningún otro caso.
—A decir verdad, señor —dijo el filósofo—, yo creo que usted es, el..., es decir, que yo creo, me imagino, tengo la idea muy contusa del honor notable...
—Oh, muy bien —interrumpió el intruso—, no diga más, ya veo lo que es —y, quitándose las gafas verdes, limpió cuidadosamente los cristales y se las puso en el bolsillo.
El incidente del libio había sorprendido a Bon-Bon, pero lo que entonces vio le sorprendió todavía más.
Al levantar la cabeza, curioso por saber de que color tenía los ojos su huésped, descubrió que no eran negros, ni grises, ni castaños, ni azules, ni de ningún otro color celeste, terrestre o marítimo.
En una palabra, Bon-Bon vio que su huésped no tenía ojos, ni apariencia de haberlos poseído en época anterior, porque en el lugar donde debieran hallarse normalmente, no había, me veo obligado a decirlo, sino un montón de carne muerta.
La respuesta que recibió ante su sorpresa fue a la vez rápida, y satisfactoria.
—¿Ojos, mi querido Bon-Bon, ojos ha dicho usted? Oh, ya entiendo. Las historias necias que de mí se explican le han dado a usted ideas falsas sobre mi rostro. ¡Ojos, vamos! Los ojos, estimado Bon-Bon, están muy bien en su lugar, aquí, en la frente, me dirá usted. Muy cierto, la frente de un gusanillo. Según usted, esos instrumentos de óptica son indispensables, y, sin embargo, le voy a convencer de que mi visión es ¿más penetrante que la de usted? He ahí una gata, una gata que percibo en el rincón, una gata muy linda. Mírela, obsérvela bien. Ahora, Bon-Bon, respóndame ¿ve usted los pensamientos, digo, los pensamientos que se engendran en este momento en su cerebro?
Esa es la cuestión. Usted no los ve. Ella cree que admiramos la longitud de su cola y la profundidad de su espíritu. Ella acaba de decir que yo soy el más distinguido de los eclesiásticos y usted el más superficial de los metafísicos. Ya ve usted que no soy del todo ciego. Para personas de mi profesión, los ojos, como usted los entiende, serían un engorro. A cada instante se expondrían a ser reventados por alguna vara de atizar el fuego. Para usted esas maquinitas ópticas son muy necesarias. Vea de utilizarlas bien. Pero mi visión es el alma.
En aquel momento, el huésped se sirvió vino y escanciando un chorro a Bon-Bon, le invitó a beber sin cumplidos.
—Un buen libro, Bon-Bon —dijo, golpeando, con aire de protector, la espalda del filósofo.
Éste dejó su vaso, después de haber seguido al pie de la letra las órdenes de su huésped.
—Un buen libro, a fe mía; es un libro, según mi corazón; no obstante, la manera como ha dividido usted el asunto podría ser retocada. Varios de sus principios me recuerdan a Aristóteles.
Este filósofo fue uno de mis amigos más íntimos. Yo le amaba tanto por su horrible carácter como por la desenvoltura con que cometía sus yerros. No hay sino la verdad sólida en todos sus escritos, y es la que yo le soplé por compasión hacia su necedad. Supongo, Bon-Bon que usted sabe perfectamente a qué divina verdad moral hago alusión.
—Yo ignoraba...
—¿Verdaderamente? No, pero fui yo quien dijo a Aristóteles que al estornudar los hombres eliminan por la nariz el exceso de ideas.
—Lo cual es —aquí a Bon-Bon le entró hipo—, indudablemente, el caso.
El filósofo escanció otro vaso de vino y ofreció una toma de rapé a su visitante.
—Estaba también Platón —siguió el visitante, declinando modestamente la tabaquera y el cumplido que ella implicaba—, por quien yo sentí, durante algún tiempo, una afección de amigo.
—¿Ha frecuentado usted a Platón, mi querido anfitrión?
—¡Ah, pero me olvidaba; mil excusas! Me encontró en Atenas un día, en el Partenón, y me dijo que no sabía qué hacer, que buscaba una idea desde hacía una eternidad. Yo le rogué que escribiera Ò νονζ εοτω ανλοζ. Me dijo que lo haría y se fue a su casa. Yo partí para las pirámides. Pero mi conciencia me reprochaba de haber revelado una verdad, ni a un amigo. Me apresuré a volver a Atenas y llegué en el momento en que mi filósofo escribía la palabra ανλοζ. Dándole un papirote a la lamda, la puse al revés, de modo que hoy se lee Òνοζ εοτω ανλοζ . Ésta es, como usted sabe, la sentencia más fundamental de la metafísica platónica.
—¿Ha estado usted en Roma? —preguntó el filósofo, mientras terminaba la segunda botella e iba a buscar otra.
—Una vez solamente, Bon-Bon —dijo hablando gravemente, como un libro—. Hubo una época en la que se produjo, en Roma, una anarquía de 5 años, durante los cuales la República, privada de todos sus jefes, no tuvo otros magistrados que los tribunos del pueblo, que no poseían legalmente ningún poder ejecutivo. En aquella época, y sólo en ella, estuve yo en Roma. Yo no he tenido, pues, en la tierra ninguna relación con los filósofos latinos.
—¿Qué piensa usted —un hipo—, qué piensa usted —un hipo— de Epicuro?
—¿Lo que pienso de Epicuro? —dijo el diablo sorprendido. ¡Espero que no tenga nada que reprocharle a Epicuro! ¡Lo que pienso de Epicuro! ¿Es a mí a quien habla, caballero? Yo soy Epicuro. Yo soy el que ha escrito, desde el primero al último, los 300 tratados reflejados por Diógenes Laercio.
—Eso es una mentira —dijo el metafísico, a quien el vino se le había subido a la cabeza.
—Muy bien, muy bien, señor —dijo el huésped, aparentemente muy halagado—; perfectamente bien.
—Eso es una mentira —repitió, sentenciosamente, el filósofo—. Eso —un hipo— es una mentira.
—Ah, bien; como usted quiera —dijo el diablo, en tono conciliador.
Y Bon-Bon, después de haberle cantado las verdades a Su Majestad, juzgó a propósito terminar la segunda botella.
—Como le decía, como le hacía observar hace unos instantes, en el libro que tiene usted ahí, Bon-Bon, ciertas proposiciones son muy atrevidas. Por ejemplo, ¿qué diablos quiere decir con todo su farragoso texto sobre el alma? Por favor diga caballero ¿qué es el alma?
—El alma —un hipo— el alma —respondió el metafísico transportándose a su manuscrito—
es, indudablemente...
—No, señor.
—... sin ninguna contradicción.
—No, señor.
— ... incontestablemente.
— No, señor.
... es, sin dudarlo...
—No, señor.
—... —un hipo.
—No, señor.
—...y sin...
—No, señor, el alma no es nada que se parezca a eso.
Aquí, el filósofo, furioso, se dio prisa por acabar con una tercera botella.
—Bueno, señor, diga entonces ¿qué es el alma?
—No es ni esto, ni esto, señor Bon-Bon —replicó el intruso meditando—. Yo he saboreado... es decir, he conocido a almas malas y a otras pasables.
El intruso hizo chasquear la lengua y habiendo dejado caer inconscientemente su mano sobre el volumen de su bolsillo, fue presa de un violento acceso de estornudos.
Continuó:
—Hubo el alma de Cratino, pasable. Aristófanes, ¡una alma de ramo de flores...! Platón, exquisita. No el Platón de usted, sino Platón, el poeta cómico. Su Platón hubiese revuelto el estómago de Cerberus. ¡Qué horror! Después, veamos, hubo Noevius y Andrómico, y Plauto y Terencio. Luego, Lucilio y Cátulo, y Naso y Quinto Flaccus, ese querido Quinto, como yo le llamaba cuando me cantaba un Saeculare para mi diversión particular, mientras que, por pura farsa, yo lo asaba clavado en mi espetón. Pero a esos latinos les hace falta montante. Un buen griego, bien gordo, vale por una docena de ellos y, además, no se pasa puesto en conserva. No se puede, ciertamente, decir lo mismo de los Quírites... Probemos de nuevo su vino.
Bon-Bon se había resignado ya a no sorprenderse de nada y ocupóse de traer las botellas pedidas. Notó, no obstante, un ruido que vagaba por la estancia como el de la agitación de una cola.
A ello no prestó el filósofo atención alguna y, aunque el huésped se conducía de una manera muy indecente, se con tentó con dar una patada al perro, para que se estuviera quieto.
El intruso continuó:
—Yo encontré que Horacio tenía mucho del gusto de Aristóteles. Ya sabe usted que a mí me gusta la variedad. En cuanto a Terencio, no hubiera podido distinguirlo de Menandro. Naso, con gran sorpresa mía, no era sino un Nicandro adulterado. Virgilio me recordó mucho a Teócrito, Marcial me pareció Aquiloquio y Tito Livio era positivamente Polibio y no otro.
Bon-Bon hipó de nuevo.
—Pero si tengo una debilidad, señor Bon-Bon, si tengo una debilidad es para los filósofos. Sin embargo, deje que le explique que no puede cualquier diablo..., ¡hum!..., que no puede cualquier hombre saber escoger a un buen filósofo. Los largos no valen nada, y los mejores, si no se les descansa convenientemente, tienden a oler a rancio, por culpa, quizá, de la bilis.
—¿Si no se les descansa?
—Hablo de su esqueleto.
—¿Qué pensará usted —otro hipo— de un médico?
—¡Oh, no me hable de ellos! ¡Pf!, sólo he conocido uno ese pícaro de Hipócrates. Olía a carne pútrida, ¡oh, oh! Me resfrié lavándole en la Estigia y después me contagié del cólera.
—Ese, ese —un hipo— ese miserable —exclamó Bon-Bon—, ese aborto —un hipo— de Silena.
El filósofo se secó una lágrima.
—Después de todo —continuó el visitante—, si un buen diablo..., un hombre correcto, digo, quiere vivir, por fuerza ha de tener más de un talento. Entre nosotros, una buena cara es muestra de aptitudes diplomáticas.
—¿Cómo dice?
—A veces estamos mal de provisiones. Es preciso que usted lo sepa, en un clima abrasador como el nuestro, raramente es posible conservar un alma viva mas de dos o tres horas. Y después de la muerte, a menos que se escabechen inmediatamente —y un alma escabechada nada vale—, empiezan a oler ¿Comprende usted? Cuando las almas nos vienen por vía ordinaria, siempre es de temer que se averíen.
—¡Dios mío! —un hipo— ¿Pero cómo se las arregla?
Aquí, la lámpara de hierro empezó a dar vueltas con violencia y el diablo se estremeció en su sillón. Con un suave suspiro volvió a tomar su fisonomía habitual; después dijo simplemente a Bon-Bon con voz apagada:
—Quiero decirle una cosa, Bon-Bon: no se ha de jurar.
Bon-Bon quiso mostrar que había comprendido perfectamente y se conformó. Bebió un buen trago y el visitante dijo:
—Hay varias maneras de salir de apuros. La mayoría de nosotros se muere de hambre. Algunos se avalanzan sobre las almas escabechadas. Por mi parte, yo me las procuro vivas. He descubierto que entonces ellas se conservan perfectamente.
—Pero ¿y el cuerpo? —un hipo—, ¿y el cuerpo?
—¡El cuerpo! ¿Qué pasa con el cuerpo? ¡Oh! ¡Ah! ¡Ya comprendo! ¿El cuerpo? ¡La transacción no le concierne! En mi época hice innumerables compras de ese género y el cuerpo no sufrió jamás. Hubo Caín, y Nemrod, y Nerón, y Calígula, y Denys, y Pisístrato y otros muchos, que, al final de sus vidas, no han sabido lo que era una alma. Y, no obstante caballero, esos hombres constituían el ornato de la sociedad. Pero, vamos a ver, ¿no conoce usted a X igual que yo? ¿Acaso no se encuentra en posesión de todas sus facultades mentales y corporales? ¿Quién compone epigramas más acerados? ¿Quién razona más espiritualmente? Vea; tengo el documento en el bolsillo —y, diciendo estas palabras, sacó una cartera de cuero y extrajo de ella cierto número de papeles.
Mientras los estaba hojeando, Bon-Bon percibió principios de nombres como Maqui, Maza, Robesp, Geor, Calig, Elisab.
El intruso llegó, por fin, a una tira estrecha de amarillento pergamino y se dispuso a leer en voz alta:
« Por consideración a ciertos dones espirituales difíciles de especificar, y, además a mil luises de oro, yo, de 1 año y un mes de edad, transmito por la presente, al portador, todos mis derechos y títulos de propiedad de la sombra llamada mi alma.
Firmado: X »
Aquí pronuncio un nombre que no me creo autorizado a escribir entero.
—Un hombre inteligente —continuó el visitante—, pero como usted, señor Bon-Bon, se equivocaba sobre la naturaleza del alma. ¡Jaja, jeje, juju! ¿Concibe usted una sombra guisada?
—¡Una sombra —hipo— guisada! —exclamó nuestro héroe cuyo espíritu se iluminaba poco a poco con los discursos del ya pesado invitado—. Que me cuelguen —un hipo— si soy un —un hipo— tan tonto. ¿Mi alma a usted señor? —un hipo.
—¿Su alma, señor Bon-Bon?
—Si, señor —un hipo—, mi alma es...
—¿Qué caballero?
—No es ni más ni menos que una sombra, señor.
—¿Acaso quiere decir...?
—Si, señor mi alma es —un hipo—, sí, señor.
—Yo no tengo intención...
—Mi alma es —un hipo— particularmente propia para —un hipo— ser preparada...
—¿Dónde, señor?
—En el horno.
—¡Ah!
—En salsa.
—¡Eh!
—Como guisado.
—¿De veras?
—Para hacer estofados y fricandós. Y vea, yo soy buen chico y se la quiero ceder —un hipo—
barato —y el filósofo dio un golpecito en la barriga de su invitado.
—No pensaba en ello —dijo este, levantándose de su butaca.
El metafísico miró a su visitante con los ojos muy abiertos.
—No tengo, por el momento —dijo el invitado.
—Y —un hipo—, ¿y bien, qué?
—No dispongo de fondos.
—¿Cómo-o-o?
—Por otra parte, sería poco delicado...
—¿Caballero?
—Que me prevaliera.
—...—un hipo.
—Del estado asqueroso, e indigno de un hombre decente, en el que usted se halla.
Aquí el visitante se inclinó y desapareció de una manera poco explicable.
Y cuando Bon-Bon intentó lanzar una botella a la cabeza del Malo, tocó la fina cadena que colgaba del techo y sostenía la lámpara. Y, lámpara y Bon-Bon, rodaron por el suelo.